LA TELARAÑA: octubre 2017

martes, octubre 31

La hora de las querellas


La Telaraña en El Mundo.



 He asistido desde lejos (y por televisión, que es la mejor manera de ver temblar las torres de Nueva York o repiquetear el cielo en llamas de Bagdad) a tanta torpeza dialéctica, desvergüenza emocional y fanatismo político estos días pasados -desde el viernes negro de la independencia y la república catalana declamadas, como en un monólogo de Hamlet, contra la realidad inexcusable y democrática de las cosas hasta las primeras horas, frágiles, algo tímidas y puntillosas, de la lenta aplicación del artículo 155- que casi no puedo describir el horror y la desidia que he llegado a percibir porque se me han mezclado con las náuseas, la tristeza, el aburrimiento infinito y las ganas, en fin, de salir corriendo hacia cualquier lugar donde aún se pueda respirar sin que se desate la asfixiante y ruidosa crispación del odio, la dentera chirriante del autoritarismo, la incontinencia verbal, la salvajada inconcebible de los representantes de menos de media Cataluña asesinando, en vivo y en directo, la libertad de todos y la suya propia. La hora de las querellas parece que será muy larga. Larguísima.
 En Baleares, por desgracia, pero no sólo por desgracia, porque alguien les ha votado, nos gobiernan unos políticos de talante muy similar a los que han convertido Cataluña en un desastre de proporciones telúricas, bíblicas o cómicas, una minoría ideológicamente heterogénea y populista, que no acaba de entenderse en sí misma o por sus rasgos distintivos, sino sólo por su acerada voluntad de gobernar a toda costa y consolidar el nacionalismo catalán en la administración, la sanidad, la cultura y las aulas de la sociedad mallorquina como forma unívoca de llegar a lugares parecidos y catástrofes similares al imaginario de la secesión catalana. En ello están desde hace décadas. Y los sucesivos gobiernos de España (incluidos los del Partido Popular en Baleares) mirando y poco más. Buenas vistas, imagino.
 Con todo, hay dos personajes que me hicieron sentir, si no triste, sí bastante avergonzado. Vergüenza ajena, lo llaman. Me refiero a José Montilla y Francesc Antich. El primero no tuvo mejor ocurrencia, al concluir la votación del 155 en el Senado, que organizar un discurso ante los medios para atacar a unos y otros y justificar su ausencia de la votación final, su falta de compromiso con la libertad y la democracia, su histórica sumisión a un separatismo que no hace falta que les diga cuánto tiene de socialista. Antich, por su parte, aunque se abstuvo de discursos, por falta de audiencia, supongo, tuvo la desfachatez de desertar, también, de la votación y negarse a ser la voz de la mayoría de los mallorquines para convertirse en el vocero de Francina Armengol y sus aliados. Con socialistas así quién teme a los nacionalistas.


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viernes, octubre 27

Los muertos


La Telaraña en El Mundo.


 Alrededor, percibo cierto trasiego, entre festivo y resignado, por Halloween. Nunca he celebrado esa fiesta pagana y extranjera, pero no porque fuera pagana y extranjera, ya que me gustan todo tipo de fiestas y cuanto más paganas y extranjeras mucho mejor, sino porque la muerte me parece algo muy serio desde que, hace ya unos cuarenta y cinco años, en uno de aquellos terribles ejercicios espirituales que también formaban parte, supongo, de mi muy leve educación franciscana, el curita de rigor tuvo a bien largarnos, justo antes de acostarnos, un discurso tan terrorífico sobre la muerte, el pecado y los infiernos que no sé si aquella maldita noche, que pasé en blanco, logró dormir bien alguno de mis compañeros de colegio. Creo que no, pero me será fácil averiguarlo porque, ya cumplidos los sesenta, mantenemos un grupo abierto en WhatsApp. Qué modernos.
 A todo esto, le leo a Aurora Jhardi unas declaraciones en las que, sin decir nada, pone cara de lo contrario. Esa petulante solemnidad dialéctica la pierde. Dijo "Recuperamos una fiesta mallorquina y lo hacemos con vocación de permanencia" al presentar, urbi et orbi, la llamada Nit de les Ánimes, el sábado 4 de noviembre en el Parc de Sa Riera. Se trata, truco o trato, de crear un Halloween a la mallorquina con dimonis, batucadas, juegos infantiles y música popular. Nada muy original, salvo la posibilidad de asistir, de la mano de Carlos Garrido, a una visita guiada del cementerio de Palma. Personalmente, con Carlos, por simpatía cultural de tantos años, aficiones musicales al margen, iría a cualquier lado. ¿Pero es necesario perderse bajo la fría niebla de noviembre, cuando los muertos, precisamente, andan más que revueltos, por entre cruces, lápidas, mausoleos y tumbas? Pues no sé yo.
 Donde sí que me perdí fue entre las voces y ecos del debate del estado de la Comunidad. Por lo visto, Francina Armengol sigue viviendo en su particular ordalía nacionalista sin más cera que las lágrimas del victimismo habitual. Resulta muy difícil entender a los que hacen del victimismo una forma de vivir, una manera de acercarse a la catástrofe segura (ya lo decía yo) que es siempre la propia vida cuando se nos cruza, ensombreciéndonos la mirada, la idea turbadora de que son los demás, siempre los demás, los que nos la estropean, los que nos impiden sacar adelante nuestros legítimos deseos (los de la independencia catalana, sobre todo) con buena letra y mejor nota, los que nos la convierten, a la vida, en un largo y tortuoso camino hacia ninguna parte. Miren, la vida es siempre un largo y tortuoso camino hacia ninguna parte, sin que haga falta echarle las culpas a nadie. Pero si no hay culpables, tampoco habría víctimas y entonces se les vendría abajo a muchos el chiringuito.

