LA TELARAÑA: Las palabras

viernes, diciembre 8

Las palabras


La Telaraña en El Mundo.



 Siendo sinceros hay que convenir en que escribir es una actividad, amén de solitaria, bastante extravagante. ¿Para qué emborronar papeles y más papeles, para qué llenar las urbes de periódicos, para qué convertir la existencia en una sucesión interminable de páginas webs, una monstruosa nube de archivos que nunca lograremos descargar por completo? En efecto, el mundo, el universo, todas las cosas que parecen rodearnos se deshacen, cuando escribimos, en una lluvia que amenaza convertirse en un diluvio, un tsunami, un alud metafórico de palabras más o menos incontenibles; y las palabras, entonces, se hacen mucho más fuertes de lo que realmente son y lo ocupan, lo usurpan, lo inundan casi todo. Casi todo.
 Nos encontramos, pues, sumergidos en un líquido denso e irrespirable, en el interior acolchado de una especie de bolsa amniótica desde la que vemos el mundo como si fuera un desdibujado y pálido holograma, una representación teatral e inacabada, un ir y venir mecánico y terrible de imágenes que intuimos ciertas y hasta verdaderas, pero que pueden, en realidad, no serlo, un querer y no poder penetrar, definitivamente, en la esencia misma de la vida. ¿Dónde si no querríamos penetrar y, sobre todo, perdernos? Más allá de otros mil matices, lo diré una sola vez, pero lo diré claramente: las palabras no nos sirven, porque no nos sirven por completo y ya no es hora de medias tintas, las palabras no nos bastan, porque siempre hay un abismo aquí al lado, aquí enfrente, aquí adentro, en el que podemos despeñarnos, pero no, por desgracia, regresar para contarlo.
 Decía, dije arriba, que las palabras lo ocupan, lo usurpan, lo anegan casi todo. Ese casi, que podría parecer, sin serlo, una simple concesión al lector, constituye, quizá, la clave fundamental del complejo proceso que nos engulle del todo cuando intentamos conocer algo, no importa si se trata del mundo entero, de una pequeña parte o, tan sólo, de nosotros mismos, no importa si se trata del mundo que compartimos y damos en llamar real o si se trata del otro mundo, desconocido y privado, que inventamos cada día para no tener que enfrentarnos a tantas cosas que nos superan, trastornan, agreden.
 Así es, siempre queda una pequeña rendija por la que fluye el río inmóvil de la existencia, un desagüe redentor por el que se renueva el material infecto que cada día generamos, un mínimo lugar de salida (y, por lo tanto, también de entrada) por el que, de vez en cuando, cabe que aparezca alguna luz en los cielos que nos guie por entre las trincheras, las zanjas, las zarzas en llamas de esta pintoresca tierra ocupada en la que, pese a todo, intentamos vivir. (Nota final. Unos se van a Bruselas. Creo que es buena época para irse tanto a Belén como a Jerusalén, regresar y contarlo.)

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