viernes, diciembre 29
El año se va apagando y, muy pronto, sólo le recordaremos,
tal vez, algunos fulgores intermitentes y algunas sombras mezquinas, algunas
exhibiciones más o menos impúdicas, varios desastres puntuales, unas cuantas
hecatombes políticas consentidas no se sabe muy bien cómo y una dolorosa y
punzante desazón general, alargada, alargadísima. 2017, en efecto, ya va camino
del cementerio virtual donde los elefantes más viejos se arremolinan y dan sus
últimos pasos de danza, exhalan sus últimos suspiros y, finalmente, expiran.
No lo digo con ningún alivio especial ni, tampoco, con
sorpresa. Suele pasar cada año -y uno se habitúa a ello incluso sin pretenderlo-
que los años van deambulando más o menos alborotados o circunspectos hasta que,
finalmente, ceden, se enroscan en sí mismos, se quedan sin hojas a las que
aferrarse en los calendarios de la vida y enmudecen dando paso a un nuevo año
tras las doce campanadas de rigor y el incomprensible estallido general de
júbilo. Se renueva el tiempo al igual que se renueva la naturaleza y en el aire
de todos se dibuja un cielo nuevo que siempre quisiéramos distinto y mejor,
distinto y purificado. Así es como nos renovamos también nosotros; o eso
decimos, sin saber muy bien por qué lo decimos.
Esta es, por lo tanto, la hora púrpura, quizá, de las
contabilidades -literarias, artísticas, políticas o sociales- que tanto gustan
a los que se atreven a ejercer de expertos (gurús de cualquier cosa, de lo que
sea) porque el hombre, al parecer, es un lobo hambriento para el hombre y hay
que sobrevivir -esa orden es muy antigua- como mejor se pueda; y a las
estructuras sumarísimas del poder les fascina, por supuesto, poder manejar a su
antojo unas ficticias coordenadas comunes en las que inscribirnos a todos y
ponernos firmes y pasar solemnemente lista cuando corresponda: cada hora, cada
minuto, cada instante más o menos electoral de cada día de cada año.
Echo un vistazo a las novedades literarias de mi biblioteca.
Releo el catálogo de las películas que creo haber visto durante los últimos
doce meses. Recuerdo los muertos ilustres y los cadáveres más exquisitos del
año. Una agenda me advierte de que hoy (ayer, para el lector) es el Día de los
Santos Inocentes. Estoy, pues, de fiesta. Agito la agenda por ver qué se me cae
del año sobre la mesa. Vaya desastre. Me va a costar limpiar este estropicio: Kim Jong-un, Trump, Putin, Puigdemont y sus respectivas tropas,
los nacionalistas, soberanistas y populistas en Baleares, la turismofobia de los más torpes, el
bitcoin y la manipulación en las redes sociales, España y la Cataluña de nadie
y de todos, el año segundo del Brexit, la violencia de sexo, de género, de
pena, el yihadismo que no cesa… Podría seguir, pero para qué. Feliz Año Nuevo.
martes, diciembre 26
El abrazo del oso
La Telaraña en El Mundo.
La noticia es triste y dura. La Guardia Civil ha detenido en
Mallorca a varios miembros del clan de los Maldonado
que se dedicaban a robar a personas de avanzada edad mediante el procedimiento
del «abrazo amoroso». Esto es el colmo. Ya no se puede llegar a ser un venerable
anciano, a quien los abrazos deberían lloverle por solidaridad, admiración o
simplemente ternura, sin que suceda todo lo contrario y algunos desalmados les
abracen sólo para dejarles sin reloj y sin cartera, sin ese reloj que llevan lustros
mimando para que no se detenga y sin esa cartera de piel muy arrugada donde las
migajas de la pensión naufragan como anclas dormidas en el espejismo titubeante
de una clepsidra, en el lecho de un mar desarmado y medio vacío.
