LA TELARAÑA: noviembre 2017

martes, noviembre 28

Rebajas y saldos


La Telaraña en El Mundo.




 Está bien, nos ponen constantemente a prueba, pero está bien. Conviene andar despiertos por esta selva económica donde el dinero de nuestros bolsillos fluctúa de valor según explosionan la especulación bursátil, los desastres ecológicos, las matanzas terroristas, siempre que sean, por supuesto, en algún lugar mínimamente civilizado, la sucia guerra cibernética o cualquier otro tipo de sabotaje al sentido común y la paz, al equilibrio necesario entre el esfuerzo y el descanso, el trabajo y su justa remuneración. He escrito que nuestro dinero fluctúa, pero la verdad es que no estoy muy seguro de que sea así: el dinero de mis bolsillos siempre parece estar convirtiéndose en calderilla, menguando, languideciendo, tendiendo definitivamente a la nada, aproximándose, de una manera vertiginosa, al vacío.
 Estaba en estas cábalas tristísimas sobre el valor menguante y relativo del dinero (en estos tristes tiempos todo es menguante y, sobre todo, relativo) cuando me atropelló, literalmente, una multitud en pleno Black Friday y pensé en Charlton Heston, ceñudo y bien armado, cómo no, cuando rugía la marabunta y el mundo parecía que se le venía abajo y todo alrededor era un mar crujiente de colmillos negros devorando, a su paso, lo que hubiera. A veces, a mi alrededor ruge también la marabunta y miro y remiro, entonces, las facturas que van llegando (la luz, el gas, el teléfono, los inagotables impuestos del Estado del Bienestar) con sus colmillos abiertos y les coloco un par de billetes de curso legal entre los dientes para que muerdan y rumien, para que no dejen nunca de morder y rumiar, y la vida siga su curso normal y tranquilo, su calvario teatral y apacible, su posado pretendidamente épico, pero no. Metafóricamente lapidario.
 Qué mundo tan maravilloso, canta Louis Armstrong en mi móvil sin que me atreva, por supuesto, a contradecirle. Ya quedó atrás el Black Friday, pero hoy, mientras escribo estas líneas, es Cyber Monday, que no es lo mismo, pero como si lo fuera. Para quedar bien con todos, porque esto de la tecnología es un nido infernal de fobias y filias, un nido de víboras digitales con dientes de diseño y corazón de silicio, tenía ganas de hacerme, entre otros artefactos, con una Surface de Microsoft y un IPad Pro y un IPhone X de Apple. Casi nada al aparato. En Nueva York intenté comprarlos, pero acabé desistiendo, aunque el precio (cambio de divisas e impuestos incluidos) saliera a cuenta. Tuve miedo a la aduana. O pereza. O qué sé yo. Me quedan unas pocas horas de este lunes cibernético para encontrar en Internet esa oferta irrechazable y dejarla, por supuesto, escapar. Esa es la gracia definitiva del juego de saldos y rebajas que es la vida. Dejar pasar todo aquello que, finalmente, ha de pasar; y pasa.

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viernes, noviembre 24

El infierno de los otros


La Telaraña en El Mundo.





