LA TELARAÑA: marzo 2018

viernes, marzo 30

La casa tomada


La Telaraña en El Mundo.



 En el interior de un fantástico torreón con dos inmensas terrazas de ladrillo rojo, que fueron los primeros campos de fútbol de mi infancia, la casa tendida y extendida a lo largo de tres larguísimos pasillos repletos de persianas mallorquinas de madera pintada de verde, un pozo oscuro de agua oscura y gélida entre la cocina y el minúsculo aseo, seis pisos arriba sin ascensor (ni tampoco fatiga, en aquellos días) de la antigua Casa Catalana. Ahí enfrente, en plena avenida Conde Sallent, la gente danzaba sardanas los felices domingos de mi infancia y ahora recuerdo la musiquilla y esos elegantes rondós mientras, volviendo al presente, la calle Olmos se va llenando de sillas de madera (y espero que de arena: la echo en falta) y arrecian, intempestivos, los primeros tambores; y algo en el aire de este Jueves Santo me trae imágenes de una faena sangrienta, de una penitencia y una culpa enormes, de un paso lento y vacilante, tortuoso, bajo una pesada cruz de madera y una muerte segura esperándonos a todos tres días antes de resucitar en otra parte: en otro lugar o en otro tiempo, cualquiera sabe.
 Reviso las pocas fotos que guardo de ese lugar en que vine a nacer y pasé unos dieciséis o diecisiete años y me detengo en algunos detalles que había olvidado: el diseño de algún mueble inverosímil, los techos altísimos de la sala redonda (obviamente, el torreón) donde no solíamos entrar nunca salvo la gran noche de la Noche de Reyes, el caballo de cartón sobre el que poso sin saber que estoy posando, los escritorios de madera barnizada donde nadie escribía porque estaban repletos de retratos familiares, de cajitas vacías, de candelabros con velas rojas, de relojes viejos con el tiempo detenido, de figuras de porcelana con la mirada absorta, indescifrable, quizá perdida.
 Leo en la prensa que un grupo alemán ha comprado la finca en que nací por unos cinco millones y medio de euros. Me alegro, porque me había cansado de verla envejecer lentamente, cubierto el torreón y buena parte de la fachada por una desteñida malla verde y tapiada la entrada, desde hace años, con un muro sobre el que alguien dibujó unos grafitis realmente interesantes: ahí está el urinario (o la fuente) de Marcel Duchamp y también un fotógrafo, añadido con posterioridad, que intenta captarle el alma a lo que, tal vez, no la tiene o no tiene por qué tenerla. Con todo, la verdad es que cada vez que paso por esa entrada a ninguna parte (salvo a mi pasado) le saco una fotografía a ese fotógrafo y a ese urinario sabiendo que daría lo que fuera por ese poco de alma (de espíritu o de vida) que quiero creer que dejé en esa casa por el sólo hecho de haber vivido en ella. Esos alemanes no lo saben, pero han pagado la casa y también el fantasma de mis primeros años de vida. Nada menos.




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martes, marzo 27

Puigdemont sin Tierra

La Telaraña en El Mundo.


