LA TELARAÑA: enero 2018

martes, enero 30

El paraíso perdido


La Telaraña en El Mundo.



 Cuando nos imaginamos el paraíso, pensamos, tal vez, en un lugar tranquilo y accesible, de dimensiones humanas y aspiraciones manejables, en un lugar donde todo parece estar al alcance de la mano, donde el clima es normalmente benévolo y donde la existencia, en fin, acaba deviniendo un ritual más o menos inconsciente, una rutina casi natural, biológica, sin más complicaciones que las que crea, de vez en cuando, la creatividad (o la falta de creatividad) de cada uno y cada cual. Podríamos decir, pues, y sin ningún temor a estar exagerando en demasía, que Mallorca, sin tener que ir mucho más lejos, nos vale perfectamente como magnífico ejemplo de ese paraíso arquetípico y hasta estereotipado con el que, a veces, soñamos retorciéndonos tanto de placer como de dolor.
 Así es, en efecto. La misma voz que nos dice, nos susurra, nos deletrea desde las tinieblas de alguna insoportable pesadilla, que el paraíso nos fue arrebatado en algún descuido fatal que tuvimos una noche cualquiera que ya no recordamos, también nos dice, esa misma voz nos dice, nos susurra, nos deletrea que llevamos toda la vida (y lo que nos queda) refugiándonos entre sus árboles del bien y del mal, recostándonos en sus dunas de arena, disfrutando de su refulgente sol y recorriendo sus angostas callejuelas de piedra tan repletas de antiguas y benévolas sombras, de turistas y viandantes, como, por desgracia, de mendigos durmiendo a la intemperie (en el Pasaje tan literario como abandonado de la calle Olmos, por dar una pista a las autoridades que debieran leernos y no nos leen) y de basuras de todo tipo sin recoger. No existe otro paraíso que el paraíso perdido. Es una putada. Un golpe bajo. Vaya si duele.
 Pero tampoco hay que darse mucha importancia. Tenemos nuestros mendigos como tenemos nuestros políticos, nuestros comisarios lingüísticos y nuestros críticos literarios; y si nos cuesta tanto diferenciarlos es porque todo anda revuelto y hay demasiada basura expuesta. Eso sí, nuestras basuras son nuestras: son lo más nuestro que tenemos. Pues igual sucede con el paraíso. El paraíso que hemos perdido es el mismo aquí que en todas partes: en todas partes existen ángeles degradados, ángeles caídos, que alguna vez fueron seres humanos, pero que ya no lo son. No pueden serlo, porque no recuerdan haberlo sido. Es así como el paraíso va perdiendo sus virtudes y se convierte en una obsesión o una quimera, la constatación de que todos acabaremos siendo esos mismos mendigos a la intemperie de la calle Olmos, porque sólo somos un recuerdo fugaz que regresa, una sombra famélica que, al fin, se arma de valor suicida y se deja deslumbrar por la luz; es, entonces, cuando se muestra tal cual es. La luz la aniquila y, salvo su última sonrisa, todo lo demás desaparece.

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viernes, enero 26

Cantos de sirena


La Telaraña en El Mundo.



