El negocio del libro
La Telaraña en El Mundo.
No puedo ser imparcial con los libros, porque siempre he
vivido muy pendiente de ellos, porque los he escrutado como si la vida me fuera
en ello, porque he acariciado sus lomos y sus páginas y he escrito en sus
márgenes como si respondiera a algún mensaje que su autor me enviara desde el
más allá, porque los he acunado como si confiara en las revelaciones, las
alucinaciones, los hallazgos, en las ideas que, de repente, te abren la mente y
te introducen en el laberinto de las palabras; y las palabras, entonces, se
convierten en seres vivos, en personajes de la propia vida, en compañeras
infatigables de una aventura que se sabe cuándo empieza pero no dónde ni tampoco
cómo acaba.
O sí que se sabe, pero bien y mucho, que nos han sido útiles
los libros, algunos libros, al menos, para ir demorando la diáspora final, el
estertor ineludible, la última esquina que doblaremos algún día con la misma
inocencia, quizá, con que doblamos la primera y también la de ahora: San Miguel
con Olmos u Olmos con la Rambla, por ejemplo, y las terrazas están atiborradas
y los tenderetes repletos de libros y los turistas de sol y hay gente que pasea,
que compra libros y también rosas, que no compra nada, gente que me mira sin
verme o me ve y me saluda o no lo hace. ¿Para qué? Así es Palma, un lunes de
abril y Sant Jordi. O San Jorge, su espada flamígera, el dragón, su aliento de
fuego.
Pero no todo ha de ser introspección. Repaso las estanterías
de casa, en las que llegó a haber unos tres mil libros y observo que sólo queda
un centenar largo. Son los libros escogidos que salvé de la quema (de vender,
por ejemplo, en Fiol Llibres, ese oasis que ya no existe) cuando decidí dejar
de coleccionar libros inútiles y guardar sólo los que merecían mi atenta
vigilia, mi curiosidad, mi consulta o relectura más o menos obligada. Ahora, en
este instante, paso mi mano por los lomos de algunos de estos libros y me
estremezco con los nombres que cazo al vuelo y no por azar. Eliot. Pound.
Hölderlin. San Juan de la Cruz. Juan Ramón Jiménez. Gracián.
No voy a extenderme mucho más. El negocio del libro me
parece cultural y socialmente necesario, pero no hay nada que justifique la gran
cantidad de auténtica basura literaria (y no literaria) que se imprime por
motivos que casi da asco mencionar. Habría que revisar o hacer trizas el actual
sistema de subvenciones cultural, política y lingüísticamente teledirigidas.
Habría que revisar toda la política fiscal para que un objeto de primera
necesidad no se convierta en uno de lujo. Habría, también, y quizá esa sea la
más difícil de las tareas, que frenar de algún modo el ego desmesurado de tanto
presunto escritor sin más bagaje personal que la obsesión de ver su nombre en
letras de imprenta. No hacen falta alforjas para ese viaje.
Etiquetas: Artículos, Literatura, Relatos
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