LA TELARAÑA: mayo 2018

viernes, mayo 25

El rap de la cárcel


La Telaraña en El Mundo



 No es fácil, ni siquiera buscándolo en Google, saber qué países son los mejores cuando se trata de fugarse de la justicia española. En principio, Nueva Zelanda, Australia, Singapur, Afganistán, Corea del Norte, Irak, Irán o Somalia no tienen, al parecer, tratado de extradición con España, pero eso no garantiza absolutamente nada. El mundo es un lugar administrativamente muy complejo donde acaba resultando que cada país y cada administración tienen su propia manera de entender la corrupción; y según el dinero o el poder que manejes u ostentes más posibilidades tienes de encontrar, por así decirlo, el paraíso en la tierra más allá de los barrotes rígidos de las cárceles, más allá de las horas muertas del tedio y la privación física de libertad, más allá de la inmensa e incalificable cobardía de no dar la cara, de no responsabilizarse, en fin, de lo que uno hace o deja de hacer, de no luchar contra la quisquillosa letra de las leyes con el espíritu y el trasfondo, con la propia interpretación vital de esas mismas leyes. O viceversa.
 Parece, con todo, que ya no hace falta irse muy lejos para estar a resguardo de las garras de la justicia española. Ahí tienen, por ejemplo, a los miembros del formidable gobierno catalán en el exilio dando tumbos, conferencias y performances de lo más variado en el corazón mismo de Europa: en Bruselas, en Suiza y hasta, contra todo pronóstico, en Alemania, sin que ningún juzgado de por allí, de momento, parezca tener intención alguna de devolvérnoslos a España, si no por sus penas o sus pecados, por lo que sea, por algo, por cualquier cosa. Algo habrán hecho. ¿No?
 Mientras tanto, Valtonyc, nuestro rapero más universal (y la verdad es que no veo forma de arrebatarle ese prestigioso título) ha decidido sumarse, uno más, al carro de los que corren y huyen cuando vienen mal dadas y la justicia llama firme y ceremoniosamente, con el apremio solemne de la autoridad, a las puertas de sus casas y sus vidas. Creo que anda por Bruselas presumiendo de ser independentista y de izquierdas, según nos informa, generosamente, su Grupo de Apoyo. ¡Es la hostia, esta gente tiene hasta grupos de apoyo! En fin. Pelillos a la mar. No soy juez ni policía ni tampoco fiscal o abogado. Sé que vivir es buscarse la vida y que una temporada en la cárcel ofrece muy pocos alicientes: la compañía no suele ser muy grata y tanto el alojamiento como el sustento (aunque gratuitos, lo que no es moco de pavo en estos días de interminable crisis) son manifiestamente mejorables. Vivir es buscarse la vida, ya lo dije. Y no sé si un rap desde Bruselas sonará igual de auténtico que desde la cárcel. Vivir es buscarse la vida, lo repito. Nada, pues, que tenga que ver con injuriar, insultar o amenazar gravemente la vida de los demás.



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martes, mayo 22

La ortografía y las lenguas


La Telaraña en El Mundo.