 Un referéndum para saber si hay que hacer otro referéndum que nos permita, a su vez, otro referéndum que, con elecciones locales, autonómicas o generales de por medio, legitime los referéndums que aún puedan hacernos falta para que los diversos mantras de la actualidad que tanto parecen preocuparnos, fíjate tú, como las liturgias de la identidad, las entelequias étnicas, el peso específico de las raíces, el aura lingüística de los territorios y, en especial, el vaivén jerárquico y sacrosanto, este sí, de las balanzas fiscales, sean sometidos, taxativa y disciplinadamente, a una nueva tanda de referéndums, de nuevo con elecciones locales, autonómicas o generales de por medio, que serían más o menos vinculantes para un futuro nacional, internacional y hasta galáctico repleto de sucesivos  referéndums que habría que seguir realizando cada poco tiempo para que todo fuera, y siguiera siéndolo siempre, absolutamente democrático, absolutamente político, absolutamente sectario, absolutamente estúpido.
 Esta sería, más o menos, la propuesta de reforma constitucional que ha publicitado Carolina Bescansa y que, en principio, no parece que vaya a ser aprobada por los círculos teledirigidos (o fagocitados por Pablo Iglesias) de Podemos. Es de suponer que, con el paso de los días, otros partidos políticos irán ofreciéndonos también sus ideas al respecto. No es fácil, en efecto, reformar una Constitución sin que se te vengan abajo los principios, cuando estos principios ya no son los cimientos básicos de la convivencia, sino que se han convertido, por desgracia, en meros adornos, en banderas e himnos impostados, en fatuas armas arrojadizas, en vagas señas de una identidad fantasmal que ya no vale nada, porque no tiene unos cimientos comunes donde manifestarse y hacerse fuerte, unos principios de todos donde hallar su propio reflejo, unas asideras fuertes y solidarias a las que aferrarse cuando sobreviene el vértigo. Siempre acaba sobreviniendo el vértigo.
 Vivir no es fácil; y vivir juntos lo es todavía mucho menos. La familia, la familia política, los amigos, los conocidos. Los vecinos, los compañeros de trabajo, la gente con que nos relacionamos en las redes sociales. Todos pueden dar fe, desde su situación particular, de lo difícil que puede resultar entenderse y llegar, sobre todo, a acuerdos beneficiosos para todos. Porque vivir es exactamente eso: llegar a acuerdos más o menos productivos, aquilatar complicidades, más o menos firmes o volátiles, donde la realidad de cada uno tome asiento junto a las realidades de los demás, sin espantarse más de la cuenta por lo que ve o por lo que oye.  Habrá que desmitificar, tal vez, el infierno de los otros y asumir, en su lugar, el infierno propio. No es un lugar agradable, pero es ahí donde realmente vivimos.


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martes, noviembre 21

Black Friday


La Telaraña en El Mundo.

  



 Atravieso las polvorientas cañadas de los días en dirección al refulgente escaparate abierto (hasta el amanecer y mucho más allá) del «Black Friday» del próximo viernes, igual que he andado huyendo, desde siempre, de las sudorosas aglomeraciones de la gente en época de rebajas: huyo rápido, con los ojos como platos y la mirada absorta en alguna que otra diana, acaso imaginaria, acaso real, auténtica. No tengo otra opción. He de tensar la cuerda y lanzar lejos, muy lejos, la flecha y sentir el flechazo confundirse con el rubor intenso en las mejillas y el brillo húmedo en la mirada. Debo acertar en el centro mismo de la manzana de Eva o Adán y, en el lugar exacto de la luz y el deseo, consumir la luz y el deseo. Culminarlos. Esa noche de placer definitivamente humano la lleva celebrando la humanidad desde el principio de los tiempos y no seré yo quien la rechace. Al contrario. En ese placer reside (literal, exactamente) la vida.
 Hay que arrimar, pues, el hombro para que el mundo siga rodando como una piedra dando tumbos no sé si camino arriba o abajo, muy abajo. Hay que dar esquinazo a los agoreros que nos dicen que no podemos gastar lo que no tenemos, porque no tenemos nada que gastar y vivimos de un crédito antiguo que renovamos cada día con nuevas deudas, obligaciones, renuncias, nuevas maneras de mirar atrás sin caer en la maldición, la quietud marmórea de la mujer de Lot. No recordamos su nombre, porque la Biblia no lo dice. No podemos detenernos, como le sucedió a ella, porque la vida no deja de empujarnos ni un instante; estamos absolutamente convencidos de ello, pero si no fuera así, seguro que la empujaríamos nosotros, a la vida, como se empuja el carrito de una compra inmensa, telúrica, conceptualmente hipertélica, el carrito de una compra repleta de ofertas irrechazables.
 Me pregunto, ahora, si acabo de esbozar un temerario canto al consumismo o si me he dejado llevar por las palabras y el lenguaje, por su cosecha intermitente y caótica de ideas, resonancias, sugerencias. Hace unos días anduve por callejones oscurísimos donde la luz, sin embargo, lo llenaba todo convirtiéndose en la principal protagonista de las calles y la vida. Todo un derroche de luz, la luz; pero si lograbas desviar la mirada de los focos no podías dejar de observar, entonces, a una pléyade parlanchina de negros e hispanos intentando venderte cualquier cosa a cambio de una miserable propina del diez por ciento. O menos. En efecto, con las sobras del negocio (a veces, ruinoso) de unos, viven (o malviven) otros muchos; pero en este laberinto no hay culpables ni inocentes, no hay víctimas ni verdugos; sólo está el propio mundo intentando organizarse, salir adelante, prosperar. Sobrevivir, tal vez, a su propia y desconocida fecha de caducidad.