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martes, octubre 24

Humanos y replicantes


La Telaraña en El Mundo.

  
 No he encontrado tiempo (o me ha faltado el humor en estos días de brumas tan intempestivas como desagradables) para acercarme hasta el cine, hasta una cualquiera de esas salas oscuras donde antes podías pasar la tarde entera sin dejar de ver una película tras otra (la sesión doble, continua de los antiguos cines de barrio) para ver la secuela de «Blade Runner», una de las pocas películas, con «2001 Una Odisea del Espacio» o «El Último Tango en París», por citar sólo dos ejemplos palmarios, que he seguido visionando una vez y otra, año tras año, formato tras formato (VHS, DVD, Blu-ray y hasta diversos montajes hallados en Internet) sin más intención que releer en el festín interminable, oscuro y lluvioso de las imágenes, que bucear en el profundísimo mar de las sugerencias, que dejarme llevar por el eterno debate entre la vida y la muerte, entre el conocimiento y el miedo al conocimiento, entre la violencia y el amor como formas de sentirse vivo cuando la vida se nos escapa y sólo la logramos atrapar muy de vez en cuando. Esos afortunados momentos son los que, cuando nos llegue la hora final, habrán dado algún valor y algún sentido a nuestra existencia.
 Pero el cine, como el arte, como la literatura, como el teatro, como la vida, incluso como la que no pretende exhibirse ni ser exhibida, es puro y auténtico, genuino artificio. Observamos la realidad como si leyéramos un libro, quizá uno muy conocido, quizá uno que guardamos inédito en el cajón oscurísimo de nuestros sueños más irrealizables. Observamos la realidad mientras una voz en off (que no podríamos asegurar si es la nuestra) nos va explicando los detalles que la realidad no acaba de mostrarnos, porque sólo vivimos en un único instante y todos los instantes del pasado y del futuro se condensan en ese mismo único instante. Cómo gana en intensidad cada instante (y me refiero a este instante que acaba de pasar y que ya no existe) si lo sabemos escrutar, si acertamos a saborearlo como si nos fuera la vida en ello.
 Estoy seguro de que nos va; por eso hay tantos instantes que destilan un veneno tan poderoso, que no es fácil sobrevivir a su influjo sin caer en la sumisión, en la fascinación hipnótica, tal vez en la mentira, quizá en la locura. Ah, la razón y sus viejos monstruos. Andamos, pues, entre seres humanos y replicantes sin que sepamos (y sin que nos importe demasiado averiguarlo) quienes son los unos y quienes los otros. Yo mismo puedo ser Rick Deckard o Roy Batty. Puedo ser ese androide que sueña con ovejas eléctricas y añora haber viajado sobre unicornios azules. Puedo ser ese personaje o haberlo sido, pero también puedo despertarme, frío y sudoroso, en mitad de la noche y no tener ni remota idea de quién soy. Ni por asomo.




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viernes, octubre 20

En la encrucijada


La Telaraña en El Mundo.