Creo que, en general, no soy demasiado efusivo. No acostumbro
repartir besos sin ton ni son como sí hacen muchos. Tampoco tengo el menor
interés en estrechar las manos de los conocidos o por conocer con los que me
tropiezo ni se me ocurre, por supuesto, abrazarles como si hubiera, de repente,
perdido el equilibrio y los necesitara para no dejarme engullir por no importa
qué profundas arenas movedizas. Nada de eso. Tiendo más a guardar las
distancias y medir los tiempos, sin olvidar, por supuesto, que hay besos y
besos, abrazos y abrazos, y que todo depende, al final, de quién sea la persona
que nos bese o abrace. La física
acaba siendo fundamental cuando hablamos de la química entre las personas.
Con todo (y dejando de lado, por esta vez, la vileza moral
de algunos delincuentes o la degradación general de las relaciones humanas) creo
que la clave del abrazo perfecto es inmovilizar del todo a la persona abrazada,
dejarla tiesa, sin respiración, exhausta de sorpresa, felicidad y alivio,
finalmente, al librarse de las garras amorosas del oso. Pasa, sin embargo, que
hay diferentes clases de oso. Están, por ejemplo, el joven barbado y con raspas
y la chica alegre, rebelde y con causa, con exuberantes, con generosas
intenciones; y con un abrazo, entre ideológico y carnal, que siempre se convierte
en el postureo idóneo para una foto que alguien subirá, seguro, a las redes sociales,
porque hay que crear opinión y mantenerla y no enmendarla.
Está, también, la antigua amistad, la que ya habíamos, de
hecho, olvidado por completo, que nos detiene, de repente, para abrazarnos como
si se tratara de bailar agarrados en alguna pista de baile del pasado y
acariciarnos, así, el lomo, la espalda y la médula de los recuerdos: le
agradecemos el masaje porque sabemos, pese a todo, que la amistad es algo importante
y un reencuentro feliz es siempre un buen pretexto para convertir la ficción de
la nostalgia en algo tangible y real, en algo por lo que merece la pena seguir
viviendo. Incluso en Navidad. Felices fiestas.
Etiquetas: Artículos
viernes, diciembre 22
La paradoja
Igual que hay gente que vive en el interior solitario de una
burbuja, también los hay que vivimos en el interior multitudinario de una
paradoja. El tiempo pasado y el tiempo futuro nos asedian, entrelazándose como
si fueran la misma cosa, interfiriendo el uno en el devenir del otro, mientras intentamos
controlar la situación y nos revolvemos, inquietos, en ese lugar incómodo,
estrecho, intermitente, en que vivimos, en ese lugar que no tiene nombre, pero
que es el instante presente, el instante en que hacemos lo que hacemos, lo que
hicimos, lo que haremos; el instante en que la vida se nos muestra como un
viaje instantáneo a través de algún agujero negro: el parpadeo que es, el
parpadeo que somos.
Así, por ejemplo, mientras escribo estas líneas los
catalanes están votando para salir del atolladero en el que se encuentran actualmente,
en el que se encuentran y se contraen, se doblan de dolor e ira sobre sí mismos;
y el dolor y la ira se enquistan, se hacen fuertes e irradian una luz cegadora
y se disipan, entonces, se difuminan, se convierten en nada la identidad o la
historia, la identidad o el orden social, la identidad o el seny de la tribu,
la identidad o las zafias mentiras con las que se educa a los niños convirtiéndolos
en títeres de un ejército que debiera marchar despierto y alegre hacia la vida
y que, sin embargo, marcha crispado y sonámbulo hacia los acantilados sentimentales
de la manipulación y el fracaso; se les convierte en herederos y mártires de
una letanía absurda de dioses y héroes, de seres míticos que hicieron esto y lo
otro y lo de más allá; se les tatúa, se les marca a hierro con falsas señas de
identidad y se les convierte en siervos de una ficción que debiera ser de libertad
y es sólo de sumisión, decrepitud y pestilencia. ¿Obrará la contabilidad
electoral el milagro de vencer al nacionalismo sin caer en las garras del
populismo? Pero ya saben la respuesta.
