LA TELARAÑA: La lengua de los médicos

viernes, febrero 16

La lengua de los médicos


La Telaraña en El Mundo.



 Podría decirse, exagerando, que es como se dicen las verdades, que no hay en Palma manifestación que se precie que no pase armando jolgorio bajo las ventanas de mi casa, que no inunde de cánticos y temblores la calle Olmos, proveniente de la Plaza de España, camino de la Rambla, el Borne y el Consulat de Mar. Ese es, también, el itinerario exacto de la manifestación convocada el domingo por «Mos Movem! En Marcha! Let’s go!» contra la barbarie del catalán como requisito en la sanidad, entre los médicos y enfermeras que velan por nuestra salud cuando nos duele algo y hemos de explicárselo de aquella manera, porque algunos términos biológicos, algunas metáforas más o menos científicas y algunas recetas heredadas, cómo no, de la abuela no nos acaban de servir para darnos a entender, no importa si en español, inglés, mallorquín o chino, cuando algo nos duele y ni en la rebotica encontramos el remedio, la droga, el fármaco, el consuelo definitivo.
 Como buen hipocondríaco, he conocido muchos médicos: médicos que pasaron cumpliendo, sin más, el expediente y médicos que supieron tratarme más allá del efecto placebo de las recetas y la luz blanca y, acaso, cecuciente de los hospitales. Médicos como el doctor Bacci, que me salvó dos veces la vida (una, sacándome a escondidas de Son Dureta y otra, operándome con el bisturí escogido de los grandes neurocirujanos en Juaneda) o los doctores Moral, Santisteban, Timoner o Triola que son, entre otros, los que actualmente ponen cierto orden y concierto en la suma irracional de mis miedos y temores, en el catálogo absurdo de sospechas más o menos infundadas que suele ser, en definitiva, la tumultuosa vida de un hipocondríaco confeso. Doy fe.
 Hago memoria y la verdad es que no recuerdo, ahora, en qué lengua, en qué idioma, en cuál, me hablaron estos doctores cuando consiguieron sacarme una sonrisa de alivio, cuando lograron mitigar mis dolores o desviaron mi atención hacia uno cualquiera de esos mil temas con los que un buen médico busca, encuentra y prolonga la complicidad con sus pacientes. Porque los buenos médicos saben mucho, en efecto, de medicina, pero también saben de humanidades, literatura, arte, política, de todo aquello que une (o debiera unir) a los seres humanos y les hace sonreír y asomarse juntos al borde mismo de la enfermedad sin caer en ella, para determinar por dónde salir con bien y seguir adelante sin dejarse vencer por el vértigo, sin dejarse espantar por ese cielo tenebroso a la vez azul y negro -«¡Qué miedo el azul del cielo, negro!» decía Juan Ramón Jiménez- que intuimos al alzar la vista y mirar a lo lejos como si mirásemos en el interior de la pupila del médico que nos ausculta sin más gramática en exclusiva que las de la ciencia y el humanismo universales.





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