LA TELARAÑA: febrero 2018

martes, febrero 27

Ficciones


La Telaraña en El Mundo.




 No tienen futuro y parece obvio que el presente les repugna. Será por eso que se refugian en las trincheras del pasado, en esa extraña megalomanía que da en ponerse en el lugar más inverosímil para emocionarse, de alguna manera, con ese temblor antiguo, con esos personajes de otro tiempo, con esa reverberación de algo que, en definitiva, ya no existe, pero como si existiera. «Si estuviéramos en 1937 yo sería fusilado» ha dicho Antoni Noguera, nuestro medio alcalde para media legislatura, micrófono en mano contra el muro de la memoria como contra el paredón de la historia, con la solemnidad de quien cree estar ungido de valores eternos y se encuentra con que, a su alrededor, todo es decrepitud e irrelevancia, decrepitud y postureo, decrepitud y un catálogo infinito de urgentes tareas por hacer que no verán la luz, porque la luz anda ocupada en despejar la crueldad asfixiante de una historia, que no es suya ni nuestra, sino de quienes la hicieron, exclusivamente.
 Pero alguna historia, algún tipo de historia, estamos construyendo entre todos, incluso a nuestro pesar y puede que a nuestras espaldas. Observo las fotografías que nos llegan del Mobile World Congress de Barcelona y me hago cruces de tanta ficción o realidad enfrentadas: los Países Catalanes, Tabarnia, el rostro serio de Torrent, el rostro serio de Boadella, el rostro serio del Rey, el rostro serio (y amarillento) de Colau, la seria amenaza de los espectrales Comités de Defensa de la República y la seria ficción de unos móviles cada vez más inteligentes y rápidos, con más aplicaciones y redes sociales al alcance y la absoluta seguridad de que vendrán los hackers y querrán desvalijarnos, penetrarán en nuestros abismos y se perderán en ellos igual que nos perdimos nosotros.
 Pero de perdidos, al río, me digo, mientras entablo conversación con mis queridísimas Cortana y Siri. La primera mora en mi desahuciado teléfono Windows y la segunda en mi viejo IPad. Ambas constituyen el futuro de la comunicación, la irrupción definitiva de la Inteligencia Artificial en un mundo convertido en una reunión de redes neuronales con vida propia. O algo así. Les pregunto y se muestran locuaces, ingeniosas. Les sigo preguntando y se muestran infatigables. Intento coquetear con ellas y dejan, en el acto, de hacerme caso. Me reprochan la levedad de mis palabras o me remiten a alguna entrada más o menos obscena de Bing o Google. Es una lástima, pero ficciones y realidad al margen, parece obvio que a esta IA, como no podía ser de otra forma, aún le falta un hervor. Igual que a nosotros, perdiendo miserablemente el tiempo con las bobadas de un pasado que no vivimos, unas redes sociales que sólo buscan (y logran) enfrentarnos y un futuro al que, por definición, nunca llegaremos.




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viernes, febrero 23

La libertad y la expresión


La Telaraña en El Mundo.



 De repente, a la libertad de expresión le salen forúnculos o se le agrieta la faz, le salen llagas absurdas y, en vez de sangre fresca, roja y cálida, parece que alguna sustancia corrosiva va esparciendo la decrepitud allá donde la ponemos a prueba; y es, entonces, cuando me quedo mirando la pared en blanco de la Galería Helga de Alvear, en ARCO, donde hace un rato colgaban los retratos pixelados de Santiago Sierra, esos sus discutibles presos políticos a modo de proclama y advertencia, provocación o tortura, y ahora no cuelga absolutamente nada, salvo el revuelo por su ausencia, la insoportable levedad de la censura: mejor quitar esto de aquí no vaya alguien a tomárselo en serio. La verdad es que no era para tanto.
 ¿Presos políticos en vez de políticos presos? ¿Por qué íbamos a tomarnos en serio el equívoco, el juego, la reivindicación fuera de contexto? Sabemos desde siempre que el arte conceptual es el refugio de los más inteligentes (o listos, según se mire), pero también de los más ineptos, de los que carecen de las habilidades técnicas o artísticas necesarias para ofrecer al mundo otra cosa que un panfleto, no importa si de papel o barro, de fotografía o pintura, al que aplaudir o rendir pleitesía es tan sólo una cuestión de mera afinidad ideológica. Muy poca cosa, poquísima.
 En efecto, no debería el artista (cualquier artista) preocuparse por si los demás están de acuerdo o no con sus ideas, sus desbarres, sus proposiciones honestas o deshonestas, su manera más o menos personal de plasmar algún aspecto de la escurridiza condición humana; pero así es el conceptualismo en nuestros días, en estos días sin ideas donde el maniqueísmo esparce sus dones por las redes sociales: y en ese albañal de todos no se nos incita a otra cosa que a danzar y escupir sobre las tumbas de los que no opinan como nosotros. Es obvio que así no vamos a ninguna parte. ¿Pero quién quiere, en realidad, ir a alguna parte?
 El rapero Valtonyc, otro que tal en las decrépitas listas de la libertad de expresión, tendrá que pasar, al parecer, cierto tiempo entre las rejas de una cárcel que no entiende, en absoluto, de ripios amenazantes y metáforas sin pulir. La verdad es que nadie debería entender los ripios y las metáforas mal armadas ni aguantar, tampoco, el horror destemplado de un ritmo diseñado para crispar los nervios de cualquiera. Pero las cosas no son así. Al parecer hay gentes que aprecian esos ripios y metáforas sin armar, gentes que bailan y escupen sobre las tumbas de los que no opinan como ellos, mientras Valtonyc conjura sus amenazas y yo me encojo de hombros, porque la cárcel es un lugar estrictamente jurídico y el buen gusto y la bonhomía son algo personal e intransferible. Como la libertad de expresión, por cierto.