 No sé si la actualidad merece ser tratada como una lamentable crónica de sucesos en la que no cabe respeto alguno hacia la intimidad y la vida secreta de las personas o como una tertulia frívola y, a la vez, grosera, donde se entremezclan, igual que se amontonan, los gritos y poses más teatrales, los ademanes más gratuitos, las acusaciones a destiempo, las confesiones de parte, la estúpida retahíla de lugares comunes donde nos acabamos convirtiendo en grumos del mismo lodo, en miasmas de la misma masa amorfa en descomposición, no sólo ética o moral, sino también, y como colofón, física.
 Puede, en fin, que dé lo mismo y que ya se encargue el tiempo de ir revelando a quien sepa ver (y tenga la paciencia, la curiosidad y el estómago suficientes como para aguantar el espectáculo) el auténtico rostro interior de los que convierten su existencia en una impostada exhibición de sí mismos: un bodegón que se descompone a la velocidad minuciosa del vértigo mientras se va llenando de seres, tal vez chiquititos, minúsculos, pero también fieros, terribles, monstruosos. Ese sarpullido letal no es ninguna broma.
 Es por ello, entre otras cosas, que no todo ha de ser revolcarse, por ejemplo, con las andanzas flamencas de Puigdemont por mucho que nos divierta o aterre su inconsistente flequillo, su incrédula sonrisa, su futuro escrito entre los barrotes negros de una cárcel como entre las barras gualdas y rojas de la bandera que ama o dice amar. No todo ha de ser, pues, tampoco, alarmarse o enfurecerse más allá de lo justo y saludable con el persistente y rotundo sectarismo lingüístico que padecemos en las islas: nos gobiernan un grupito de retóricos de manual sin la sagacidad necesaria para interpretar la luz premonitoria de un faro en mitad de la tormentosa bruma, un grupito de ahistoricistas inconscientes y leves, fútiles, sin más brújula ni astrolabio en sus cartas de navegación que los pentagramas mordidos de los cantos de las sirenas: el hermosísimo y aterrador sonido del naufragio, la derrota, el amor estrellándose, finalmente, contra los malditos arrecifes de la realidad. La demagogia, en efecto, es el más terrible de los monstruos. ¿O era, en realidad, la peor de nuestras razonables pesadillas?
 Miro alrededor y palpo el mundo como quien palpa un gélido espejo y sabe que no puede ni quiere escapar de su propia imagen en ese espejo, en ese mismo espejo que nos rodea y que pensamos es el espejo de los otros: así es, por supuesto. Nosotros somos los otros un instante antes y un instante después de estrellarnos contra nosotros mismos. Duramos esa explosión, ese fulminante parpadeo, ese tiempo que no podemos medir porque no tenemos fe en el pasado y no creemos, tampoco, en el futuro. Es cierto, duramos muy poco.

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martes, enero 23

Los hikikomori


La Telaraña en El Mundo.




 Sé de un joven que, fuera de las clases escolares, se pasa las horas encerrado en su habitación visionando películas manga en versión original con subtítulos en español, con la esperanza, dice, de aprender el idioma nipón. Algo ha aprendido, en efecto, pero no todo va a ser el lento aprendizaje lingüístico de esa cultura tan teatral. Así, cuando los amigos le requieren, se sumerge en interminables y violentas sesiones de juego online donde lo normal es acabar a gritos e insultos, bloqueándose los unos a los otros y viceversa para, tras la crispación general, reiniciar otra interminable sesión de juegos: otro día literalmente echado a la basura, porque no es comprensible que cuando sólo se tienen dieciocho años (o quince, veinte o veinticinco, tanto da) uno se aparte del mundanal ruido y se sumerja en el ruido infernal, este sí, este también, de la realidad virtual, ese exquisito oxímoron, esa guerra de guerrillas y píxeles donde uno muere y renace en el acto. O casi. Una vez y otra. Constantemente.
 El ejemplo me sirve para ir un poco más allá y acercarme al fenómeno de los hikikomori, una epidemia entre la juventud japonesa que, poco a poco, va contagiándose entre nosotros. En Mallorca ya hay cinco jóvenes siendo tratados, en Proyecto Hombre, de este síndrome de reclusión y alejamiento, de abandono y dejadez extremas, de locura y autodestrucción terminales. Duele, en efecto, pensar qué hubiera sido de nosotros si nos hubiéramos negado, en algún momento, a seguir descubriendo la vida según la propia vida se nos va, día a día, desvelando. Duele pensar qué hubiera sido de nosotros si en alguna estación del largo y tortuoso viaje de la vida hubiéramos decidido bajarnos en marcha y perdernos entre la niebla artificial de una nube que dice contenerlo todo y que sospechamos, sin embargo, que está vacía. ¿Tan vacía como nosotros? Es posible, pero eso hay que descubrirlo según corresponda, a su debido tiempo: quizá nunca.
 Pertenezco a una generación que jugó en las calles mucho más que en casa y que se dejó las monedas del sueldo semanal en los futbolines, billares y pinballs. Eso fue así, porque no tuvimos más consolas ni videojuegos que los que fuimos comprando, posteriormente, a nuestros hijos. Así, viéndolos jugar a ellos, y también jugando con ellos, fuimos aprendiendo a dar los enormes saltos de Mario por sobre los hongos de colores y las tuberías verdes de un mundo que fue aumentando de bits, complejidad y definición como quien envejece: es decir, de forma vertiginosa. Recuerdo con especial cariño la NES, la Super NES (mi favorita) y también la primera PlayStation; con las tres me ganaba mi hijo, pero este tipo de derrotas son las que más se disfrutan, porque acaban dando sentido a la existencia. Son inolvidables.