Mientras ustedes leen estas líneas los niños de San
Ildefonso estarán, seguramente, cantando números y repartiendo premios como
quien espera del azar una ayuda razonable, un golpe de suerte, un amago fulminante
de luz que, en vez de cegarnos del todo, nos abra ese otro callejón sin salida
que es (y no debiera ser) el futuro. Hablamos mucho del futuro, como si la vida
fuera algo que pudiera aplazarse para después o para más adelante, como si
pudiéramos ir más allá de este día a día de cada día y detenernos en algún
lugar y observar cómo tiemblan, cómo palpitan todas nuestras palabras, ideas y
creencias; observar cómo todo ese espléndido revoltijo que creemos ser va
ocupando nuestro lugar: y es entonces que comprendemos que tan sólo somos lo
que hacemos, lo que hicimos, lo que haremos. ¿Mucho, poco? Todo lo que quepa en
el interior de una paradoja.
martes, diciembre 19
El sol se puso en Flandes
La Telaraña en El Mundo.
Abrí los ojos mientras en la pantalla iluminada del
televisor los principales candidatos a las elecciones autonómicas del 21D (a
excepción de los encarcelados o de jarana marcial y propagandística por
Bruselas) se descalificaban, sucesiva y alternativamente, los unos a los otros.
Todos a la vez. Todos a una. No sé de qué realidad hablan, pensé, mientras los
párpados se me volvían como de plomo y los acababa dejando caer buscando el
refugio de la oscuridad. Pasaron diez o quince minutos. Pasó, tal vez, media
hora, y seguía escuchándolos, a los candidatos, cada vez desde más y más lejos.
La manipulación contable y política se entremezclaba con la manipulación
sentimental y, mientras tanto, el país (y tanto da si hablamos de España o Cataluña)
se volvía muy grande o muy diminuto, explotaba en millones de pedazos o hacía todo
lo contrario: lo acababa ocupando todo y el sol, entonces, no se ponía jamás en
sus dominios; salvo en Flandes, donde los sueños. Precisamente ahí.
Cerca de Grand-Place y el Manneken Pis, en Bruselas, me
había perdido al salir de unos grandes almacenes y, preguntando a la gente con
un plano indescifrable de la ciudad entre las manos, una señora de mediana edad,
finalmente, me invitó a subir a su lujosa limusina para llevarme hasta el
albergue estudiantil en el que me alojaba con mis compañeros del colegio San
Francisco en viaje de estudios de 4º de Bachillerato. Yo debía tener unos
catorce años y, visto el asunto desde tanto tiempo atrás, toda la suerte del
mundo a mi favor, porque aquella buena señora, muy elegante, bien vestida y
educada, podría haber resultado ser, por ejemplo, una independentista de tomo y
lomo, una nacionalista feroz o algo incluso peor y haberme hecho pues qué sé yo
y, sin embargo, me condujo -recuerdo que estuvimos hablando sobre Mallorca en
francés: todo el mundo conoce Mallorca en Flandes- sano y salvo, felicísimo,
hasta donde, con toda probabilidad, no hubiera sabido llegar sin su generosa
ayuda.
¿Hice bien, me pregunto ahora, subiéndome a ese automóvil
con un chofer trajeado y una perfecta desconocida envuelta en sonrisas y pieles?
Pues no sé yo, pero creo que sí, aunque es muy posible que no le recomendara a
ningún niño de mi edad de entonces que se subiera, ahora, a una limusina
desconocida en busca de algún lugar imposible de encontrar en el mapa arrugado
de la existencia. Hay que ver cómo pasa el tiempo y cómo acabamos olvidando
nombres, rostros y también situaciones de peso, pero no, en cambio, algunas
anécdotas aparentemente insignificantes. Será que sospechamos que son, precisamente,
las que nos han conducido, paso a paso, curva a curva, hasta el momento
presente. No es nada fácil llegar a donde uno ha llegado, incluso si uno no ha
llegado a ninguna parte.
viernes, diciembre 15
El paso del tiempo
La Telaraña en El Mundo.
