LA TELARAÑA: El paraíso perdido

martes, enero 30

El paraíso perdido


La Telaraña en El Mundo.



 Cuando nos imaginamos el paraíso, pensamos, tal vez, en un lugar tranquilo y accesible, de dimensiones humanas y aspiraciones manejables, en un lugar donde todo parece estar al alcance de la mano, donde el clima es normalmente benévolo y donde la existencia, en fin, acaba deviniendo un ritual más o menos inconsciente, una rutina casi natural, biológica, sin más complicaciones que las que crea, de vez en cuando, la creatividad (o la falta de creatividad) de cada uno y cada cual. Podríamos decir, pues, y sin ningún temor a estar exagerando en demasía, que Mallorca, sin tener que ir mucho más lejos, nos vale perfectamente como magnífico ejemplo de ese paraíso arquetípico y hasta estereotipado con el que, a veces, soñamos retorciéndonos tanto de placer como de dolor.
 Así es, en efecto. La misma voz que nos dice, nos susurra, nos deletrea desde las tinieblas de alguna insoportable pesadilla, que el paraíso nos fue arrebatado en algún descuido fatal que tuvimos una noche cualquiera que ya no recordamos, también nos dice, esa misma voz nos dice, nos susurra, nos deletrea que llevamos toda la vida (y lo que nos queda) refugiándonos entre sus árboles del bien y del mal, recostándonos en sus dunas de arena, disfrutando de su refulgente sol y recorriendo sus angostas callejuelas de piedra tan repletas de antiguas y benévolas sombras, de turistas y viandantes, como, por desgracia, de mendigos durmiendo a la intemperie (en el Pasaje tan literario como abandonado de la calle Olmos, por dar una pista a las autoridades que debieran leernos y no nos leen) y de basuras de todo tipo sin recoger. No existe otro paraíso que el paraíso perdido. Es una putada. Un golpe bajo. Vaya si duele.
 Pero tampoco hay que darse mucha importancia. Tenemos nuestros mendigos como tenemos nuestros políticos, nuestros comisarios lingüísticos y nuestros críticos literarios; y si nos cuesta tanto diferenciarlos es porque todo anda revuelto y hay demasiada basura expuesta. Eso sí, nuestras basuras son nuestras: son lo más nuestro que tenemos. Pues igual sucede con el paraíso. El paraíso que hemos perdido es el mismo aquí que en todas partes: en todas partes existen ángeles degradados, ángeles caídos, que alguna vez fueron seres humanos, pero que ya no lo son. No pueden serlo, porque no recuerdan haberlo sido. Es así como el paraíso va perdiendo sus virtudes y se convierte en una obsesión o una quimera, la constatación de que todos acabaremos siendo esos mismos mendigos a la intemperie de la calle Olmos, porque sólo somos un recuerdo fugaz que regresa, una sombra famélica que, al fin, se arma de valor suicida y se deja deslumbrar por la luz; es, entonces, cuando se muestra tal cual es. La luz la aniquila y, salvo su última sonrisa, todo lo demás desaparece.

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