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viernes, noviembre 17

Los ignorantes


La Telaraña en El Mundo.



 Ignoro hasta dónde llegó a calar la tan traída y llevada injerencia rusa en ese encaje de bolillos mal parido en que se ha convertido Cataluña, esa histórica y personalísima sardana, con tintes de auténtica, genuina habanera, donde aquellos hermosos y equilibrados círculos concéntricos que empezaron, ante el entusiasmo propio y también ajeno, constituyendo los inolvidables, los admirables círculos olímpicos del año de gracia de 1992, han terminado degradándose hasta dar a luz los tenebrosos, los vergonzantes círculos viciosos que, de momento, tienen su sede simbólica en Bruselas, como podrían tenerla, por supuesto, entre los barrotes de cualquier otra cárcel. Se ve que ha llovido mucho desde entonces y no siempre a gusto de todos.
 No sé, tampoco, si la injerencia rusa, venezolana o iraní influyó decisivamente en el Brexit o en la ascensión fulgurante de Donald Trump. Habría que preguntarle, por ejemplo, a Putin y a Maduro o a Julian Assange, pero también a todos los hackers más o menos sabios y hasta venerables que venden al mejor postor sus negras, oscurísimas manipulaciones digitales, sus dados lascivamente cargados, su balanza preñada de opiniones, consignas y estrategias que oscilan como oscilan la bolsa o la vida, de la misma forma que la usura de unos o la especulación de otros abre brechas y zanjas o cañadas y empuja, finalmente, a los hombres y los seduce, los engaña, los divide, los confunde.
 Pero quizá no haga falta irse tan lejos, porque hace demasiado frío en Moscú, la crisis chavista ha convertido Caracas en un sucedáneo del infierno y no hay forma humana de sumergirnos en la Dark o la Deep Web sin que nos venzan, definitivamente, las náuseas y también el horror ante la miserable constatación de que todo, absolutamente todo, está en venta, porque siempre habrá gente dispuesta a comprar cualquier cosa. La hay, sin duda.
 Echo un vistazo global a las redes sociales, al algoritmo palpable, aunque escondido, de los buscadores, al panorama epidérmico del día a día de tanta, tantísima gente y no dejo que me venza ni siquiera una sonrisa: no fuera a delatarme. Cientos, miles, cientos de miles, millones de personas que, aunque carecen de cualquier preparación de índole humanista o profesional, docente, literaria o lírica, filosófica o simplemente personal, se autodenominan escritores o, incluso, poetas, filósofos, columnistas más o menos procaces e incendiarios, historiadores, exorcistas, politólogos o incluso hackers (en realidad, tanto da) mientras inundan las redes con la exhibición enfermiza de sus conspiraciones, sus opiniones, sus ripios, sus tesis, su insoportable gravedad decididamente ególatra. Cientos, miles, cientos de miles, millones de ignorantes unidos jamás serán vencidos. Pues parece que así es. Vaya desastre.




