LA TELARAÑA: El negocio del libro

martes, abril 24

El negocio del libro


La Telaraña en El Mundo.





 No puedo ser imparcial con los libros, porque siempre he vivido muy pendiente de ellos, porque los he escrutado como si la vida me fuera en ello, porque he acariciado sus lomos y sus páginas y he escrito en sus márgenes como si respondiera a algún mensaje que su autor me enviara desde el más allá, porque los he acunado como si confiara en las revelaciones, las alucinaciones, los hallazgos, en las ideas que, de repente, te abren la mente y te introducen en el laberinto de las palabras; y las palabras, entonces, se convierten en seres vivos, en personajes de la propia vida, en compañeras infatigables de una aventura que se sabe cuándo empieza pero no dónde ni tampoco cómo acaba.
 O sí que se sabe, pero bien y mucho, que nos han sido útiles los libros, algunos libros, al menos, para ir demorando la diáspora final, el estertor ineludible, la última esquina que doblaremos algún día con la misma inocencia, quizá, con que doblamos la primera y también la de ahora: San Miguel con Olmos u Olmos con la Rambla, por ejemplo, y las terrazas están atiborradas y los tenderetes repletos de libros y los turistas de sol y hay gente que pasea, que compra libros y también rosas, que no compra nada, gente que me mira sin verme o me ve y me saluda o no lo hace. ¿Para qué? Así es Palma, un lunes de abril y Sant Jordi. O San Jorge, su espada flamígera, el dragón, su aliento de fuego.
 Pero no todo ha de ser introspección. Repaso las estanterías de casa, en las que llegó a haber unos tres mil libros y observo que sólo queda un centenar largo. Son los libros escogidos que salvé de la quema (de vender, por ejemplo, en Fiol Llibres, ese oasis que ya no existe) cuando decidí dejar de coleccionar libros inútiles y guardar sólo los que merecían mi atenta vigilia, mi curiosidad, mi consulta o relectura más o menos obligada. Ahora, en este instante, paso mi mano por los lomos de algunos de estos libros y me estremezco con los nombres que cazo al vuelo y no por azar. Eliot. Pound. Hölderlin. San Juan de la Cruz. Juan Ramón Jiménez. Gracián.
 No voy a extenderme mucho más. El negocio del libro me parece cultural y socialmente necesario, pero no hay nada que justifique la gran cantidad de auténtica basura literaria (y no literaria) que se imprime por motivos que casi da asco mencionar. Habría que revisar o hacer trizas el actual sistema de subvenciones cultural, política y lingüísticamente teledirigidas. Habría que revisar toda la política fiscal para que un objeto de primera necesidad no se convierta en uno de lujo. Habría, también, y quizá esa sea la más difícil de las tareas, que frenar de algún modo el ego desmesurado de tanto presunto escritor sin más bagaje personal que la obsesión de ver su nombre en letras de imprenta. No hacen falta alforjas para ese viaje.




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