 Emociona saber que el Ayuntamiento de Palma exigirá el catalán a los enterradores. Se cierra, así, el ciclo que comenzó al imponérseles la lengua que llaman propia a los barrenderos de Emaya: todos nosotros y nuestras basuras nos iremos juntos y reciclados al otro barrio y se cumplirá, entonces, el oráculo, no sé si el de vivir plenamente en catalán, pero sí, al menos, el de morir catalanamente. Seguro que estas cosas marcan mucho y, además, de forma muy honda; y a la hora gloriosa de resucitar o reencarnarse en cualquier otro artefacto -un animal, una persona, un extraterrestre, un higo chumbo- nuestra memoria recordará esos sagrados instantes en que fuimos bendecidos, arrojados al fuego, incinerados o sepultados bajo tierra por gentes que hablaban en catalán, que nos miraban con tristeza esperanzada diciendo: «Descansi En Pau». O alguna que otra frase así de dulce y armoniosa, compasiva, elocuente.
 La verdad es que nunca he vivido en catalán. Pero tampoco he vivido nunca en castellano. No tengo a las lenguas por una forma de vida, sino por un medio, insuficiente, aunque necesario, de abrirse paso en la oscuridad con el ridículo machete de la retórica entre los labios, de palpar leve, pero firmemente, lo que se nos viene encima y jugar, entonces, a la vieja tarea, no sé si creadora o creativa, de poner algún que otro nombre a las cosas, los eventos, las circunstancias. También a las personas, aunque ello constituya un gran problema en estos tiempos absurdos y volátiles en que el maniqueísmo arrasa con todo y uno atesora amigos según los enemigos que acumula, en idéntica proporción y medida. ¿Quién quiere, no obstante, amigos a cambio de enemigos o viceversa, si ambos son las dos caras del mismo reflejo, el mismo espejismo, la misma dialéctica que pugna por convencernos de que el mundo es tal y como lo pensamos y no, tal y como simplemente es?
 Lo que me duele de veras es el destrozo sistemático que se hace de todas las lenguas en su uso diario en las redes sociales, los foros, los chats, los mensajes telefónicos, las webs que se van creando porque, pese a todo, la curiosidad es algo tan valioso que puede con todo. O con casi todo. No es de recibo tener que leer continuamente textos que convierten la ortografía del lenguaje en un camposanto sin tildes, sin haches cuando corresponden, con el verbo haber y el verbo ver absolutamente confundidos, sin los remansos tan necesarios de los punto y seguido, las comas, los punto y coma, el apóstrofe, las diéresis, los dos puntos: el regreso, tal vez, de la tentación de escribir como Camilo José Cela en Oficio de Tinieblas 5 o James Joyce en Finnegans Wake. Cómo explicarles que para escribir tan mal hace falta, primero, saber escribir como los propios ángeles. Pues eso.






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viernes, mayo 18

La materia de los sueños


La Telaraña en El Mundo.



  

 Esta noche pasada tuve un sueño bastante extraño. Soñé que hace millones de años (debiera escribir millones de años-luz, pero la verdad es que uno no sueña los conceptos que no acaba, físicamente, de comprender) en alguna galaxia muy, muy, lejana unos hombres lanzaron al espacio una cápsula conteniendo todo lo necesario para recrear la vida humana allá donde las condiciones fueran mínimamente favorables. Esos hombres sabían, quizá, del poco tiempo de existencia que les quedaba o de la precariedad ecológica o de la conflictividad social de su planeta, fuera como fuera y allá donde estuviera; sabían, tal vez, que su civilización empezaba a declinar sin remisión y decidieron, acaso, encomendar su propio destino a que la naturaleza o el azar les diera una segunda oportunidad en otro lugar y en otro tiempo.
 En nuestro lugar y en nuestro tiempo, pensé y repensé, mientras daba vueltas, realmente inquieto, bajo la levedad insoportable de las sábanas, y me acechaba la idea de que aquellos hombres (y también mujeres, aunque sea una vulgar redundancia decirlo) del sueño eran, de alguna manera, nuestros antecesores más directos, nuestros dioses o padres creadores, los seres míticos de los que unos y otros, de los que todos, absolutamente descendemos.
 Con esta idea y otras igual de confusas y también de herméticas rondándome la cabeza llegué, no negaré que algo agobiado, a la hora púrpura en la que el día toca, finalmente, a rebato y el orden manifiesto de las cosas se vuelve puntual, placentero y obsesivo. Levantarse, desayunar, leer la prensa, repasar, oblicuamente, las redes sociales, atender al correo y dejarse invadir por el agua lenta de la ducha y por los ruidosos preparativos del día que comienza, inexorablemente, cada día.
 Todo comienza y acaba cada día. Y cada noche los sueños nos invaden: no sabemos ni podemos prevenir cómo. La verdad es que me gusta que así sea. Yo no sé, ahora, si los hombres del sueño que soñé anoche son reales o sólo son el fruto desolador de observar la realidad y no terminar de creérsela. Tanto racista suelto y orgulloso, además, de haberse conocido, tanto supremacista absolutamente desatado, tanto nacionalista a la caza y captura administrativa del territorio de todos, tanto populista atentando contra la inteligencia de las cosas, tanta discriminación lingüística y tanta miseria espiritual y también económica igual me obligan a buscar los dioses que nos faltan, los dioses que nunca tuvimos, en el abismo insondable, en el páramo infinito y sumergido, gélido, en la oscuridad interior de eso que llamamos sueños sin saber muy bien de qué material están hechos. La realidad como los sueños. O como nosotros mismos.