 Cuando tienes el valor, la insolencia o el cinismo suicidas de declarar la independencia del territorio que gobiernas y hasta te permites el increíble lujo asiático de hacerlo pasar, más o menos, como una nueva, formidable y hasta democrática república sobrevenida de la nada, no es, en absoluto, lógico ni coherente, no es nada razonable que, a la mañana siguiente, salgas huyendo por peteneras acompañado de tu corte personal de iluminados buscando, quizá, que el sol no se te ponga en Flandes como ya se te ha puesto en Cataluña y, por lo tanto, en España, en Europa, en, prácticamente, el mundo entero.  
 En efecto, la larga, larguísima noche europea no hizo, ese día alocado y enloquecido de la fuga, de la huida hacia cualquier parte, otra cosa, sino que empezar para Puigdemont, convertido, por voluntad propia, en un frívolo y modernísimo Juan sin Tierra. ¿Cuál es la herencia que, al parecer, te negaron, Puigdemont? ¿Qué autoridad moral, qué galones de mando puedes mostrarnos que no provengan de la manipulación ideológica, de la explotación intensiva de las redes clientelares, del sectarismo instaurado en el poder de Cataluña desde hace décadas?
 Sea como fuere, cuando más necesitaba Puigdemont la ayuda providencial de los astros, su alquimia infalible, su conjunción más afortunada, más le fallaron las coordenadas celestes y le engañó, entonces, la pulsión geográfica; y por ello, quizá, ha sido apresado en el peor de los lugares, en la imperial, bárbara y ceremoniosa Alemania, cuando cruzaba algunas de las tierras más frías sobre la tierra, desde la lejana Finlandia hacia el hogar impostado en Waterloo. La historia de Europa está repleta de grandes derrotas, de desahucios monstruosos, de saqueos terribles, de lóbregas mazmorras donde sólo brilla la luz cuando te sacan y, para entonces, ya eres un auténtico cadáver, aunque no te hayas dado ni cuenta.
 Naturalmente la noticia de la detención de Puigdemont es una excelente, una magnífica noticia. Lo es para la casi imposible estabilidad política de Europa y para la casi inverosímil entelequia esta (en la que, a veces, creemos y, a veces, descreemos) de la unidad de España. Lo es, a fin de cuentas, porque no parece de recibo ni que convenga a nadie que ande suelto (y de atar) el presidente ficticio de un país ficticio sin que las instituciones que deben o debieran de velar por la salud de la opinión pública de los ciudadanos europeos -es decir, de todos nosotros- acaben poniendo el grito en el cielo y al inefable Puigdemont, al fin, en un sólido y distinguido estrado con jueces y abogados, con togas y birretes, con Biblias, con Códices, con toda la seriedad formal del universo reinando en paz y armonía entre los hombres y las mujeres de buena voluntad. O así.


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viernes, marzo 23

Facebook


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 Mi relación con Facebook es tan sólo propagandística. Es decir, utilizo esa red social para dar a conocer cuanto escribo a sabiendas de que no voy a participar en ningún debate si a algún lector despistado, perspicaz o curioso le da por intentar sacarme de mis casillas. Eso no sucederá, porque no ha sucedido nunca y porque, a estas alturas de la vida, ya sé qué lugar ocupo entre mi gente, entre la que quiero más o quiero menos, entre mis amistades reales o virtuales, entre mis conocidos y desconocidos de cada día desde hace tiempo. En efecto, debo llevar veinte años dejando alguna que otra huella en ese territorio comanche que son los foros y grupos de Internet, las múltiples redes de hoy en día y, sobre todo, las de antes, cuando aún no existían las redes sociales y las noches se convertían en chats heroicos contra la precariedad de las líneas de cobre y las tarifas planas de Telefónica, contra la agonía de las horas lentas y sudorosas, contra las cascadas sucesivas de soledad que sólo la presencia de algún Nick escogido en pantalla podía romper y, de hecho, rompía.
 Pero en Internet, mucho más que en la vida real, no hay nada gratis. Absolutamente nada. Puedes conseguir, es cierto, un montón de libros traducidos y por traducir. O un catálogo infinito de películas y series que no sabes si ya las han estrenado o si las estrenan pasado mañana. Puedes acceder al abandonware más nostálgico y adictivo o a los juegos más modernos y exigentes. Puedes leer las tesis más o menos disparatadas y hasta doctorales, si se tercia. O sumergirte en las noticias más falsas del universo y también en las más verdaderas, las que casi nadie alcanza a leer, a entender, a considerar siquiera. Puedes fingir ser, incluso, un cazador experimentado de sombras o un manipulador anónimo de circunstancias, ficciones o sentimientos.
 Pero tanto da. Te persigue un espejismo. Nos persigue a todos un espejismo. Un elegante cobrador del frac que nos tiene fichados de por vida para olisquear, gracias a nuestro exhibicionismo, el ombligo del mundo, el vórtice (ese concepto que me recuerda a Ezra Pound, pero, sobre todo, a Henri Gaudier-Brzeska) del universo, la mejor manera, tal vez, de aproximarse con lentitud, con calma, con voracidad, a la grandeza indescriptible del Big Data: a la Verdad en mayúsculas o a Dios mismo en persona, al eufemismo demoledor de ver todas nuestras trifulcas dialécticas convertidas, definitivamente, en el triunfo soez de la estadística y los grandes números. No podía ser de otro modo. Quizá por ello nos gusta tanto palparle el pelaje áspero y enmarañado a estos tiempos actuales de miseria contextual, de cotilleo vulgar, de pensamiento débil y mediatizado, de libertad en venta y hasta en cómodos plazos. Cómo no.


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martes, marzo 20

El logotipo de la UIB


La Telaraña en El Mundo.