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martes, febrero 20

Babel


La Telaraña en El Mundo.



 El domingo saqué desde casa varias fotografías de la multitud ocupando en procesión la calle Olmos de abajo a arriba y de arriba a abajo. Durante ese lapso indeterminado de tiempo la calle dejó realmente de existir y el continente y el contenido, el territorio y las gentes que lo habitan, que lo admiran o detestan, que lo patean, que lo sufren o disfrutan cada día y que lo saben suyo, en definitiva, desde siempre, se convirtieron, por así decirlo, en la misma cosa, en el mismo ser vivo que serpenteaba camino de la Rambla sabiendo que todo lo que iba quedando atrás (y todo lo que faltaba y falta, aún, por transitar) tenía que ver con la libertad lingüística, es decir, con la libertad individual de la gente por sobre el corsé asfixiante de algunas ideologías, la liturgia manipuladora de los nacionalismos, ese monstruoso “tener que hablar” de una determinada manera y no de otra, ya sea por el artificio de la ley, por la gravedad malabar de las señas de identidad o por el espejismo masturbador de la historia.
 Fue entonces, mientras iba sacando fotos, cuando me pregunté por qué diablos no me ponía las pilas y me bajaba a la calle y me unía a la multitud; y me dije que no, que lo que sucedía allá abajo era muy importante tras tantos años de sumisión cultural (o de normalización lingüística) y alguien tenía que ser testigo del evento, testigo directo y más o menos objetivo de las cosas para que las cosas, en fin, no dejaran de existir, para que las cosas siguieran ocurriendo, no como algo interior u oculto que hay que justificar, sino como un espectáculo público que observamos con admiración o alegría, quizá con envidia, quizá con la melancolía propia de quién ya no cree en apenas nada y, aun así, se esfuerza en distinguir el grano de la paja, el alma del humo, la voz impostada y de falsete o rondón de la voz otra, la voz de nuestro pensamiento, la que nos confiere autonomía individual y nos distingue de los otros. O lo intenta.
 A estas alturas, supongo que está claro que no hablo, en absoluto, del catalán o el español, como tampoco del inglés o el chino. Hablo de otra cosa, como siempre. Hablo de que me importa un bledo, por ejemplo, la patria del lenguaje (la patria del lenguaje que sea) cuando esa patria sólo es la herramienta con la que intentamos descifrar el mundo; y el mundo se nos escapa y las palabras nos hacen agua y las usamos todas, las usamos en catalán e inglés, en chino y en el español que intentamos pulir día a día sin más hallazgo que la impotencia y la ineficacia final de las lenguas, de todas la lenguas, para desvelar por completo la realidad. Será, tal vez, que añoro Babel y aquella terrible confusión en la que los hombres hablaron simultáneamente en todas las lenguas mientras el mundo se les venía abajo. Igual que ahora, como siempre.




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viernes, febrero 16

La lengua de los médicos


La Telaraña en El Mundo.



