LA TELARAÑA: Elogio del sexo

viernes, enero 12

Elogio del sexo


La Telaraña en El Mundo.



 En «Belle de Jour», de Luis Buñuel, me enamoré locamente de Catherine Deneuve de la misma manera que en «Manhattan», de Woody Allen, Mariel Hemingway, de un lado, y Diane Keaton, del otro, me rompieron el alma: de muy joven tuve una novia adolescente (de la que, por cierto, he olvidado su auténtico nombre) a la que llamaba Mariel o Diane según cómo me sentía, alternativamente, de inocente o inspirado, de amable o lascivo, de feliz o confuso. Creo que ese cortejo, ese ritual (en no pocas ocasiones desinteresado, lúdico, experimental) es una de las buenas costumbres que me alegro de no haber dejado de practicar nunca; incluso en estos días de reivindicaciones virales en el incendio tumultuario de las redes sociales, en este aquí y ahora, tan virtual como promiscuo, donde los ejércitos de robots campan a sus anchas y uno debe medir con lupa las palabras que va deslizando no se vaya a molestar alguien, no vaya a ponerse en pie de guerra algún que otro colectivo con los engranajes de la ira desbocados y la sensibilidad herida o a flor de piel.
 Precisamente, Catherine Deneuve acaba de salir a la palestra pública para defender la libertad sexual y también sus imprescindibles códigos y rituales frente al puritanismo castrador que se percibe o se intuye, por desgracia, tras la cascada infernal de denuncias por acoso sexual con fecha de caducidad incalculable y la contagiosa etiqueta #MeToo.
 Siempre tuvo el sexo -y lo sigue teniendo- algo de baile arquetípico y plegaria mística, sudorosa, algo de conquista de la alteridad y búsqueda obsesiva de lo desconocido, algo de caza extrema y desesperada al anochecer, algo de humanidad que se sabe incompleta y perdida, que busca completarse y tomar las riendas de su auténtico, de su propio destino. Algo de confidencia en voz muy baja y a media luz y en el lenguaje ancestral de nuestros mayores, algo de violencia o ternura indescriptibles cuando la violencia y la ternura son, exactamente, la misma cosa. Algo de filosofía compartida en un abrazo o en una cópula donde la vida y la muerte se resumen en un temblor incontrolable. En un alarido.
 Con todo, no parece que sea este, en absoluto, el mejor de los momentos para salir a las calles a lanzar piropos, sonrisas y abrazos más o menos galantes a las mujeres. Y, sin embargo, lo es: es el mejor de los momentos, porque la gente de carne y hueso, la gente normal y corriente como nosotros, sigue necesitando, más que nunca, que le sonrían sin morderle, que le cortejen sin avasallarle, que le abracen sin estrujarle, que le confirmen, en definitiva, que todos estamos hechos de la misma sustancia que los dioses: el espacio, el tiempo y el placer, absolutamente humano, de intentar moldearlos (y moldearnos) a nuestro antojo. Según corresponda.


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