Tengo sensaciones contradictorias sobre el paso del tiempo.
Sobre el paso inexorable del tiempo, me digo, mientras jugueteo con un pinball
virtual -un videojuego- y recuerdo aquellos pinballs mastodónticos con los que
jugaba en algunos bares cuando aún no había tragaperras y la gente se echaba el
humo del tabaco a la cara y no pasaba absolutamente nada. Nunca pasa
absolutamente nada, salvo el tiempo que pasa y no se detiene y sigue pasando y nos
deja recuerdos, algunos placenteros y otros insoportables, recuerdos como
cardenales grabados a fuego en la piel, el cuerpo, el alma, en el larguísimo
catálogo de lo que somos y hemos sido, de lo que seguimos siendo, de lo que
algún día, tal vez, llegaremos a ser. No hay que perder la esperanza.
Pasa con el tiempo, igual que con nosotros, que la forma en
que vivimos va cambiando muy mucho con el paso, entre lento y atropellado, de
los años. En efecto, me miro en el espejo y me veo mucho más joven y fuerte de
lo que soy o, al contrario, me veo viejísimo y abrumado, en fin, por vaya usted
a saber qué sucesión infinita de días y noches repetidos, qué soledad de siglos
auscultándome en ese mismo espejo donde parezco estar confinado desde que era
un niño, un adolescente, un joven, una persona adulta, un anciano precoz o
definitivo, un fulgor por nacer o ya agotado, un golpe misterioso del azar en
el mosaico azul oscuro del firmamento, en el polvo sin cuajar de las estrellas fugaces
que seguramente somos. Es verdad, podemos ser cualquier cosa.
Pasa el tiempo, decía, y nosotros, la mayoría de nosotros,
al menos, mejoramos en algunas cosas y empeoramos en otras. No sé si el balance
final es positivo o no; de hecho, tanto me da. Tengo un armario repleto de cosas
que escribí en otro tiempo, de papeles repletos de proyectos e ideas, de folios
arrugados, de recortes de prensa, revistas y suplementos literarios en los que
participé de algún modo. Si me atreviera a desempolvarlos observaría que ya
amarillean, que ya se cuartean, que ya el tiempo corroe sus entrañas vegetales,
su pasado de papel y tinta y su futuro de ignoro qué extraña sustancia, qué inmensa
soledad, qué silenciosa ausencia. Todo lo que escribimos es, quizá, lo que
finalmente somos. O lo que nos gustaría haber sido.
Tengo sensaciones contradictorias sobre el paso del tiempo. El
dolor y el placer del pasado me parecen un simple cosquilleo infantil comparados
con el dolor o el placer del instante presente. De este instante en que, de
alguna manera, convoco todos mis fantasmas personales y me pongo a escribir estas
líneas sobre el tiempo y soy absurdamente feliz porque sé que el tiempo no se
detendrá a juzgarme: pasará de largo, mientras yo intento descifrar mi propia
letra, mi propio conjuro: la asombrosa receta de la existencia.
Etiquetas: Artículos, Creación, Literatura
martes, diciembre 12
El parking de Olmos
La Telaraña en El Mundo.
No sé si algún selecto miembro de Cort, que ya demostrara en
el pasado que no le gustan, en absoluto, las terrazas más o menos
multitudinarias o pintorescas de los bares, está estos días de lluvia, viento y
tormentas con nombre propio y de mujer, frotándose las manos. Quizá sí. Quizá
no. Resulta que la peculiar legislación urbana en vigor está ofreciendo a quien
guste la penúltima gran ocasión, tal vez, de cargarse de un plumazo unas
cuantas terrazas y hasta de convertir una calle peatonal en un auténtico
guirigay de coches entrando y saliendo de un aparcamiento subterráneo por entre
la copiosa riada humana que transita, a casi todas horas, la calle Olmos.