 Si los anzuelos sirven para aflorar a la superficie la riqueza marina y la Universidad sirve, como vino a decir en la gala del Teatro Principal, Joana Maria Seguí, vicerrectora de Proyección Cultural de la UIB, para sacar a la superficie las riquezas de la cultura será, pues, que hay algo así como un enorme submundo ahí abajo, exactamente bajo las alcantarillas y las mesas verdes de los tahúres, al abrigo, tal vez, del magma terrestre, un cúmulo enrevesadísimo de sentimientos y sensaciones humanas (o demasiado humanas) sumergidas bajo las aguas densas de un lago oscuro como un pozo sin fondo, como un agujero negro, como un viaje a través de las catacumbas de una noche de insomnio, como un salto doblemente mortal sobre el mismísimo vacío, desde la mediocridad oficial de las cosas hasta donde parece anidar lo mejor del genio o del ingenio humanos.
 Me refiero, por supuesto, al artificio alquímico del arte y a los pactos más o menos fugaces del conocimiento, al artificio de la verdad enmarcada y refulgente contra la absoluta ceguera general, al artificio metafórico del mundo abriéndose como un bulbo lujurioso (o como un pene milagrosamente erecto sobre las ascuas de la incredulidad, de la cultura, de la fe o de la nada: de la indiferencia) bailando sin llegar a bailar en plena noche de duelo y efervescencia, todo a la vez, de los sentidos; y ahí están el Rector Magnífico, Llorenç Huguet, y sus cuadros de esforzados y casi anónimos profesores, sus llamativas guardias pretorianas de filólogos y propagandistas, sus espeleólogos, en fin, de red y arrastre, sus devoradores de conchas de colores y nácar. Y todo por culpa, quizá, del logotipo de Miquel Barceló.
 He estado observando un rato largo el anzuelo (sin firmar, que el mercado tiene sus propias y exquisitas leyes) que ha regalado Barceló a la UIB por sus cuarenta años de existencia y la verdad es que me gusta. Mucho, muchísimo. Es cierto que no sé si el anzuelo de marras sirve para pescar calamares o almas en pena, cultura en declive o cultura que aún no ha nacido, pero esa menudencia no le importa a casi nadie, porque el logotipo -su relato, su guión, lo que se quiera ver en él: su irrelevancia- se sostiene por sí mismo (o por la fama de su autor) y es capaz de levantar tanto la admiración de unos como el sarcasmo de otros. Pero eso es lo que se espera de Barceló a estas alturas de la fiesta: que no decaiga, que siga a rastras con su universo personal a cuestas, sus tribus nómadas y sus cavernas rupestres, sus catedrales religiosas y también políticas, las manos y el mono blanco llenos de pintura, la voz muy baja, la mirada encendida y pícara, la sonrisa y el ojo abiertos como quien hace una imaginaria y sueña, en fin, con que está despierto y de guardia. Menudos ronquidos.





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viernes, marzo 16

Hologramas y cariátides


La Telaraña en El Mundo.