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martes, mayo 15

La casa de todos


La Telaraña en El Mundo.





 Es verdad que cada uno decora su casa como quiere. Si es que hay casas de alguien, como cantaba Jaume Sisa, con la voz rota, y todos los héroes de los comics y tebeos, todos los protagonistas, en definitiva, de nuestro universo cultural, desde Jaimito y los Reyes Magos hasta Frankenstein, Drácula y Tarzán, desde King Kong hasta el Capitán Trueno, desde Charlot, Obélix, Bambi y Moby Dick hasta Popeye iban desfilando como si la ficción y la realidad fueran la misma cosa que, por supuesto, son, y no existiera otro lugar mejor en nuestras vidas donde todos ellos pudieran reunirse que en nuestra propia casa, entre nuestros libros y recuerdos, nuestra pizarra arrasada de garabatos de tiza, nuestra mesa del comedor repleta de migajas de pan abandonadas, nuestro escritorio convertido en un puzle inmenso donde cada día colocamos una pieza nueva y desechamos otra u otras, porque el paisaje de la existencia va cambiando con nosotros y hay que atender a las mutaciones y exigencias, al futuro que se nos abre una y otra vez cuando alguna vía parece cerrársenos para siempre. No hay problema, todo se abre y se cierra de continuo: quizá para que no nos aburramos.
 El que no parece aburrirse es Aligi Molina. El concejal de Igualdad ha convocado un concurso, con un presupuesto de ocho mil euros, ahí es nada, para realizar un grafiti que sirva para rendir homenaje a las camareras de piso que trabajan en la capital balear. Hay que reconocer que este hombre está en todo. Las más de treinta mil camareras de pisos que trabajan, precaria y sudorosamente, en Palma tendrán de este modo su rinconcito privado en la estación de la calle Antas de Ullà, en el Arenal, y podrán, tal vez, peregrinar hasta ahí para consolarse de sus penas con la prueba irrefutable del cariño que el Ayuntamiento así les demuestra, con unos grafitis pagados con el dinero de todos.
 Así va pasando, como pasa casi todo en esta vida, esta legislatura larga y también tediosa, esta legislatura ideológica y también nacionalista, estos años de brindis al sol continuos y también voraces, esta legislatura donde lo único que se ha intentado es demoler Sa Feixina o dejar Palma sin terrazas o acabar de una vez por todas con el turismo, esta legislatura donde a falta de obras y servicios hemos padecido una sobredosis de gestos y declamaciones, una insolación tumefacta de poder o la pesada broma, en fin, de ver cómo se intenta convertir la realidad en un artefacto sobre el que cada intervención nos cuesta lo que no tenemos sin que, por desgracia, nada cambie ni tampoco mejore, sin que nada se solucione en alguna medida, sin que nada ni nadie coja los cuernos de la existencia y se diga que esta lidia hay que torearla aunque no nos gusten los toros. O, aunque nos gusten, qué caramba.