Espero que se imponga la cordura, pero habrá que ver si es así.
Hubo un tiempo, si mi memoria infantil no me falla, que los
coches de la época, los 600, los Simca 1000 o los 2CV que nunca volcaban,
bajaban por Olmos dando tumbos desde San Miguel a la Rambla y yo, como otros
muchos niños, jugaba a sortear peatones y coches y también motocicletas negras
y raquíticas por sobre una acera donde no había espacio ni para detenerse a
mirar un escaparate sin provocar un atasco morrocotudo.
Luego, mucho más tarde, y hasta hace unos cuatro o cinco
años, veía desde mi casa el tejado, repleto de nieve en un memorable par de
ocasiones, que guardo en fotografía, de la añorada Llibres Fiol, la mejor
librería de viejo que ha existido en Palma; o la mejor que he conocido, que
viene a ser lo mismo, aunque no lo sea. Pero esa librería desapareció como
tantas otras cosas y, desde entonces, aparte de venderse y comprarse menos
libros en Palma, están construyendo en su lugar (y no descansan ni los
domingos) un edificio de viviendas al que se le acaba de descubrir, a buenas
horas, mangas verdes, un garaje con puerta de entrada y salida por Olmos.
El desaguisado, se mire por donde se mire, es mayúsculo,
absurdo, insólito; es una auténtica locura, que ha movilizado al barrio entero
(le han salido al barrio fervientes asambleístas de por todos los lados: hay
que verlo para creerlo) y que no parece dejar en buen lugar ni al anterior
consistorio, que dio por buena esta imperdonable anomalía administrativa, ni al
actual, que de momento, y como en casi todo lo que le concierne, parece no
saber a qué atenerse y habla, murmura, resopla, masculla, en fin, sobre compaginar
lo que, en el reducido espacio de esta calle principal de Palma, no tiene otra solución
que el cierre, la clausura inmediata del garaje o la prohibición de que circule
por él vehículo alguno salvo, tal vez, en horas nocturnas. Por ejemplo, cuando
el camión de Emaya despierta a todo el vecindario y el agua a presión recorre
la calle y la limpia y se lleva también nuestros sueños más profundos. Al garete
con ellos. Qué pesadilla.
viernes, diciembre 8
Las palabras
La Telaraña en El Mundo.
Siendo sinceros hay que convenir en que escribir es una
actividad, amén de solitaria, bastante extravagante. ¿Para qué emborronar
papeles y más papeles, para qué llenar las urbes de periódicos, para qué convertir
la existencia en una sucesión interminable de páginas webs, una monstruosa nube
de archivos que nunca lograremos descargar por completo? En efecto, el mundo,
el universo, todas las cosas que parecen rodearnos se deshacen, cuando
escribimos, en una lluvia que amenaza convertirse en un diluvio, un tsunami, un
alud metafórico de palabras más o menos incontenibles; y las palabras,
entonces, se hacen mucho más fuertes de lo que realmente son y lo ocupan, lo
usurpan, lo inundan casi todo. Casi todo.
Nos encontramos, pues, sumergidos en un líquido denso e
irrespirable, en el interior acolchado de una especie de bolsa amniótica desde
la que vemos el mundo como si fuera un desdibujado y pálido holograma, una
representación teatral e inacabada, un ir y venir mecánico y terrible de
imágenes que intuimos ciertas y hasta verdaderas, pero que pueden, en realidad,
no serlo, un querer y no poder penetrar, definitivamente, en la esencia misma de
la vida. ¿Dónde si no querríamos penetrar y, sobre todo, perdernos? Más allá de
otros mil matices, lo diré una sola vez, pero lo diré claramente: las palabras
no nos sirven, porque no nos sirven por completo y ya no es hora de medias
tintas, las palabras no nos bastan, porque siempre hay un abismo aquí al lado,
aquí enfrente, aquí adentro, en el que podemos despeñarnos, pero no, por
desgracia, regresar para contarlo.