  
 Llevo varios días perdido entre las ruinas de Atenas. Puedo refugiarme (y así lo hago) entre la multitud de turistas que recorre con ánimo festivo el centro comercial de la ciudad, comiendo muy bien y a buen precio en una cualquiera de las innumerables tabernas y restaurantes de Plaka, Psyrri o Monastiraki, o puedo perderme (y así lo hago también) por los arrabales dejados de la mano de Dios y los hombres, donde los inmigrantes ocupan viviendas de papel quemado, siempre a punto de venirse abajo como castillos de naipes, y donde los indigentes y mendigos duermen bajo los arcos espléndidos del cielo, mientras el calor de marzo empieza ya a saber a plomo sobre la tez, sobre las espaldas, sobre la conciencia telúrica, tal vez, del universo.
 Llevo varios días, en fin, imaginando hologramas, intentando capturar líneas de luz y también de tiempo, convirtiendo la sobrenatural Acrópolis, por ejemplo, en el decorado perfecto de unos hombres enloquecidos y desnortados por culpa, tal vez, de unos dioses excesivamente caprichosos. Me detengo (o el tiempo se detiene por mí) frente a un solar casi vacío e imagino el monumento dórico a Nikias que ahí, orgulloso, se levantaba en otro tiempo, según reza una lápida. Hago lo mismo donde estuvieron, al parecer, el Templo de Artemis o la Calcoteca, donde se guardaban las ofrendas a Atenea, los santuarios de Pandión, Gea Karpófora o Zeus Polieus, entre otros. Escaneo esas ruinas indescifrables buscando palpar la gran belleza que ya no está, la grandeza que tampoco, ese temblor ausente que fue y que, pese a todo, sigue siendo, porque siempre queda algo en el aire de lo que fuimos o de lo que fueron otros por nosotros.
 Luego está el azar (y lo que queda, si queda algo, de los dioses) y unas imágenes sobrevenidas en una televisión griega -el rostro sonriente de un niño asesinado en Almería, la sombra andante y negra, negrísima de la muerte, las lágrimas de todos, el revuelo de los pescaítos en las redes sociales, el duelo permanente en la España de siempre- me restituyeron a la realidad a la que pertenezco, me devolvieron al hedor, la tragedia, la decepción perenne, la tristeza y las alegrías, la idiosincrasia cruel y vertiginosa de una España que intento dejar atrás sin apenas éxito.
 El único holograma tristemente real que encontré en Atenas está en la Plaza Sintagma y es el holograma del Parlamento donde hoy gobierna Alexis Tsipras, el mismo tipo de holograma de piedra, en vez de luz y tiempo, que existe, por ejemplo, en el Parlament de Palma, en la Sala de las Cariátides, sin ir más lejos, donde las columnas con forma de mujer son las únicas que soportan -y sólo ellas saben cómo- el peso de la democracia simulada y retórica en que vivimos a la espera, tal vez, de tiempos mejores.


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martes, marzo 13

Sanidad meteórica

La Telaraña en El Mundo.


 Si no fuera rigurosamente cierto, creería que es absolutamente mentira. Resulta que un buen día llevas al chico al médico de cabecera de la Seguridad Social por un asunto de meteorismo y gases -un asunto que no parece muy serio, pero que huele muy mal y que, sobre todo entre los jóvenes, tiene un montón de daños colaterales, por así decirlo- y sales entre confundido y asombrado, contrito, perplejo, con un papelito escrito a mano con la dirección de una página web por único medicamento, por único fármaco, por único remedio. Vivir para ver, piensas, aunque aún te queda la esperanza de encontrar en esa web mágica, como te ha asegurado el doctor, la milagrosa solución a todos tus males. Los del chaval y, de paso, los de quienes le rodean de vez en cuando.
 Pero no. Qué va. La web de marras -llamada Fisterra- resulta ser una página de consultas muy apañada, un catálogo bastante extenso al que sólo puedes acceder por completo si te registras con alguna de tus direcciones de correo. Bienvenido el spam, piensas, extrañado de que aún no haya llegado: ojalá no llegue. Consigues así treinta días de registro gratuito en los que esperas encontrar la solución a todos los males físicos del universo pero te encuentras, sin embargo, con un catálogo de consejos muy genéricos y, sin duda, muy saludables -exactamente los mismos que has leído más de cien veces entre las entradas sin tanto registro ni pedigrí de Google-, que sabes que el chico, por desgracia, no va a seguir porque la vida, a ciertas edades, corre muy deprisa y no hay tiempo, apenas, para dietas y a nadie le importa si el chaval se va corriendo a jugar o a lo que sea y te deja inmerso, suspendido, en una nube meteórica de gases abdominales. A fin de cuentas, a todo se hace uno.
 De todas formas, aunque yo nunca le recomendaría a nadie que se informase en Internet sobre enfermedades y remedios, la verdad es que no hay que exagerar ni tampoco inventarse dramas donde sólo hay la realidad tal cual es hoy en día. No existe ningún fármaco definitivo contra lo que -a falta de otra sintomatología- es puro atolondramiento de la vida por salir adelante, crecer, quizá multiplicarse y no hay, pues, ninguna duda de que una dieta sana y equilibrada puede ser la mejor de las soluciones para casi todos los problemas de salud que van surgiendo con los años.
 Mientras tanto toca hacer balance de los recortes. Una fotocopia, exactamente la fotocopia de algo así como medio folio A4, y unos minutos, quizá, de necesaria y efectiva complicidad médico-paciente es lo que el sistema de salud pública ha conseguido ahorrarse con este modo de despachar al personal en menos, papeleo administrativo al margen, de cinco minutos. En mucho menos. En un visto y no visto. En un funcionarial y bastante aséptico parpadeo.

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viernes, marzo 9

El piloto virtual


La Telaraña en El Mundo.