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martes, noviembre 14

La trama rusa


La Telaraña en El Mundo.



 Al abrir los ojos, el esqueleto expuesto del dinosaurio seguía mirándome como si me viera, pero sin verme. Estoy seguro de ello. Eso pensé al reincorporarme, tras haber descansado algunos minutos, en una de las salas más concurridas del Museo Americano de Historia Natural. Los museos, como algunas iglesias en las que nadie se atreve a alzar la voz, me seducen porque me permiten abstraerme del mundo y dejar de observar todo lo que, con mayor o menor insistencia, se me muestra, para concentrarme en lo que, de verdad, quiero ver. No sabría muy bien decir qué. Quizá una mota de polvo en el hombro de la mujer que amo, un trozo de papel abandonado en el suelo donde hay escritas, con buena caligrafía, unas palabras en un idioma que no conozco, la sonrisa fatigada de alguien con quien casi tropiezo por segunda o tercera vez, una arruga imprevista en las líneas imaginarias de mi mano. Cualquier cosa.
 
 Observamos continuamente lo que nos rodea buscando algo que nos falta. No se trata, en absoluto, de apropiarse de lo que no es nuestro, sino de reconocer como nuestro lo que no sabíamos que lo era. ¡Eso éramos y eso somos, menuda sorpresa! Nuestra identidad es, desde siempre, una especie de catálogo muy variable y hasta tormentoso donde se mezclan, sin que apenas podamos distinguirlas, posesiones y carencias, nubes negras como canes negros y nubes blancas como canes blancos, ilusiones, anhelos, esperanzas, tal vez decepciones.

 Pasan los días y corro entusiasmado de un lugar de Nueva York a otro. La ciudad, sin embargo, descansa tranquilamente en la palma arrugada de mi mano. Leo esas calles numeradas con la fatiga de quien lleva siglos doblando esquinas sabiendo que nunca las doblará todas. No se trata de un juego de palabras, aunque lo parezca, aunque lo sea, aunque no pueda ser, de hecho, otra cosa. ¿Qué somos o podemos ser si no palabras? Pasan los días y sólo me detengo este instante para escribir estas breves líneas sobre la actualidad voluntariamente demorada que siempre acaba siendo la vida.

 Llevo tiempo sin oír hablar de Cataluña, pero es lógico porque aquí en Nueva York nadie habla de Cataluña y quien lo intenta -y yo lo he intentado varias veces- sólo recibe una mirada sarcástica o un mohín sardónico como respuesta. Lo único que une, tal vez, a la Cataluña imaginaria de los independentistas con cualquier estado, como Nueva York, por ejemplo, de los actuales Estados Unidos es padecer o haber padecido, en el peor de los momentos posibles, la lacra del terrorismo cibernético ruso y sus consecuencias. El populismo chavista o las groserías de Trump, la insolidaridad de los nacionalismos, la demagogia antisistema. De aquellos polvos sectarios y manipuladores, estos lodos terribles, enloquecidos, pesadísimos.

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viernes, noviembre 10

Apuntes desde N.Y.