Decía, dije arriba, que las palabras lo ocupan, lo usurpan,
lo anegan casi todo. Ese casi, que podría parecer, sin serlo, una simple concesión
al lector, constituye, quizá, la clave fundamental del complejo proceso que nos
engulle del todo cuando intentamos conocer algo, no importa si se trata del
mundo entero, de una pequeña parte o, tan sólo, de nosotros mismos, no importa
si se trata del mundo que compartimos y damos en llamar real o si se trata del otro
mundo, desconocido y privado, que inventamos cada día para no tener que
enfrentarnos a tantas cosas que nos superan, trastornan, agreden.
Así es, siempre queda una pequeña rendija por la que fluye
el río inmóvil de la existencia, un desagüe redentor por el que se renueva el
material infecto que cada día generamos, un mínimo lugar de salida (y, por lo
tanto, también de entrada) por el que, de vez en cuando, cabe que aparezca
alguna luz en los cielos que nos guie por entre las trincheras, las zanjas, las
zarzas en llamas de esta pintoresca tierra ocupada en la que, pese a todo,
intentamos vivir. (Nota final. Unos se van a Bruselas. Creo que es buena época
para irse tanto a Belén como a Jerusalén, regresar y contarlo.)
Etiquetas: Artículos, Creación, Literatura
martes, diciembre 5
Los mercadillos
La Telaraña en El Mundo.
Una de las cosas que nunca he dejado de hacer es asenderear
mercadillos, visitar bazares, auscultar tenderetes de antigüedades, que muy
pocos distinguen si son antiguas o sólo viejas, libros de segunda o tercera
mano que, sin embargo, nadie ha leído ni leerá nunca, vinilos dolorosamente rayados
y, acaso, inservibles, pero con carátulas magistrales o memorables, ropa vieja
y también usada o de stock, de saldo, prendas que nadie ha vuelto a vestir desde
que un día aciago, quizá remoto en el tiempo, su dueño se cansara de ellas o
las olvidara en algún arcón de madera carcomida, porque casi todo se acaba
olvidando en esta vida, hasta que la vida misma nos olvida, finalmente, a
nosotros.
Sin embargo, estoy seguro de que las cosas, los objetos más
o menos personales, que nos van sobreviviendo por los motivos que fueren, nunca
pierden nuestro recuerdo y, con él, la esperanza de que un nuevo dueño, uno
cualquiera, alguien capaz de valorarlos como se merecen, los devuelva, siquiera
sea por un instante, a la vida. ¿Por qué no habría de ser así, si así la vida
de todos gana en continuidad, en belleza, en armonía, en humanidad, en perseverancia?
Supongo que es por eso, tal vez, que me asombran desde
siempre esas raídas alfombrillas extendidas en el suelo donde se amontonan
infinidad de objetos viejos, pero quizá no obsoletos, esas auténticas montañas
de objetos revueltos y presuntamente inútiles en los que lo único relevante, en
principio, es el paso marcial y caótico del tiempo, las arrugas, las grietas,
la carcoma, la polilla, el polvo, la brisa mezquina y acerada, como una
cuchilla con dientes de sierra careados, que lo va deteriorando todo hasta
convertirlo, sin embargo, en algo distinto, renacido, venerable. Es así, aunque
no pueda ni quiera demostrarlo, que lo que teníamos por estéril viene, al cabo,
a resucitar y hasta a recobrar, incluso aumentado, el valor que antaño tuviera
y que había, desgraciadamente, perdido; y es entonces que le brota un aura de solemnidad,
una orgullosa pátina de autoestima.