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viernes, mayo 11

1968


La Telaraña en El Mundo.





 No tenía, en 1968, la edad adecuada como para levantar los adoquines en busca de las playas de París: esas playas que existían en París, Nueva York, Londres, quizá en Berlín, pero no, no todavía en Madrid, Barcelona o Valencia. En la España amordazada y contradictoria de aquellos años las playas bajo el asfalto tuvieron que esperar, como tantas, tantísimas otras cosas, a que Franco se muriera en su lecho rodeado de su equipo médico habitual para que, de alguna manera, afloraran las ideas (y también la espantosa resaca) de aquél mayo mítico del 68 y, ya hacia finales de los setenta, el mundo nos pareciera también a nosotros un lugar tan hostil como entrañable, que debía ser cambiado y mejorado con urgencia: un lugar en el que había que empezar a hacer el amor, la filosofía, la creatividad, la pasión, el arte, la literatura y no la guerra. Eso hicimos. El amor y, me temo, también la guerra.
 El problema es (ahora lo sé, ahora no lo sé) que nos olvidamos, por desgracia, de la economía, del trabajo, del salario justo, de las pensiones, del ir y venir a las fábricas con algo más que la dignidad y el marxismo dialéctico por bandera. Todo ese discurso ha pasado a mejor vida. O va pasando, poco a poco, al rincón trémulo de los recuerdos, al arcón olvidado en las buhardillas donde ya no vivimos porque no tenemos apenas nada que atisbar ahí afuera y nos vigilan, constantemente, las diversas policías del pensamiento organizado, las múltiples mafias de la diversidad, la raza, la lengua, el género, las constelaciones de masas dirigidas desde Twitter: el monstruoso espejismo de la realidad generado por hordas de bots a través de las redes sociales.
 Cada mes de mayo recuerdo, y me sonrío o sonrojo al hacerlo, el año de gracia de 1968 al igual que las plegarias que, con motivo del mes de María (mayo en este hemisferio), veníamos a rezar en clase. Rezábamos mucho en clase, en efecto, pero lo hacíamos a la manera franciscana: con la levedad sonriente y complacida, monótona, de quien está pensando en algo más importante, valioso, enloquecido, quizá vibrante. Pero rezar nunca hizo daño a nadie. Yo sigo rezando, a veces, en busca de un Dios que intenta enfurecerme sin conseguirlo. Tenemos un pacto, pero sin condiciones, a tumba abierta. Si él disfruta hurtándome su presencia y esquivándome a todas horas, yo voy acumulando, acaso en trance bajo su flamígera influencia, muchísimos textos cuajados de silencio y también ausencias; multitud de diálogos rotos y, acaso, fragmentados; infinidad de preguntas que no añoran respuesta alguna; ingente material suficiente como para inspirar la escritura de estas líneas y de otras muchas que voy guardando bajo siete llaves hasta que les llegue la hora. La hora es algo que siempre llega.

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martes, mayo 8

Los pulmones de Palma


La Telaraña en El Mundo.