 He esperado hasta pasadas las diez de la mañana (de este jueves, a ratos lluvioso y a ratos soleado, en que escribo estas líneas) para mirar el cielo intentando ver si se ha levantado en algún cirro, constelación o galaxia muy lejana la polvareda que pueda hacernos pensar, al fin, que los cuatro jinetes del Apocalipsis han ensillado sus monturas, han piafado orgullosamente sobre el arco iris y se han puesto en camino hacia nosotros y nuestra forma de vida, hacia el lugar en el que, nos guste o no, llevamos una eternidad esperándoles como si fueran el maná prometido, el acabose de todas nuestras miserias conceptuales, la revolución que habrá de cambiarlo todo, pero arrasándolo de veras, demoliéndolo por completo, para que no quede de nosotros ni un ápice de estupidez, usura o ruindad más allá de la estupidez, usura o ruindad que nos vienen instaladas de serie en esta humanidad demasiado humana que somos y queremos seguir siendo. Faltaría más.
 He esperado hasta pasadas las diez de la mañana para comprobar que todo sigue igual de revuelto, áspero, tullido, surrealista. El intercambio epistolar entre Rajoy y Puigdemont empieza a ser una eterna maniobra de distracción a la espera de tiempos mejores o peores, quizá mucho peores. De momento, Cataluña es una comunidad con el Parlament cerrado (aunque quizá lo abran un día de estos para votarle a Puigdemont lo que guste) y sin más actividad política, cultural o social que la fuga de empresas y las manifestaciones callejeras (que serán algaradas, cuando la CUP y los entes culturales de rigor lo dicten). Hay algo más, por supuesto, y es la terrible sospecha de que se está perdiendo un tiempo (y una situación privilegiada en el contexto europeo) que no volverá, porque cuando una sociedad descarrila, se eterniza en la parálisis (o en el tiempo y lugar desorbitados de la crispación nacionalista) no tiene fácil recobrar las fuerzas, levantarse y reemprender la marcha.
 He esperado hasta pasadas las diez de la mañana (de este jueves lluvioso y soleado) para constatar que los mundos ubicados en realidades paralelas tienden a destruir la realidad alternativa del otro mundo para resguardar la realidad del suyo. Así funcionan las cosas: no se puede sobrevivir a la propia locura sin aplicarse, tarde o temprano, el preceptivo artículo 155, por no hablar, si todo se tuerce, del estado de sitio, alarma o guerra. ¿De verdad funcionan así las cosas? Es posible, pero no estoy seguro. De un lado, no quisiera adjudicarle a la naturaleza de las cosas una fatalidad que igual no es sólo suya, sino también mía. Del otro, no puedo olvidar que la vida en común, como todas las cosas que son valiosas, necesita ser protegida, incluso de sí misma y sus desvaríos. Y en esa encrucijada estamos, me temo.

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martes, octubre 17

Entre Lacan y Puigdemont


La Telaraña en El Mundo.




 Hace ya mucho tiempo que dejamos de pensar en la realidad como si fuera un lugar de encuentro: ya no nos importa si lo es o no, porque preferimos andar metafóricamente perdidos, solitarios y a la deriva; porque preferimos seguir buscando, acaso como Diógenes, no sabemos realmente qué. Nos basta con que la realidad nos parezca un lugar de creación, quizá el único lugar donde la creación puede acontecer y, de hecho, hasta acontece: ese paisaje, que intuimos tan tullido como inabarcable, ese camino tan repleto de pérdidas como de felices hallazgos, que vamos acumulando, por azar o necesidad, en los almacenes provisionales de la memoria, en las frágiles estanterías del alma, en las temblorosas palmas, siempre vacías, de nuestras manos.
 Tengo en las manos un libro de Jacques Lacan que encontré ayer, sin buscarlo, cuando ya lo había dado por perdido. Es cierto, es un anacronismo releer a Lacan; pero gracias a ello hoy me he levantado dándole vueltas a lo simbólico, lo imaginario y lo real, esas categorías neutras en las que el lenguaje se ramifica para ofrecernos el espectro entero de lo que llamamos la realidad. No sé en cuál de sus categorías podemos incluir la carta que Carles Puigdemont acaba de enviar a Mariano Rajoy. Se le requería un Sí o un No a una declaración de independencia que muy poco importa si fue o no fue declarada (o declamada), porque los efectos, en ambos casos, son los mismos. Media Cataluña sentimentalmente ofendida, marginada y media Cataluña feliz, exultante. Demasiado ruido sentimental para tan pocos hechos.
 Pero acabo de leer la misiva de Puigdemont. Me ha parecido pobre, decepcionante, sin recursos ni estilo literario. Pura retórica funambulista de quien no tiene un discurso propio y creíble al que aferrarse. ¿Son simbólicas, imaginarias o reales sus peticiones, su voluntad de no responder a lo que se le demandaba yéndose por las ramas, las quejas por la represión, las citaciones de los jueces, la congelación de las cuentas, el artículo 155 que se le viene encima o esa receta brumosa del diálogo como antídoto mágico contra la tozuda realidad?
 Esta mañana toda España (excepto la que lucha de veras contra el terrible fuego en Galicia), toda Cataluña y todos los tertulianos de las televisiones, todos los bots de las redes sociales y todos los opinadores de la prensa (como yo mismo y mis circunstancias) estamos perdiendo miserablemente el tiempo analizando las palabras de un personaje, como Puigdemont, que no alcanza a ser imaginario y, así, significante, seductor, que no logra ser simbólico y, por lo tanto, mítico, relevante, que no logra ser real y, por ello, convincente e imprescindible. ¿Quién dijo que leer a Lacan era un anacronismo? Lo dije yo, pero no iba en serio.