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viernes, enero 19

Textos y pretextos


La Telaraña en El Mundo.



 Las luces y las sombras que burbujean en el monitor asemejan un rumor hipnótico, una especie de imagen líquida y volátil, eventualmente profunda, donde hasta parece posible introducirse, un laberinto virtual donde, de hecho, me pierdo mientras las horas se eternizan y una simple frase retoma mil significados distintos y persigo mis sentidos sin saber, aún, en qué maldito callejón sin salida descubriré el terrible engaño de la inocencia que nos obliga a creer siempre en algo, lo que sea, en cualquier cosa, como si la vida nos fuera en ello. Quizá sea así y la vida sea, tan sólo, lo que nos obligamos a creer contra viento y marea, contra la gravedad furiosa de las apariencias.
 Pero todo puede cambiar -y cambia, cambia muchísimo- el día en que dejas de creer y ya no crees, entonces, en absolutamente nada; y aunque ya no crees en la vida te echas a llorar de emoción o alegría –en realidad, no sabes por qué lloras- cuando compruebas que es posible vivir sin creer en nada, porque la página en blanco sigue reclamando que la emborrones contra el silencio o la ira, contra la violencia, contra todo aquello que no sean palabras pugnando por decir algo, por decir, por ejemplo, no creo en nada, pero seguiré escribiendo como si creyera, al menos, que alguien me está leyendo en este momento. Como si alguien pudiera leerme.
 La semana pasada publiqué una columna titulada «Elogio del sexo». Unos días después alguien me pidió amistad en Facebook. Se la concedí, como suelo hacer siempre: a los cinco minutos el ya nuevo amigo había publicado un mensaje cubriéndome de insultos (a mí y también a El Mundo) por el contenido de ese texto. Naturalmente no le dije nada, le revoqué la amistad y me olvidé del tema. No habían pasado ni ocho horas cuando otra persona me pidió, también, amistad en Facebook. Se la concedí, como suelo hacer siempre, y a los cinco minutos de haberlo hecho pude comprobar que había escrito en su muro unas líneas sumamente elogiosas hacía mí y la columna de marras. No le he dicho nada. No tengo absolutamente nada que decirle.
 De repente, caigo en la cuenta de que llevo un tiempo indefinido, quizá unos minutos, quizá unas horas o unos días, terriblemente abstraído frente al monitor en el que palpita una fotografía de “El grito”, de Edvard Munch. No hay palabras en ese terror: hay un estruendo, un alarido y un aullar de sirenas que me deja sin palabras; y sin embargo no dejo de escribir -ni de leer- palabras sobre el terror, sobre el terror de las guerras que ya han sucedido o sucederán, sobre el terror de saberse solo frente a un grito que es una imagen palpitando en la pantalla líquida de un monitor en el que ando perdido como si fuera Jack Torrance en un gélido laberinto de hojas en blanco. Espero que nadie venga a rescatarme.


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martes, enero 16

La guerra de los mundos


La Telaraña en El Mundo.