 Recuerdo los galgos correr como posesos mientras la liebre metálica daba unas cuantas vueltas y chirriaba, chirriaba muchísimo. En efecto, un bosque es un lugar de ficción y un canódromo, por supuesto, es algo así como un bosque encantado donde se cruzan miradas y apuestas, en el aire, y tan sólo los más viejos de lugar son capaces de adivinar el dorsal del galgo más rápido, del que dejará atrás a los demás hasta toparse con la cruda realidad del frío metal chirriante. Sólo estuve en el viejo canódromo de Palma un par de veces cuando mi hijo era todavía muy pequeño y cualquier cosa le valía para asistir, emocionado, al nacimiento del mundo, para asombrarse con montones de cosas que no acababa de entender y que yo no sabía, tampoco, explicarle. Por fortuna, con el paso tiempo ambos hemos aprendido a observar el mundo sin que nos importe demasiado entenderlo. No hay nada que entender: está todo demasiado claro.
 Estaba ensimismado en estas elucubraciones cuando le leí al alcalde de Palma, Antoni Noguera, sus refulgentes proyectos de un bosque no sé si animado o por animar, una especie de pulmón inmenso, frondoso, nacionalistamente selvático en el corazón de Palma, sobre la misma arena polvorosa y árida, desértica, donde antes rugieron los canes y chirriaron las liebres y mi hijo y yo, sobre todo yo, aprendimos que no había forma alguna, salvo el chivatazo, de acertar qué galgo tenía más hambre de liebre y metal, más posibilidades de cumplir, en fin, con las razones últimas de su entrenamiento diario y alcanzar, así, el final victorioso, el pódium, la perfecta armonía lúdica y deportiva de la raza y el destino, esos asuntos tan delicadamente caninos. O así.
 Se me hace muy difícil, sin embargo, pensar en Palma y, a la vez, en bosques, en pulmones urbanos. Algo me chirría y no son las liebres dando vueltas y más vueltas sin que ningún galgo las alcance, no son los camiones de la basura rompiendo la calma en mitad de la noche, no son las aceras eternamente sucias ni los contenedores rotos y repletos de trastos inútiles; es la certeza de que a Palma los pulmones no le duran ni dos legislaturas y que, por ejemplo, pasearse por el Parque de las Estaciones es sentir cómo avanza, implacable, la decrepitud, es comprobar cómo la desidia municipal va permitiendo que la degradación venza y convenza, que la suciedad lo invada todo, que los castillos y los trenes donde juegan (o jugaban) los niños parezcan ruinas abandonadas, que los bancos de los mayores tiemblen cuando alguien se sienta en ellos, que la última sombra bajo el sol la ocupen, en definitiva, los que siembran de chabolas un lugar que iba para auténtico parque de la ciudadanía y se va a quedar, por lo visto, para refugio intempestivo de indigentes. Vivir para ver.


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viernes, mayo 4

La película de Ibiza


La Telaraña en El Mundo.



 Yo puedo escribir un libro y titularlo “El árbol de Teneré” sin haber estado nunca en esa orgullosa encrucijada de caminos situada en algún lugar del Sahara, en Níger. En realidad, lo hice hace unos seis años y ninguna autoridad dromedaria de la zona, ningún jeque de las caravanas del desierto, ningún tuareg administrativo de las dunas de arena, nadie, repito, se me ha quejado por usar el nombre de Teneré en vano. De hecho, los nombres están para eso, para ser usados, para ser pronunciados o escritos una vez y otra hasta que acaben perdiendo su contexto original, hasta que formen parte significativa de nuestra vida, hasta que sean una palabra más del catálogo de palabras que manejamos como si fuésemos sus albaceas o administradores únicos; los dueños, en fin, de las palabras. ¿Qué otra cosa podríamos poseer que fuera más valiosa y volátil, más íntimamente ligada a la respiración y al burbujear de las entrañas, a la fonética personal de la existencia?