El otro día, por ejemplo, me compré en una tienda de Caritas
en Palma unos Levi's 501 tan
americanos como los “Livais” (así los pronuncian en inglés y en spanglish) que
compré, hace unas semanas, en Nueva York («Made in Mexico», dicen las etiquetas
de todos ellos) pero estos últimos me costaron, al cambio, unos cuarenta euros
y los del bazar palmesano tan sólo cinco y sin tener, faltaría más, que viajar
hasta la última esquina del fin del mundo. Las cosas tienen, por lo tanto, un
valor fluctuante, porque la oferta le debe mucho al azar y la demanda se lo
debe casi todo a la necesidad; y todos sabemos, por propia experiencia, me
temo, que el azar y la necesidad nunca se han llevado demasiado bien. Todo lo
contrario.
viernes, diciembre 1
Sectarismo y realidad
La Telaraña en El Mundo.
Encuentro en la web de la Unió Obrera Balear y, en concreto,
del UOB Ensenyament un póster en contra de Olga
Ballester y Xavier Pericay, dos
de los pocos políticos isleños que osan denunciar el adoctrinamiento que
padecen nuestros escolares. Bajo sus fotografías sólo falta, aunque se intuya, el
imprescindible y amenazante WANTED; así se las gastan, al parecer, estos sindicalistas
bajo el mando docente de Jaume Sastre,
el rey del barco de rejilla y las huelgas de hambre en pro de esa Cataluña grande,
medieval y oscura, oscurantista, esa pesadilla de cuartel y militancia que
parece anidar en sus venas. ¿Por qué han de sufrir nuestros hijos el
adoctrinamiento catalanista? Supongo que no hay una sola respuesta para esta
pregunta. Tampoco hay un solo culpable.
Con todo, observo el panorama e intento alejarme de los
malos olores. Allá cada cual, me digo, con sus quimeras y su mal gusto, sus
estrategias de manipulación, su instinto más o menos expansionista y sus
ínfulas patrióticas, nacionales o esotéricas. No todos los caminos conducen a
Roma ni falta hace que todos vayamos a Roma. Hay muchos otros lugares donde
cobijar nuestra voluntad nómada, donde dejar que el tiempo haga con nosotros lo
que nosotros no conseguimos hacer con él. Es cierto, hay mucho quijote suelto
que, sin embargo, no se ha subido nunca a lomos de Rocinante. Valiente estupidez.
Mientras tanto, no sé si acabaré de monje cartujo en alguna
orden alejada del mundanal ruido y dedicada al imperceptible (y no siempre bien
comprendido) cultivo del silencio. En efecto, hay muchas formas de cultivar el
silencio: la palabra es sólo una de ellas. Recuerdo que de joven pensaba que la
mejor poesía posible era la que, por aquel entonces, venía a llamarse poesía
del silencio para diferenciarse, tal vez, de otros tipos de poesía, la poesía
de la experiencia o la social, que eran, como poco, muchísimo más ruidosas.
Ya no me apetece dejarme llevar por una erudición que, sea
la que fuere, nunca alcanza a ser ni la que nos gustaría ni la que debiera: no me
importan los detalles biográficos y hasta los nombres (pasados, presentes o
futuros) me empiezan a parecer una carga insoportable. Guardo por ahí, es
cierto, numerosos poemas y textos subrayados, corregidos, comentados, de Valente, de Siles, de Juan Ramón, de
Hierro, de Gimferrer, de Gracián,
de Juan de la Cruz o Teresa de Ávila pero ya no sabría (tampoco
querría) distinguir una corriente poética de otra, porque el conocimiento de la
realidad no tiene una sola forma de manifestarse, sino muchísimas; tantas que
no sé, siquiera, cuántas realidades hay en este instante (este instante que
acaba de pasar y ya no existe), el instante que tengo ante mis ojos o temblando
en mis sienes o bajo las yemas de mis dedos.
Etiquetas: Artículos, Literatura