 Es muy posible que si, en las pantallas de nuestras vidas, empieza a parpadear en rojo pasión un mensaje alertándonos, urgentemente, de que los misiles ya están en camino y que, por desgracia, no hay vuelta atrás y que el cielo, en definitiva, se nos va a caer, se nos está ya cayendo encima, literalmente, con sus aparatosos carros de fuego y sus asfixiantes nubes radioactivas, es muy posible, entonces, que no tengamos ni humor ni tampoco tiempo para otra cosa que poner cara de escépticos a la fuerza y pensar que todo es mentira, que todo es absolutamente mentira, que algún malware más o menos sofisticado está haciendo de las suyas en nuestros malditos ordenadores, que alguna broma macabra se está cerniendo sobre nosotros, que algún H. G. Wells de pacotilla está repitiendo el simulacro de la guerra de los mundos en este mundo de hoy en día, en que los alienígenas no es que se hayan escondido en el fondo abisal de los mares o las tierras sino que parecen haber tomado, definitivamente, el poder y dedicarse a minar la cordura, la cohesión o la empatía colectivas, a destruir el ancestral espíritu de superación y supervivencia que, como especie dominante que somos (todavía) de la vida sobre la tierra, debería distinguirnos.
 Llegados a este punto, sin embargo, no creo que merezca la pena dejarse llevar por nuestras fobias o filias más o menos personales o, quizá, ideológicas. Es muy posible que los que creemos que nos gobiernan a nivel mundial o local, pienso en Trump como en Armengol, por ejemplo, manden, en realidad, muy poco, poquísimo, quizá nada, y que sea el propio mundo el que lleve, como si fuera el ritmo abrasador de alguna danza interior, una inercia propia, un modo personalísimo de expandirse o contraerse, un movimiento indescifrable que sólo podemos entrever muy de tanto en cuando, según van pasando los siglos y nuestras vidas se convierten en otras vidas y la humanidad juega al escondite consigo mismo y con la historia. Siempre hay un espejo en el que perderse y un botón equivocado que apretar.
 Con todo, lo que ha sucedido en Hawái, además de grave, nos parece increíblemente extraño, extrañísimo: no se puede -o no debería poderse- poner en falsa situación de alarma, crisis y terror casi invencibles a toda una población y dar por zanjado el asunto con la escueta excusa elíptica de que “alguien apretó el botón equivocado”. Menos mal que el botón que apretó ese alguien fue el botón equivocado; porque si no hubiera sido así, igual el cielo se hubiera convertido en un manto sideral de fuego, en una inmensa bandera en llamas con las estrellas (las del cielo y también las de la bandera estadounidense) cayendo como mortíferos meteoritos sobre la faz circunspecta y adolorida, escéptica a la fuerza, de la humanidad entera.



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viernes, enero 12

Elogio del sexo


La Telaraña en El Mundo.



 En «Belle de Jour», de Luis Buñuel, me enamoré locamente de Catherine Deneuve de la misma manera que en «Manhattan», de Woody Allen, Mariel Hemingway, de un lado, y Diane Keaton, del otro, me rompieron el alma: de muy joven tuve una novia adolescente (de la que, por cierto, he olvidado su auténtico nombre) a la que llamaba Mariel o Diane según cómo me sentía, alternativamente, de inocente o inspirado, de amable o lascivo, de feliz o confuso. Creo que ese cortejo, ese ritual (en no pocas ocasiones desinteresado, lúdico, experimental) es una de las buenas costumbres que me alegro de no haber dejado de practicar nunca; incluso en estos días de reivindicaciones virales en el incendio tumultuario de las redes sociales, en este aquí y ahora, tan virtual como promiscuo, donde los ejércitos de robots campan a sus anchas y uno debe medir con lupa las palabras que va deslizando no se vaya a molestar alguien, no vaya a ponerse en pie de guerra algún que otro colectivo con los engranajes de la ira desbocados y la sensibilidad herida o a flor de piel.
 Precisamente, Catherine Deneuve acaba de salir a la palestra pública para defender la libertad sexual y también sus imprescindibles códigos y rituales frente al puritanismo castrador que se percibe o se intuye, por desgracia, tras la cascada infernal de denuncias por acoso sexual con fecha de caducidad incalculable y la contagiosa etiqueta #MeToo.
 Siempre tuvo el sexo -y lo sigue teniendo- algo de baile arquetípico y plegaria mística, sudorosa, algo de conquista de la alteridad y búsqueda obsesiva de lo desconocido, algo de caza extrema y desesperada al anochecer, algo de humanidad que se sabe incompleta y perdida, que busca completarse y tomar las riendas de su auténtico, de su propio destino. Algo de confidencia en voz muy baja y a media luz y en el lenguaje ancestral de nuestros mayores, algo de violencia o ternura indescriptibles cuando la violencia y la ternura son, exactamente, la misma cosa. Algo de filosofía compartida en un abrazo o en una cópula donde la vida y la muerte se resumen en un temblor incontrolable. En un alarido.
 Con todo, no parece que sea este, en absoluto, el mejor de los momentos para salir a las calles a lanzar piropos, sonrisas y abrazos más o menos galantes a las mujeres. Y, sin embargo, lo es: es el mejor de los momentos, porque la gente de carne y hueso, la gente normal y corriente como nosotros, sigue necesitando, más que nunca, que le sonrían sin morderle, que le cortejen sin avasallarle, que le abracen sin estrujarle, que le confirmen, en definitiva, que todos estamos hechos de la misma sustancia que los dioses: el espacio, el tiempo y el placer, absolutamente humano, de intentar moldearlos (y moldearnos) a nuestro antojo. Según corresponda.