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viernes, octubre 13

La cuchilla en el ojo


La Telaraña en El Mundo.



 Cuesta abrirse paso entre la selva del hartazgo, la tristeza, la decepción y, sobre todo, el absurdo. Cuesta creerse lo que parece suceder: qué ridículo es el ridículo, en efecto. Cuesta abrir los ojos y vernos inmersos en una sociedad que va de la convulsión y la violencia a los memes y los chistes, de la crispación y los insultos al desprecio y la indiferencia, de la inseguridad y, tal vez, el miedo a la intolerable sensación de encontrarnos bajo el aullido de las sirenas y el foco extraviado, asfixiante, de las luces en pleno Guernica virtual de Picasso, en pleno campo de batalla donde un grupo de locos de atar está intentando imponernos su propio delirio, su alucinación, su distopía, su afilada y herrumbrosa hoja de afeitar en la pupila asombrada de nuestros ojos. ¿Dalí, Buñuel, dónde estáis?
 En todo caso, una vez superada la modernidad paradójica de los siglos 19 y 20 e ingresados en el nuevo siglo con los primeros pasos en el laberinto de la globalización y la robotización de la inteligencia, es decir, de las redes sociales como lugar donde la existencia toma necesariamente cuerpo (y, por lo tanto, consciencia), el primer obstáculo para la vida en libertad y democracia sigue siendo, como de costumbre, el nacionalismo. El nacionalismo central y centrípeto, cuando existió, y los nacionalismos periféricos, cuando los dejaron existir y, sobre todo, organizarse. Pero el problema no es sólo el nacionalismo. También hay que valorar el efecto absolutamente depredador de un grupo variado de gentes que, sin ser nacionalistas, no verían con malos ojos, sino al contrario, destrozar el Estado de Derecho (cualquier Estado de Derecho, en realidad) en que vivimos y queremos, pese a todo, seguir viviendo, aunque sepamos que no es jauja. Jauja no existe.
 Pienso, ahora, mientras me columpio en el artículo 155 y leo, exhausto, la prosa descarriada de la declaración de independencia firmada en los anexos del Parlament, en la fulgurante ascensión y en la posterior caída de la CNT y, en especial, de la primera mujer que llegó a ser ministra en España, Federica Montseny (y me duele escribir esto, porque tengo las espaldas cargadas de bucólica anarquía, de melancólica acción directa, de fracasada pero poética educación sentimental, de metafórico misticismo laico, quizá instintivo), y en los movimientos populistas, maniqueos, disgregadores, filosófica e ideológicamente terribles, vacuos, insostenibles, que alientan gentes como Pablo Iglesias o Ada Colau, como la CUP y su antiquísimo y gregario comunismo tribal, como las huestes comandadas, en Mallorca, no sé si por Alberto Jarabo, Laura Camargo o la controvertida Mae de la Concha. Igual el verdadero jefe es Baltasar Picornell y de ahí el rutilante cargo oficial que ostenta. ¿O no?


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martes, octubre 10

Rojigualdas, señeras y mentiras


La Telaraña en El Mundo.