La Telaraña en El Mundo



Subimos a un magnífico taxi amarillo al salir del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy camino de Manhattan. El taxista no era Travis Bickle (Robert de Niro, en Taxi Driver) ni tampoco Sayfullo Saipov, el penúltimo asesino que andaba suelto hasta hace unos pocos días; no, el taxista, no parecía ser ningún sicópata aunque nos estuviera hablandosin parar y sin pelos en la lengua, del alcalde Bill de Blasio y del presidente Donald Trump, del terrorismo, de la delincuencia, del turismo que no cesa, de las interminables noches de una ciudad que, según nos dijo, engulle a todos sin quedar nunca satisfecha. Sus palabras sonaron terribles y amenazadoras, pero ni nos inmutamos, porque lo que de verdad nos interesaba era observar con detenimiento el portentoso skyline de Nueva York a medida que nos acercábamos a nuestro hotel de destino en el corazón de Manhattan. Misión absolutamente cumplida.
 Las ciudades, si nos atrevemos a analizarlas yhablar de ellas, que eso es algo que no está al alcance de cualquiera,aunque muchos lo intentemosson máquinas enormes, brutales, complejísimas, máquinas tan insensibles y letales como quienes las habitan, máquinas con siglos de herrumbre y hambruna, de peste y gripe española y no española a sus espaldas, máquinas de piedra y metal, de madera y basura reciclada, máquinas de lava y carne taladrada en el aceite hirviendo que huye de la intemperie por los desagües negros de las alcantarillas, máquinas que no dejan de chirriar ni un instante; chirrían cuando se las mira sin verlas, cuando se las observa sin hallar el ángulopreciso, el punto de vista adecuado; chirrían cuando alguno de sus habitantes sufre, lucha o agoniza, fallece; chirrían cuando el viento se arremolina y silba por entre las esquinas y la lluvia fina barre la acera con la suavidad del acero y, bajo los paraguas y los impermeables de plástico transparentela gente corre agazapada, corre deprisa, muy deprisa, porque todos corren, corremos, y no hay forma de detenerse sin que te atropelle la multitud que corre insomne o sonámbulaque corre deprisa, muy deprisa, vaya usted a saber por qué. No conozco ningún lugar en el mundo donde se corra tanto como en las calles de Nueva York.
 Luego llega la noche, la oscuridad imposible y la necesidad reparadora del sueño. O los sueños. Escucho el palpitar cercano del Empire State Building y hasta alcanzo a verlo tras los cristales no demasiado limpios de la habitación. Allá arriba anduvo King Kong huyendo de la muerte con Fay Wray o Naomi Watts entre las manos, en el corazón, en la retina húmeda de sus terribles ojos antes de caer abatido no sé si por el fuego de la modernidad, por el paso marcial del progreso o, muy posiblemente, por el miedo infinito (humano, demasiado humano) al amor.





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martes, noviembre 7

Nueve noches y diez días


La Telaraña en El Mundo.


 Cuando lean estas líneas espero estar en Manhattan intentando librarme del desfase horario y olvidar, siquiera por unos días, en qué parte del mundo siguen estando España, Cataluña, Baleares o la mismísima calle Olmos. Estoy a punto, pues, de emprender un viaje turístico (y, si hay suerte, literario) a Nueva York, como quien desea abrir los ojos y encontrarse con algo nuevo y desconocido. O sorprendente, al menos. Sin embargo, no suele haber nada nuevo ni sorprendente en el hecho de abrir un paréntesis, introducirse en él a toda prisa e intentar, con todas las fuerzas disponibles, aprehender lo que nos rodea hasta que, por los altavoces imaginarios del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy, una voz metálica anuncie la salida metafórica del último vuelo con destino hacia mí mismo. Parece que ya estoy de vuelta, cuando la verdad es que ni siquiera he partido.  Pero todo a su debido tiempo.
 Se gana tiempo, en efecto, cuando se viaja hacia el oeste, adelantándonos al vuelo del sol y al cénit del universo, pero se pierde después, luego, en este instante huérfano de referentes, al regresar a casa y al origen, al barrizal del lodo primigenio, al lugar al que siempre se acaba regresando porque, salvo de nosotros mismos, y no siempre, no somos prófugos ni queremos serlo y tenemos, de alguna forma, que dar fe puntual de vida: sellar en los trabajos donde, en realidad, hacemos lo que nos da la gana, firmar entre las líneas invisibles de las manos que estrechamos, porque es así como las personas se van haciendo mayores y, a veces, hasta mejoran. No lo negaremos: nos gusta columpiarnos en la línea tensa y nebulosa, retórica, que separa la vida de esa otra circunstancia a la que llamamos muerte, como si la muerte fuera algo. No lo es. ¿Por qué habría de serlo?
 Me rodean, ahora, unos libros y un mapa abierto, extendido, gastado de tanto auscultarlo, arrugado de tanto manosearlo, en el que falta por descubrir dónde se encuentra la cruz del tesoro escondido. Siempre hay un tesoro en alguna parte; lo sé desde que anduve por el filo mismo del abismo, dejándome abrazar por el miedo y la indiferencia; por el vértigo y, sobre todo, por la belleza. Abro y acaricio las memorables páginas americanas de «Diario de un poeta recién casado» de Juan Ramón Jiménez, consulto con avidez «Poeta en Nueva York» de Federico García Lorca y recorro, sumarialmente, «Cuaderno de Nueva York» de José Hierro. Desde algún lugar ignoto y lejano parece estar llamándome con insistencia pródiga y prodigiosa el viejo Walt Whitman y yo dejo que mis manos -tendré que hacerlo, lo haré- acaricien las aguas sucias y turbias del Hudson como si fueran sus versos, sus ojos, sus labios. Su infinita barba blanca de mariposas. Otro día les contaré cómo vuelan, si vuelan.