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martes, enero 9

Los suicidas


La Telaraña en El Mundo.


 Todos estamos siendo puntualmente informados de la gran cantidad de personas que el tráfico rodado de nuestras carreteras se va llevando por delante o por detrás, día a día, hora a hora, puente festivo a puente festivo: se va llevando por delante, directamente a la oscuridad innombrable del otro barrio, o se va llevando por detrás, hacia la incierta y espectral luz blanca de las salas de los quirófanos, las lentas y sudorosas colas de la rehabilitación ortopédica, la inmovilidad resignada o la crispación inasumible de los que nunca volverán a ser los que fueron. Nunca se vuelve a ser quien ya se ha sido, pero cómo explicárselo al que no lo sabe o no lo siente así. Es que no hay manera.
 Todos estamos, asimismo, siendo puntualmente informados de la gran cantidad de personas que son víctimas de multitud de circunstancias adversas y, sobre todo, injustas. Pienso en los malos tratos, por ejemplo, que los más fuertes infligen a los más débiles. O en la violencia más o menos sexual, machista, doméstica o, quizá, de género. Pienso en el acoso constante, la manipulación y el sectarismo piramidal en las escuelas y las redes sociales. O en el dolor y la desolación, la devastación personal y familiar que produce el abuso del alcohol y las drogas. Pienso en las armas de destrucción absolutamente masiva que, nos guste o no, estamos ayudando a mantener entre todos cuando nos vence la comodidad, la inercia rutinaria del pensamiento y nos dejamos llevar a favor de corriente hasta desaguar, como no podía ser de otra forma, en el mismísimo vacío: en ese lodo acomplejado y populista, en esa llaga infecta donde el lenguaje en vez de ser un afilado bisturí acaba siendo una venda inútil en la herida y también en los ojos, una asfixiante mordaza en el pensamiento que habría de desentrañarla y que ya no podrá, por desgracia, hacerlo.
 No se nos informa, sin embargo, de otras muchas cosas; de algunas, directamente, porque ni nos enteramos y de otras, porque algún pesado estigma o tabú se ha posado sobre ellas, como sobre nosotros. Me refiero, por ejemplo, al elevadísimo número de suicidios consumados que se producen en la sociedad en que vivimos y morimos. Estaríamos hablando, aquí en las Islas, de casi el doble de fallecidos por suicidio que por accidente de tráfico. Ahí es nada. Huelga decir que coincido con Javier Torres, decano del Colegio Oficial de Psicólogos de Baleares, en que conviene que la sociedad sea informada de este problema sin temer, por supuesto, a ningún posible efecto rebote de contagio por imitación o lo que fuere. El principal y, quizá, más célebre pensador, analista, fabulador, desmitificador y hasta propagandista del suicidio fue mi admirado Emil Cioran y, sin embargo, murió a los 84 años. De viejo, claro.




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viernes, enero 5

Noche de Reyes


La Telaraña en El Mundo.