 Un oportuno trancazo me mantuvo, el fin de semana, a buen recaudo del empacho de banderas rojigualdas y señeras que invadieron, al alimón, entre otras ciudades, Palma, el sábado, y Barcelona, sobre todo, la luminosa y fructífera mañana del domingo. Me quedó, eso sí, el recurso doméstico de asomarme a la ventana de vez en cuando y quedarme un rato pensativo, absorto, mientras un mar de banderas rojas y amarillas hacía desaparecer la calle Olmos y yo me preguntaba donde podían haber estado guardadas tantas, tantísimas banderas durante tanto, tantísimo tiempo como hacía que no se las veía desfilar por las calles tortuosas o flamígeras de Palma: al menos desde que España ganó el Mundial en Sudáfrica; y yo recuerdo, ahora, que cuando el árbitro dio por finalizado el partido caí de rodillas ante el televisor y me puse a hablar por teléfono con mi hijo que chillaba, eufórico, desde no sé dónde y no sé si lloré entonces o si aún sigo llorando al recordarlo. Hubo lágrimas de emoción en mi caso, pero ninguna bandera. Prefiero los pañuelos. Para las lágrimas, para los mocos.
 Pero no sólo hubo banderas de colores, también hubo banderas blancas (¿de rendición?) en busca de un diálogo que ignoro con quién hay que establecer a estas alturas de esta separación, no por lo civil, sino por lo criminal. En cualquier caso, me da que para hablar con Puigdemont, Junqueras o Forcadell habrá que acercarse muy pronto hasta alguna institución penitenciaria. La vida es así de dura; y la justicia, de lenta.
 Con todo, no creo que haya mucho que hablar con quienes llevan décadas imponiendo su cultura, su lengua y su pensamiento único, con quienes no paran de engendrar el rencor y no dejan de medrar con la espectacular rendición colectiva que se instauró en España en 1978, cuando se entregó a los nacionalistas (a los más viejos de cada lugar, en definitiva) la gestión absoluta de la educación, la lengua y la cultura. De aquellos polvos, estos lodos. ¡Claro que hay que reformar la Constitución!
 Y para acabar, una anécdota. Cuando el joven reportero de TV3 tuvo a bien informar de que el gentío que inundaba Barcelona y que se paraba a felicitar, con abrazos, cánticos y flores, a las fuerzas de seguridad del Estado había sido convocado –“para que sepan de qué tipo de gente estamos hablando” (sic)- por entidades como Falange o los somatenes consideré que mi gripe sólo podía empeorar si seguía escuchando más sandeces y que los pocos minutos que llevaba viendo esa televisión pública eran ya más que suficientes. Excesivos. Mi fiebre había subido unos grados, pero mi regocijo personal, paradójicamente, también había aumentado. Es lo que tiene una manipulación tan burda de la realidad: en vez de ocultárnosla, nos la acaba mostrando en su auténtico esplendor.

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viernes, octubre 6

Regreso al futuro


La Telaraña en El Mundo.