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viernes, noviembre 3

El proceso


La Telaraña en El Mundo.




  
 «Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo». Así empieza El Proceso (1925) de Franz Kafka, un libro del que, sin duda, sobre todo últimamente y siempre a vueltas con la actual situación política en Cataluña, habrán oído hablar bastante, mucho, quizá demasiado. No es una mala estrategia, en absoluto, mezclar en la primera frase de un libro las, quizá, infundadas y casi siempre frívolas habladurías de la gente con las, por lo general, sesudas y hasta meditadas, decisiones judiciales para concluir, a modo de síntesis, en la posible consideración moral (no hizo nada malo: ¿hizo algo? ¿nada? ¿bueno, malo?) de unos hechos que el lector sagaz y perseverante de la novela intentará averiguar durante las 156 páginas que dura el libro (acaso una más de las necesarias, si nos atenemos a la versión de libre dominio, en español, que puede descargarse en pdf, vía Google, desde varios lugares) sin ningún éxito.
 A veces hay que saber tener mucha paciencia. Las historias que nos ocurren, al igual que las que nos inventamos o las que se inventan otros con no importa qué oscuros o diáfanos motivos, son simplemente eso, historias, narraciones, sucesiones de días y noches, de situaciones agradables y desagradables, de éxitos y fracasos, de problemas y soluciones, de inconvenientes que vamos superando, o no, sin saber muy bien cómo. Así se escribe un libro, igual que una vida. Y es eso lo que Kafka hace en este libro que dejó inconcluso, pensamos que no por azar. ¿Cómo acabar lo que no tiene fin, lo que no puede tenerlo? Kafka nos embarca en el fracaso ilimitado de un viaje tan absurdo como falto de alicientes para lograr que hacia el final de la lectura nos demos cuenta de lo mucho que ese viaje se parece al de nuestras vidas. También y siempre absurdas, e inacabadas, como no podría ser de otra forma.
 Mientras escribo estas líneas varios miembros del ya cesado Govern catalán están declarando ante la juez Carmen Lamela. No trataré aquí sobre lo que han dicho o dejado de decir. La realidad es un paraje muy intricado que no se resume con unas pocas palabras, pero son esas pocas palabras, sin embargo, las que, llegado el momento decisivo, nos habrán de salvar o condenar para siempre. Puigdemont, de momento, no se ha presentado a declarar porque sigue en Bruselas huyendo, al parecer, de todo y de todos. O ejerciendo, tal vez, de ceremonioso protagonista de una historia, millones de veces ya escrita y leída, que él cree que está inacabada y que, en efecto, así es. Nunca se acaba el dar vueltas y más vueltas por el laberinto sin sentido de las cosas, por los abismos crepusculares e idénticos de la verdad o la mentira, por los aledaños de la hora final en que el juez, inevitablemente, dictará sentencia.




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