 En la sala de estar, junto al pequeño árbol navideño y el diminuto belén de barro y musgo, un niño sueña con la larga lista de regalos que pidió a los Reyes Magos. Escribió su carta con caligrafía temblorosa y la dirigió a Melchor, Gaspar y Baltasar, aunque su preferido fuera, desde siempre, este último, seguramente porque es negro y su sonrisa le parece mucho más grande y también más sincera que las de Melchor o Gaspar: no sabría muy bien explicar por qué. Tampoco es necesario, en absoluto.
 Afuera (en la calle, en la selva, entre las arenas movedizas, en el interior angosto y funcionarial de las mazmorras con látigos, banderas, sogas, argollas y potros de tortura de algunas ideologías) es de noche, porque siempre es de noche afuera y puede, incluso, que haga frío o que nieve; puede que llueva o que granice; puede, incluso, que haga un sol resplandeciente y que, sin embargo, haya gente muy mala embozada en las esquinas: gente que, según dicen, se come crudos a los niños o se los lleva en un saco enorme a algún país terrible donde los niños trabajan de por vida como esclavos haciendo juguetes para otros niños y no pueden jugar con ellos ni tampoco tener sueños, porque tener sueños que no se pueden cumplir duele mucho, duele muchísimo. Duele todo.
 Pero no hace falta llegar a voltear tanto las cosas. La realidad es un sitio absolutamente decepcionante si somos lo suficientemente estúpidos, demagógicos o retóricos como para intentar aprehenderla de golpe o describirla por completo, con todos sus infinitos matices y también con todas sus contradicciones, con todos sus espejismos a cuestas y toda su crueldad expuesta, su monstruosa locura abierta como un inmenso abanico, como un arco iris tendido de un lado al otro del horizonte. Sólo podemos abarcar la realidad que podemos exactamente abarcar; sólo esa y ni un ápice más. No deberíamos olvidarlo.
 Hoy es día, tarde y noche de reyes y magos desfilando lenta y solemnemente por las calles, por las selvas, por las arenas movedizas, por las mazmorras siniestras de los escribas y fariseos que gustan de falsear la realidad y disfrazarla de cualquier otra cosa más o menos trivial o trágica, risible: no importa demasiado de qué. Hoy es día, tarde y noche de sueños que fueron, quizá, infantiles y que, por supuesto, siguen (y deben seguir) siéndolo, porque no hay ningún motivo racional o lógico que nos obligue a dejar de mirar el cielo y observar la oscuridad y también la estrella refulgente allá a lo lejos, quieta en lo más alto, brillando, parpadeando, proclamando, tal vez, el nacimiento de un niño cualquiera en un portal o pesebre cualquiera, celebrando que a cada instante nace alguien distinto y que el mundo cambia con él. O puede cambiar. O cuánto nos gustaría que cambiara.




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martes, enero 2

El pasaje y los mendigos


La Telaraña en El Mundo.




 Hubo un tiempo ya lejano en el que, justo al salir de casa, tenía a mi entera disposición las mejores librerías y libreros del universo. O casi. Me refiero a Logos y, muy en especial a su dueño, Domingo Perelló, de quien recuerdo que aceptó venderme a plazos el diccionario María Moliner, aunque yo, creo que agradecido por su gesto, se lo acabé comprando al contado. Me refiero a Casatomada, donde Horacio Alba dio a luz la revista del mismo nombre donde algunos amigos, como el granadino Raúl Ximénez, por ejemplo, lograron publicar sus primeras o, quizá, segundas lecciones magistrales. Me refiero, en fin, a Signe Llibres, donde Leonardo Sainz resistió vendiendo libros y promoviendo encuentros culturales hasta que el cuerpo y, quizá, el alma le dijeron basta. Todos esos lugares ya no existen.
 En el pasaje donde vivo, donde parece, aunque no sea así, que he vivido toda la vida, ya no se respira, por lo tanto, el indescifrable perfume alquímico de los libros y, en su lugar, parece que la desolación más absoluta va tomando cuerpo y ocupando, poco a poco, todos los rincones. Es verdad que unos emprendedores paquistaníes han abierto un estupendo colmado que no cierra nunca, jamás, y que unos jóvenes, travestidos de monjes más o menos tibetanos -creo que estoy de coña, pero no estoy muy seguro- han ocupado un local para embriagarnos con el sabor añejo de su cultura milenaria. También es verdad que hace unos pocos años abrieron una pequeña tienda de vinilos, muy bien surtida, por cierto, pero también lo es, por desgracia, que en el pasaje ya no se respira la música de Antoni Torrandell (que es, a fin de cuentas, el músico que le da nombre) ni hay forma alguna, tampoco, de adentrarse en las estanterías prodigiosas de la mítica Discosilba, convertida a día de hoy en una especie de almacén inmemorial repleto, por lo que puede intuirse desde el exterior, de cacharrería variada y hasta tumultuaria.
 Actualmente, al salir de casa me encuentro como en un callejón sin salida del peor Harlem, como en un desfiladero hacia ninguna parte donde la suciedad y el espanto indiscriminado de los grafitis son el único signo de vida. O casi. Están también los mendigos que duermen bajo las escaleras que conducen a la Plaza de los Patines, donde otros mendigos hacen lo propio exhibiendo uno de ellos, en particular, el ajuar casi completo de la que debió ser su última morada, antes de quedarse en la puta calle. Estoy seguro de que los turistas que entran o salen del Celler Sa Premsa (como yo mismo, porque en ese magnífico celler he vivido numerosas celebraciones familiares) se llevan de Palma una imagen que no sé yo si es la que nos merecemos. Supongo que sí, porque tenemos el alcalde republicano (o lo que sea que sea) que hemos elegido: ajo y agua.


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