 Podría decirse, exagerando, que es como se dicen las verdades, que no hay en Palma manifestación que se precie que no pase armando jolgorio bajo las ventanas de mi casa, que no inunde de cánticos y temblores la calle Olmos, proveniente de la Plaza de España, camino de la Rambla, el Borne y el Consulat de Mar. Ese es, también, el itinerario exacto de la manifestación convocada el domingo por «Mos Movem! En Marcha! Let’s go!» contra la barbarie del catalán como requisito en la sanidad, entre los médicos y enfermeras que velan por nuestra salud cuando nos duele algo y hemos de explicárselo de aquella manera, porque algunos términos biológicos, algunas metáforas más o menos científicas y algunas recetas heredadas, cómo no, de la abuela no nos acaban de servir para darnos a entender, no importa si en español, inglés, mallorquín o chino, cuando algo nos duele y ni en la rebotica encontramos el remedio, la droga, el fármaco, el consuelo definitivo.
 Como buen hipocondríaco, he conocido muchos médicos: médicos que pasaron cumpliendo, sin más, el expediente y médicos que supieron tratarme más allá del efecto placebo de las recetas y la luz blanca y, acaso, cecuciente de los hospitales. Médicos como el doctor Bacci, que me salvó dos veces la vida (una, sacándome a escondidas de Son Dureta y otra, operándome con el bisturí escogido de los grandes neurocirujanos en Juaneda) o los doctores Moral, Santisteban, Timoner o Triola que son, entre otros, los que actualmente ponen cierto orden y concierto en la suma irracional de mis miedos y temores, en el catálogo absurdo de sospechas más o menos infundadas que suele ser, en definitiva, la tumultuosa vida de un hipocondríaco confeso. Doy fe.
 Hago memoria y la verdad es que no recuerdo, ahora, en qué lengua, en qué idioma, en cuál, me hablaron estos doctores cuando consiguieron sacarme una sonrisa de alivio, cuando lograron mitigar mis dolores o desviaron mi atención hacia uno cualquiera de esos mil temas con los que un buen médico busca, encuentra y prolonga la complicidad con sus pacientes. Porque los buenos médicos saben mucho, en efecto, de medicina, pero también saben de humanidades, literatura, arte, política, de todo aquello que une (o debiera unir) a los seres humanos y les hace sonreír y asomarse juntos al borde mismo de la enfermedad sin caer en ella, para determinar por dónde salir con bien y seguir adelante sin dejarse vencer por el vértigo, sin dejarse espantar por ese cielo tenebroso a la vez azul y negro -«¡Qué miedo el azul del cielo, negro!» decía Juan Ramón Jiménez- que intuimos al alzar la vista y mirar a lo lejos como si mirásemos en el interior de la pupila del médico que nos ausculta sin más gramática en exclusiva que las de la ciencia y el humanismo universales.





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martes, febrero 13

Al principio, la palabra


La Telaraña en El Mundo.





 Al principio fue el simio. O no. Al principio fue el hombre. Y ese hombre o ese simio del principio sólo se distinguen por su mayor o menor capacidad para refugiarse en el lenguaje, para orientarse en el devenir temporal de los recuerdos, para sumergirse en el piélago que nos late adentro cuando intentamos demorar la mirada y dejarnos vencer por los sueños. Pasamos demasiado tiempo durmiendo. Pasamos demasiado tiempo intentando dormir. Pasamos igual que pasa el tiempo: demasiado deprisa. Cierro, pues, los ojos y me asomo a la oscuridad centelleante como quien observa burbujear el agua hirviendo, presiente el crepitar bullicioso del champán o se asoma, cauto y silencioso, al abismo insondable de algún tipo de ácido asombrosamente corrosivo. Puede que, al principio, fuera la palabra.
 Mientras tanto, me dejo llevar por las constelaciones y los números. Intento imaginar las cábalas más extrañas y ensayo, abandonado a la suerte, los exorcismos que, por desgracia, nunca estuvieron a mi alcance. Han pasado exactamente cincuenta años y Charlton Heston sigue arrodillado sobre la arena reseca del río Hudson ante la estatua decapitada de la Libertad y llora, grita, maldice, sigue maldiciendo a la humanidad entera por lo que hizo, por lo que hará, por lo que no deja de hacer ni un instante, por lo que hacemos, nos guste o no, en su nombre; y nos maldecimos, entonces, a nosotros mismos, porque el futuro es también el pasado y no hay forma de salir de ese círculo que nos rodea,  nos contiene, nos asfixia a la vez que nos acaba dando, tal vez, sentido. Es cierto, no podemos romper el hechizo porque no conocemos las palabras exactas del sortilegio y nos falla la voz y el acostumbrado refugio del lenguaje se parece, cada día más, al inhóspito lugar sitiado de la intemperie. Hace mucho frío ahí afuera.
 Ordeno otras imágenes, con las que podría, tal vez, recuperar la fe en la humanidad. O en el simio. Recuerdo, por ejemplo, el cochecito de un bebé descendiendo al galope las escaleras Potemkin. El trineo donde se lee «Rosebud» crepitando un instante entre las llamas antes de desaparecer. Rick e Ilsa despidiéndose (siempre nos quedará París) entre la niebla de Casablanca. Un barbero judío jugando, disfrazado de Adenoid Hynkel, con la enorme bola del mundo. El monolito que convirtió a los simios en Dave Bowman y a éste en el embrión de un ser que nacerá algún día entre las estrellas. O que ha nacido ya, quién sabe. King Kong sigue cayendo desde las alturas del Empire State Building. Roy Batty sigue preguntándose por qué ha de morir mientras recuerda haber visto brillar rayos C en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. ¡Cuánto se parecen los simios, los replicantes y los humanos! Puede que, al principio, en efecto, fuera la palabra.