 Viene todo esto (viene o va, porque quién sabe cuándo se despereza la memoria) porque el Consell de Ibiza, hace unos días, acusó de fraude a la película "Ibiza" de la plataforma Netflix por usar el nombre de la isla sin haberla rodada en ella, sino en Croacia. Con todo, parece que los productores de la película pidieron apoyo institucional al Consell, pero este no se lo concedió por la mala imagen de la isla que daba. Todo va, pues, de márquetin y contraprestaciones, de compra y venta de derechos. Todo va, por supuesto, de aquella manera.
 Pero estuve hace unos años en Dubrovnik, Croacia, y la verdad es que me pareció estar realizando un auténtico viaje al pasado, a los paisajes de Mallorca, Ibiza o Formentera hace algo así como medio siglo, cuando yo era un niño y el turismo empezaba a ser lo que hoy es y la especulación urbanística invadía las costas y las laderas de las dunas de arena justo hasta ahí mismo donde rompe la espuma del mar y el niño que fui construía castillos de arena contra la marea y el paso del tiempo. Esos castillos ya no existen.
 Me importa muy poco lo que pueda narrar la película que algunos podrán ver, si les place, en Netflix. En estos momentos escucho la música de Pink Floyd mientras visiono “More”, la película que dirigiera en 1969, Barbet Schroeder. Yo no sé si fue subvencionada por las autoridades locales del momento. Supongo, imagino que no. Sin embargo, si queda algo de Ibiza en las cinematecas del futuro será precisamente “More”, una película que sí se grabó en Ibiza, que muestra su hermosa ciudad amurallada, pero también la mirada alucinada de aquellos pioneros contraculturales que fueron, sin duda, los hippies. De aquellas ilusiones rotas a estos magníficos lodos de hoy en día no va casi nada. Sólo matices. Sólo un infinito universo de matices.




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martes, mayo 1

Uno de mayo


La Telaraña en El Mundo.





 Con los años hay fechas que adquieren cierta solera propia, cierto peso inconfundible en el calendario de los días. Hoy es una de esas fechas. Uno de mayo. Tal día como hoy, hace siglos, me recuerdo (sin estar seguro, la verdad, de que las imágenes que revolotean en mi memoria no sean una pesadilla o una ficción del NODO) tumbado y dando saltos, formando círculos y quizá escuadras y hasta escuadrones malabares sobre el césped verde del Luis Sitjar con motivo de alguno de esos juegos florales que se organizaban, en los colegios, a mayor gloria de un régimen que contraprogramaba las manifestaciones obreras de las centrales sindicales, proscritas entonces, con policía en las esquinas, con partidos de fútbol en la televisión y con demostraciones así de festivas, rumbosas y familiares.
 Luego, mucho más tarde, también un uno de mayo en Valencia, conocí el miedo y padecí la indefensión, la incontinencia verbal y la violencia en los furgones en llamas de los antidisturbios como también en algún que otro pub de Benimaclet donde grupos de jóvenes pandilleros cuyo sueño personal era trabajar de policías nacionales (y sé de varios que lo consiguieron) patrullaban la noche buscando apalear universitarios. Ese descubrimiento de la propia fragilidad, ese conocimiento del terror me dejó alguna que otra secuela, pero no, en absoluto, ningún tipo de dolor o remordimiento. Al contrario. Ese día -esos días que circunscribo al uno de mayo- aprendí muchísimo, con sólo diecisiete años, sobre mis límites y, por lo tanto, mis posibilidades, sobre mi valor o cobardía, sobre mis reflejos y mi insuperable capacidad de salir corriendo cuando empezaban a llover los palos. Faltaría más.
 Las cosas, ahora mismo, parecen ser mucho más complicadas que antaño. Casi ya no quedan trabajadores y los que quedan ya no son aquella clase social exclusiva y vanguardista que, en realidad, nunca fueron. La vanguardia viaja ahora desde las justas, lógicas y airadas reivindicaciones de los pensionistas (que somos y queremos ser todos) a la parafernalia racista y sectaria, al pulso anti demócrata de los nacionalismos soberanistas. ¿Ya no existe, pues, una vanguardia que merezca ese nombre?
 Quizá -aunque reconozco que la idea no me gusta ni poco ni mucho- la vanguardia sea, en la actualidad, el feminismo. Abro los ojos, leo algunas frases de amigas y conocidas en las redes sociales durante estos días de violaciones en manada y pienso, con tristeza, que algo no funciona como debiera si se generalizan la vergüenza y el despropósito de que una mujer (normal y corriente) vea detrás de cada hombre (normal y corriente), antes que cualquier otra cosa, una terrible y dolorosa amenaza. Y si, por desgracia, así es el mundo, que lo paren: yo me bajo.




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