 No sé cuántas veces he visto, en el cine o en alguna pantalla imaginaria en mitad de los sueños más profundos, avanzar una grieta, que empieza siendo amenazadora, pero chiquitita, y acaba siendo enorme, inabarcable, incontenible, con sus efectos especiales a cuestas, avanzar, dije, decía, avanzar vorazmente, estoy diciendo, por entre la gente paralizada por el estupor o el miedo, avanzar separando, sin distinción ninguna, a unos de otros y así a todos del mundo en que vivían hasta que se abrió la tierra y empezó esta hipotética catástrofe, este guión que tanto nos vale para ilustrar la situación actual en Cataluña como para hablar del desgarro, la soledad, la convivencia rota, la historia devuelta de un plumazo a las oscuras y remotas vísperas del 7 de octubre de 1934 cuando en el Diario Oficial del Ministerio de la Guerra se publicó que el Gobierno de la República declaraba el estado de guerra en todo el país porque la Generalitat había proclamado el día anterior, 6  de octubre, el Estat Catalá.
 Parece, pues, que el pasado vuelve con su insufrible olor rancio a naftalina vencida por el paso mordido del tiempo. Vuelve con su aspecto de zombi fiero, hambriento y desnortado. Vuelve con su rostro maldito, sus ojos ausentes y sus cicatrices repletas de gusanos, con sus mandíbulas desencajadas y sus dientes cargados de caries negras y esfinges espectrales. Vuelve o igual no, no vuelve; y es, entonces, que somos nosotros quienes no dejamos, quizá, de reemprender un absurdo y atormentado viaje circular que nos lleva, una vez y otra, de regreso al futuro y nos sitúa, al fin ingrávidos, como ausentes, casi autistas, en el centro mismo del torbellino, del tsunami, en ese lugar exacto, en ese vórtice extrañamente tranquilo y silencioso donde nacen todas las tormentas, todas las grietas. ¿Lerroux se reencarnará, tal vez, en Rajoy o viceversa? Todo puede ser, aunque hace ya tiempo que sospechamos que no hay futuro, no demasiado futuro, al menos, más allá de esta continua repetición de lo mismo en que se ha convertido el simulacro de nuestra existencia, nuestro devenir, la historia, la vida.
 Salgo a la calle y me encuentro con un gentío bailando «ball de bot» en la Plaza del Mercat. Es algo realmente espectacular. Allí un viejo conocido se puso a hablarme de Mae de la Concha, la «Khaleesi» de Podemos, me dijo, enfático, dejándome más atónito de lo que acostumbro estar. ¿Qué será eso, quién? pensé, sin osar preguntárselo. Faltaría más. Al llegar a casa tiré de Google y Wikipedia para confirmar mis peores presagios: los hay que viven inmersos en terribles cuentos de hadas y dragones, en fatuos juegos de tronos donde el único reino que tendría que importarnos es el que ya hemos perdido. Cada cual debiera saber cuál fue el suyo.


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martes, octubre 3

El día después


La Telaraña en El Mundo.



 Y de repente, tras la larga noche del referéndum que no fue, la tristeza. El paisaje gris y otoñal, que observo afuera, en las calles, y también adentro, al auscultarme las arrugas de la frente y sentir un extraño temblor tanto en la comisura de los labios como en las yemas de los dedos. No es fácil, en efecto, escribir sobre algo que nos duele, preocupa e impresiona, sobre algo que sentimos como nuestro, aunque sabemos que no es sólo nuestro; también es de otros, de muchísimos otros. En todo ello pienso, ahora, mientras me invade cierto pudor biográfico, que no conviene desvelar más allá de su enunciado, y que me obliga a ser cauto, reflexivo, tal vez pragmático: me obliga a ser todo aquello que, quizá, no soy.
 Y de repente, la tristeza, pero no sólo ella, también la indignación, al comprobar que cuatro décadas de dejación política sólo podían conducirnos al caos. Aquí estamos. No se puede dejar, como ha sido la norma desde 1978, la educación y la cultura en manos de las minorías nacionalistas sin que la sociedad resultante se transforme a su imagen y semejanza y se convierta, poco a poco, en una monstruosa red clientelar donde el cóctel de la militancia subvencionada y la manipulación sentimental acaba resultando tan explosivo como un cóctel Molotov. Ayer estalló, de alguna forma, en Barcelona.
 Y de repente la tristeza y la indignación, pero también el asco. Circulan por las redes sociales, cara al exterior, multitud de imágenes manipuladas de una violencia policial que fue la que fue, por supuesto, pero no la que nos intentan colar con imágenes y videos añejos que ya estaban en Google antes del 1-O. No seré yo quien defienda la actuación policial, pero quienes padecimos la violencia de los grises de Franco no podemos llamarnos a engaño: no resulta fácil dialogar con armadura y casco, con un escudo, una porra o una pistola en las manos. El hábito y el monje o viceversa. Con todo, siempre nos quedará la duda de que si, habiendo sido ya declarado ilegal el referéndum e iniciados los pertinentes litigios, hubiera sido mejor dejar a los independendistas continuar a su aire con la farsa. Pues es muy posible.
 Ahora toca abrir bien los ojos y seguir mirando el paisaje, el paisanaje. El Pacte que nos gobierna ya está pidiendo a gritos que se negocie con los golpistas de Puigdemont y Junqueras, mientras Ciudadanos, de Xavier Pericay, un soplo de aire fresco entre tanta nube tóxica, intentan que el Parlament balear apruebe una proposición en defensa del Estado de Derecho en Cataluña. No creo que Armengol, sumergida en su peculiar nacionalsocialismo, permita que la propuesta salga adelante. Al contrario. La terrible duda que nos asola es saber cuánto tiempo nos va a durar el Estado de Derecho en Baleares.

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