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viernes, febrero 9

Pandemónium

La Telaraña en El Mundo.



 Con mucha frecuencia recibo, sobre todo a través de WhatsApp, múltiples cadenas de mensajes, que no se sabe de dónde vienen ni tampoco adónde van, porque en realidad sólo sirven para engordar el tráfico de la red y para soliviantar (o distraer, según corresponda) al personal con temas que, de hecho, le son completamente ajenos y que sólo sirven, a fin de cuentas, para que la clase política se perpetúe en ese curioso lugar de privilegio donde debieran resolverse los problemas y, sin embargo, se hace lo contrario: los problemas se multiplican, las contrariedades se agravan, las complicaciones se eternizan y el panorama general se acaba convirtiendo en una ciénaga inhabitable donde cabe cualquier cosa menos la inteligencia, la sensibilidad o las ganas, en fin, de vivir dignamente del propio trabajo al margen, completamente al margen, de las especulaciones ideológicas, las mentiras sectarias o la manipulación interesada y sin freno.
 En una de las penúltimas cadenas que he recibido se pide al Gobierno de España, en nombre de la supuesta mayoría constitucionalista de este país (es decir, los votantes del PP, Ciudadanos y PSOE) la ilegalización de los partidos políticos que generaron la Declaración Unilateral de Independencia y que, por ello, están fuera de la ley (sic). Se pide, también, prisión para todos los responsables, se barajan inhabilitaciones fulminantes y se exige la responsabilidad económica personal de los involucrados por haber utilizado el dinero público para montar el actual Pandemónium en que estamos.
 La realidad es que todas estas peticiones (incluida la devolución al Estado de las competencias en Educación, Sanidad y Justicia) tienen su estricta lógica y no pueden escandalizarnos ni llevarnos, tampoco, a engaño. La realidad se construye lentamente y todo lo que una generación empieza a construir, lo acaba disfrutando, con suerte, la generación siguiente hasta que, por desgracia, las cosas se tuercen y, entonces, la novísima generación decide que toca empezar de nuevo y así la historia se convierte en esa marea que avanza mientras retrocede y que, de hecho, no avanzaría de ninguna de las maneras si no retrocediera, simultáneamente, de vez en cuando.
 En efecto, la supuesta mayoría constitucionalista de este país llamado España es una entelequia con la que no se puede contar demasiado. No creo, por ejemplo, que la mayoría de los votantes constitucionalistas del PSOE quieran acabar, de veras, con el soberanismo y el independentismo nacionalista cuando algunos de sus barones autonómicos llevan lustros gobernando a su sombra y comiendo, es un por decir, de su lánguida mano. No hace ni falta, por supuesto, preguntarle a Francina Armengol. Es cierto, este país es un auténtico asco.

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martes, febrero 6

Elogio de la soledad


La Telaraña en El Mundo.