 No sé si es cierto que el saber no ocupa lugar. Parece, así es, que cada día ocupa menos lugar. Hasta hace unos años no hacía otra cosa que acumular libros, enciclopedias, papeles sueltos, revistas, facturas y finalmente polvo en las múltiples y robustas estanterías de casa. Ahora, sin embargo, acumulo direcciones de páginas web en la lista de favoritos de mi navegador como si el saber fuera una constelación de lugares escondidos en esa oscura nube digital, en ese mapa del tesoro que sospechamos que nos ronda, en ese lugar virtual donde acabamos guardando todos los documentos, las fotos, las ideas más o menos trabajadas de nuestra vida. Todo ese material sensible cabe en unas pocas gigas (así se mide la capacidad en la nube, ese lugar que pensamos que no es físico pero que lo es, cómo no iba a serlo); unas gigas que valen o que cuestan, por supuesto, su peso en oro.
 Hasta la fecha tengo o he tenido compartimentos sucesivamente alquilados en OneDrive, Dropbox o ICloud, entre otros lugares de parecida o peor reputación, y sé que no me queda más remedio que pagar religiosamente mis suscripciones mensuales para que un sereno cargado de llaves y contraseñas mantenga en buen estado de conservación toda mi vida. ¿Es eso, de verdad, la vida? ¿Un montón de ideas más o menos trenzadas, inconexas, seguramente inacabadas? ¿Una docena de libros que fueron o no fueron? ¿Un sinfín de fotografías, de selfis, de paisajes escandalosamente tullidos, de garabatos escritos en la arena? Pues es posible que sí. En cualquier caso, lo único real e indiscutible, lo único dolorosamente seguro, aunque me duela, es que si dejo, algún día, de pagar los alquileres pactados todo lo que soy y he sido, todo lo que guardo de mí mismo como si fuera realmente mío, desaparecerá para siempre. Conmigo. O sin mí. ¿Quién sabe?
 Se mire como se mire, parece que la realidad -aparte de descomponerse en mil pedazos- se está desdoblando, se ha desdoblado ya, entre lo que podemos gloriosamente palpar y lo que debemos, qué remedio, buscar entre los restos del naufragio, en el pozo sin fondo de Internet. En esa red donde nunca se sabrá con certeza si somos los pescadores o el pescado. Pondré un ejemplo. Últimamente me ha dado por practicar el Sim Racing, es decir, el automovilismo virtual. Tendrían que verme con mi volante y pedalera, con mis guantes y mi cara de circunstancias cuando todos los pilotos del universo ponen en marcha sus formidables motores y me van dejando, inexorablemente, atrás: sin ir más lejos, entre Eau Rouge y Les Combes como entre La Rascase y Sainte Devote. Ya que no puedo competir por ser el más rápido, me consuelo intentando ser el más deportivo, el más limpio. Cuando lo consigo, sonrío y pienso: quien no se conforma es porque no quiere.

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martes, marzo 6

Elogio de la mujer


La Telaraña en El Mundo.