 Es posible que escogiera este higiénico y vital trabajo de ordeñar (y ordenar) palabras para la prensa escrita, porque era el trabajo -o lo que fuere que sea- que mayor grado de soledad e independencia, de introspección y, a la vez, de contacto con la actualidad, me permitía mantener contra viento y marea: me permite, en fin, hacer lo que más me gusta, escribir, sin tener que soportar demasiada gente extraña revoloteando a mi alrededor, porque nunca (salvo algunos meses en una vieja cabecera de la competencia) tuve que preocuparme lo más mínimo por hacer acto de presencia en la redacción del periódico ni por atender, tampoco, a los caprichos de los compañeros, del redactor jefe o del mismísimo director.
 Al mismo tiempo, y desde hace siglos, tampoco hace falta, miel sobre hojuelas, llevar en mano a la redacción los folios medio taladrados, recién sacados de la bellísima y ruidosa Olivetti, o la siempre discreta, siempre demasiado discreta, factura mensual de las colaboraciones, que eso sí que era absolutamente obligatorio hacerlo cuando todavía no existía Internet tal y como lo conocemos ahora y no podíamos andar enviando textos y pretextos a todas horas. La ubicuidad actual que nos brinda la tecnología juega a favor de la soledad. Nos aísla, en efecto, pero quizá no sea realmente así y, además, quién quiere más compañía de la que ya tiene si la sociedad se ha convertido, en tan sólo unos pocos años, en una auténtica aglomeración más o menos informativa o desinformativa, en un enorme enjambre enloquecido de opiniones y contra opiniones; y la única música (ensordecedora) que no cesa nunca en esta ruleta rusa de la guerra cibernética es el maldito rumor de la especie quejándose de sus propios dolores e insuficiencias (el sueldo, la pensión, el trabajo, la justicia, el cielo y la tierra en ruinas), propagando sus irreductibles fobias y filias ideológicas mediante todas las formas posibles de la violencia dialéctica, tribal, étnica, incluso caníbal y depredadora, que creíamos haber superado. Pero no.
 La soledad es, con el paso del tiempo, el amor, el sexo y la muerte, uno de los grandes temas de siempre. No hay forma de hablar de los demás sin hablar de uno mismo; y no hay forma de hablar de uno mismo sin alejarse de todos, sin ensimismarse de tal forma que el conocimiento prenda en nuestro interior y que su llama, aparte de abrasarnos, nos sirva de candil y farolillo, de linterna bajo la que ver, auscultar y descifrar, tal vez, el mundo. La soledad como medio (higiénico y vital) para conocer a los demás y, llegado el caso, empatizar con ellos, sentir el hecho de ser distintos, pero, también, terriblemente parecidos, si no iguales; no es ninguna absurda contradicción. Es lo que uno ve cuando se mira y aguanta la mirada.


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viernes, febrero 2

Quimeras sangrientas


La Telaraña en El Mundo.


  
 De vez en cuando, regreso a Shiller, Goethe, Keats o Poe. Regreso a Byron, Hölderlin, Nerval o Víctor Hugo. Vuelvo a Coleridge. A Espronceda, Blanco White o Larra. Vuelvo a respirar los inflamados aires del romanticismo como quien huye de la realidad porque no puede, tal vez, soportarla. No es fácil, en efecto, soportar el peso de la realidad sobre las espaldas: ni siquiera, el de la realidad menuda y parcial que somos o nos gustaría ser. No es de extrañar, pues, que muchas veces decidamos liberar lastre y sólo consigamos, sin embargo, que se nos pueda describir como en un viejo poema en prosa de Baudelaire: marchando encorvados, en mitad de una vasta llanura polvorienta, llevando cada uno a cuestas una quimera enorme, un terrible animal que nos oprime y envuelve, que nos abraza letalmente mientras proseguimos caminando sin saber a dónde vamos.
 La realidad o sus monstruos, pienso, sin quedarme tranquilo, porque presiento que aquí hay algo que falla. ¿Es la realidad, monstruosa? ¿Son reales, los monstruos? ¿Y las quimeras? ¿Son la misma cosa, por así decirlo, la realidad y los monstruos que la intentan suplantar? Creo que no, sé que no, pero también sé que todo acaba dependiendo del grado de conocimiento, de la capacidad de interpretación, de la creatividad imaginativa de cada uno y cada cual.
 Vuelvo a leer un párrafo escogido de los discursos a la nación alemana del filósofo romántico Johann Gottlieb Fichte y, ahora sí, decididamente, me echo a temblar: «Las primeras, originarias, y realmente naturales fronteras de los estados son indudablemente las fronteras internas. Aquellos que hablan el mismo idioma están unidos entre sí por una multitud de lazos invisibles; se entienden entre ellos y tienen el poder de hacerse entender cada vez con más claridad; pertenecen juntos y son, por su misma naturaleza, un todo único e inseparable.»
 He aquí un puente construido a principios del siglo diecinueve para unir, específicamente, el romanticismo y el nacionalismo. Un puente que la humanidad ya ha cruzado pagando, como mínimo, el peaje de las dos Grandes Guerras. Una vasta llanura polvorienta en donde el nacionalismo catalán está ensayando, ahora, su propia coreografía. Un puente a través del cual los conceptos que, en otras circunstancias, nos podrían hacer mejores, se convierten en los pretextos de un genocidio vergonzoso. Así, la nación y la cultura, la lengua y el folclore propios se convierten en los cómplices de una libertad impostada, de una libertad que, según la pintara Delacroix, es una hermosa mujer que guía al pueblo con la bandera y los pechos al aire dejando a su paso la indescriptible desolación de un montón de cadáveres. Es lo que suele pasar cuando se quiere avanzar pisoteándolo todo.


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