 De repente parece que todo el mundo se ha vuelto feminista. Hasta la mismísima Virgen, nada menos, según el avispado arzobispo de Madrid. Está muy bien, me parece estupendo, en efecto, que estas cosas sucedan. Está muy bien, me parece estupendo que, como recién caídos de un brioso caballo sobre las piedras cortantes de los nidos de las águilas, abramos de una vez por todas los ojos y abracemos, al fin, la gran verdad de la mujer, de la madre, de la hija, de la esposa, del ser supremo y nutricio que lleva siglos amamantándonos con sus generosas ubres igual que nos seduce con sus requiebros y sus curvas, con sus efervescentes sonrisas de aire en un mundo de losas, monolitos y nichos, con el torbellino arrebatador que siempre las acompaña y que nos transporta, cuando tenemos esa suerte inenarrable, a ese lugar extraordinario, a ese lugar límite, a esa frontera terminal, a ese estertor que también es vagido, donde cuesta horrores distinguir entre lo espiritual y lo físico: el lugar del orgasmo. Ahí morimos o fingimos morir. Ahí nacemos o resucitamos tres días después.
 Con todo, lo que el lenguaje puede expresar -y en ese paraje hay que perderse hasta perder por completo los sentidos: vivan la euforia, la lucidez y hasta la melancolía desmedidas- no tiene una equivalencia clara, una correspondencia obvia en la vida real. O en lo que llamamos vida real. No sabría ahora cómo detenerme, cómo detener los latidos de mi corazón, el flujo y reflujo de mis órganos, el ritmo de mi respiración, la cadencia de mi pulso; no sabría cómo quedarme prendido de una única y absorbente emoción, de un frenético tajo mortal al abismo, de un poético golpe al azar, de un instante solo: quieto y desnudo, exento y varado en sí mismo el instante único de la existencia. No tengo ese poder creador, aunque pueda jugar con sus metáforas. No sé cómo aprehenderlo salvo con algún gesto donde lo simbólico y lo real son la misma cosa: un abrazo, un beso, una caricia, una mirada cómplice, un pálpito subrepticio, un deliquio furtivo. Consentido, consentido. O no, el erotismo es una experiencia religiosa, personal, quizá intransferible, un temblor que nos destruye aceleradamente mientras nos transforma.
 Pero ahora debo ser sincero y revelar lo que, de veras, me preocupa de la huelga ideológica, evangélica y feminista del próximo jueves, 8 de marzo. Ese mismo día he de coger un avión hasta Barcelona y aún otro, un rato después, hasta Atenas y no me apetece un ápice quedarme en tierra y tener que tragarme unos billetes de avión y unas noches de hotel que compré y pagué hace siglos en busca del mejor de los precios. A ver si hay suerte y en Atenas consigo palparle el alma a alguna Venus de piedra mordida por el tiempo y escuchar, de nuevo, el rumor de la lava en su interior.


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viernes, marzo 2

Los islotes federados


La Telaraña en El Mundo.




 El Día de las Baleares amaneció en Palma, la calle Olmos húmeda y semivacía, los cristales de las ventanas repletos de chorretones, con la sensación de que el frío gélido del este está empezando a ceder su lugar al sol de costumbre, a ese sol que no tardará demasiado en reinar en esta plaza de arena sin toros, sin sangre, sin ni siquiera ardor o furia. Es posible, pues, que el tiempo atmosférico influya en nuestro carácter y que por ello nos molesten tanto las salidas de tono, los exabruptos, las exageraciones y, en definitiva, el ruido infernal de quien no piensa lo que dice (o al revés, quién sabe) y las ideas y los conceptos, las frases y las palabras le salen tergiversadas y mordidas, le salen renqueantes y hasta magulladas, le salen como aquellos seis personajes deambulando desnortados, huérfanos, en busca de su autor en una obra de teatro del absurdo que, por desgracia para nosotros, esta vez, no ha escrito Luigi Pirandello. Ni por asomo.
 Francina Armengol no da para más teatro que para el teatro nacional, costumbrista y local que nos ronda (y repite) cuando las autoridades toman el escenario del Palacio de Congresos (en vez del Teatro Principal, al fin) y lo convierten en el lugar de los abrazos y las sonrisas, los discursos sectarios y la entrega melancólica de medallas o medallones, cuantos más mejor. Pasa cada año, cuando los premios Ciutat de Palma o muy a menudo, cuando la OCB decide darse un auto homenaje a nuestra costa, y volvió a pasar durante la entrega de los premios Ramon Llull, mientras Armengol nos convertía en una absurda parodia del surrealismo más absurdo, ideológico y, por lo tanto, vacuo al proclamar, según leo, que somos «cuatro islas unidas por el mar que hacen posible una cultura de federalismo interior». Nada menos. O nada más.
 No sé muy bien qué cultura es esa, porque aquí, como en todas partes, la gente busca vivir cada día un poco mejor -o un poco igual y que no nos quiten lo bailado, por favor- intentando aprovechar lo que tiene o encuentra a su alrededor o al alcance de su mano. El turismo, por ejemplo. La economía colaborativa y hasta digital, si hay suerte y procede, cuando la economía de mercado pinta corrupta y, además, no nos da ni para pipas. Cierro los ojos y dibujo en la oscuridad cuatro islotes varados en el centro mismo, por supuesto, del universo (sin contar Cabrera, Dragonera, Conejera y otros islotes más cuyos nombres no quiero recordar) e imagino una espesa niebla, como si fuera una red de puentes imaginarios, uniéndonos los unos a los otros y viceversa; y a esa niebla, por llamarla de alguna manera, la llamo federalismo interior y me quedo como Armengol: sonriente, pero en la inopia. Sólo le faltó este año, a Armengol, la medalla a Valtonyc. Pero todo se andará, seguro.


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