LA TELARAÑA: agosto 2017

martes, agosto 29

Ratas y cucarachas


La Telaraña en El Mundo.





 Es curioso que la gente hable, sin parar, de los problemas de la masificación turística, por ejemplo, cuando de lo único que, al parecer, se puede presumir en Palma es de tener, mal que nos pese, una creciente, renovada y sanísima población de ratas, ratones y cucarachas. Trago saliva contra las arcadas, porque no son pocas, al cabo de los años, las noches en las que tuve que compartir mis confidencias insomnes con alguna que otra repugnante cucaracha. Recuerdo algún caso. Ella y yo, solos o muy bien acompañados, en la habitación de un viejo hostal que ya no existe, cerca de Apuntadores, donde había que enseñar el DNI para demostrar que uno era mayor de edad, aunque no lo fuera, en el baño o en la cocina de casa, de las tantas casas que uno va habitando a lo largo de la vida, en la lujosa suite de un céntrico hotel de Valencia, que no es Palma, pero como si lo fuera, en la terraza minúscula donde descanso, en este mismo instante, con vistas a la catedral, a la bahía y también al olvido, yo con una zapatilla en la mano y ella moviendo nerviosamente sus antenas negras, sus alas membranosas, su abdomen de azabache, el destino de quien busca algo y, finalmente, lo acaba encontrando. Faltaría más.
 Con las ratas y ratones, sin embargo, tengo muchísima menos experiencia. Una vez, de niño, iba con mi padre por lo que ahora sería la calle Aragón y entonces era un descampado polvoriento donde aparcar el coche; fue entonces cuando vi a un hombre de raza gitana con una vara de madera en la mano conduciendo a una rata gorda y vieja, a una rata enorme que caminaba con lentitud atendiendo a la vara severa de su dueño como si fuera, resignadamente, hacia el matadero. O hacia su casa. ¿Por qué recuerdo ahora los andares grotescos de esa rata resignada y los incorporo al bestiario de mi vida cuando nunca me han gustado las ratas y, menos aún, las enormes ratas viejas resignadas? Es todo un misterio.
 También es un misterio saber quién limpia Palma, quién retira los contenedores repletos de exuberante basura, quién se lleva los muebles abandonados a la intemperie, quién barre las aceras, quién arranca los chicles pegados al pavimento urbano, quién recoge las colillas, quién enciende las mangueras del agua y deja, al alba, las calles frescas y relucientes. Parece que nadie lo hace y así se están llenando, los parques y jardines, de malditos roedores y las alcantarillas, cloacas y casas particulares, de infernales blatodeos. No me extraña, pues, que los gatos salvajes de hoy en día quieran ser domésticos a toda costa y prefieran, en fin, su ración gratuita de leche y cereales sostenibles que tener que luchar con la vieja rata resignada por el paso del tiempo y la vara de madera que rige su destino, como también el nuestro.

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viernes, agosto 25

Confesiones de agosto


La Telaraña en El Mundo.




 Hace ya cinco años que no publico ningún libro nuevo, ningún nuevo poemario con el que seguir frotando esa lámpara de Aladino vacía con la que, inevitablemente, tenemos que conformarnos nos guste o no. No nos gusta, en efecto, pero es lo que hay y todo lo que no sea asumir la realidad, incluso para cambiarla, es una pérdida de tiempo. Nunca tuvimos demasiado tiempo, es cierto, lo sospechamos desde siempre, y, sin embargo, cuánto tiempo que perdemos, cuántas horas vivas que damos por muertas y echamos por la borda en este naufragio anunciado que es ir hacia los arrecifes sumergidos del deseo y estrellar ahí, como escribiera Maiakovski, la barca del amor o la de la vida. El paisaje tras el naufragio me trae a la memoria la imagen, la realidad o la ficción de la Estatua de la Libertad en ruinas a orillas del viejo Hudson. Muy pronto viajaré a ese lugar.
 Pero es cierto. Frotamos esa lámpara vacía con brío y furia, con determinación absoluta. La frotamos con fe y la fe es, precisamente, el concepto al que quería llegar en estos días en que la palabra fe parece convertirse, por culpa de la actualidad, en sinónimo de fanatismo. No lo es, nunca lo fue. No puede serlo. Pienso en los místicos, en Teresa de Ávila o Juan de la Cruz, pero también en William Blake o los presocráticos. Pienso en Silesius, pero también en Al-Ghazali o San Agustín. Pienso en Nietzsche o Bataille. En Cristóbal Serra o Ramon Llull. Pienso en quienes me añadieron algo, sumando algunos de sus interrogantes a los míos. Creo que de eso trata la vida, de esa fe que nos mantiene en vilo incluso cuando ya no creemos en absolutamente nada. ¿Por qué íbamos a creer en algo?
 «Ojalá llegues a ser quién eres», dijo Píndaro, y en esas estoy igual que todos, mientras me froto los ojos y los destellos de la oscuridad me deslumbran. Escribo estas líneas, cada martes y viernes en este mismo lugar, como si escribiera los versos que no escribo, que no termino de escribir y que no sé si llegaré a escribir. Mientras tanto, miro alrededor y observo los contrastes. He citado, más arriba, a gente extraordinaria mientras la mediocridad general convierte el mundo en un burdel de muy baja estofa. Enciendo la televisión, el ordenador, la tablet. Una pandilla de jóvenes compra un hacha, tabaco y cuchillos, sonríen, bromean, van a matar a quien puedan matar y van a morir, después, si tienen la suerte de no sobrevivir a la barbarie y tener que afrontar la tortura de la propia muerte mirándolos a la cara, a los ojos. Apago la televisión, el ordenador, la tablet. La muerte campa a sus anchas, cuando la fe deja de ser una opción personal e intransferible y se convierte en el pretexto gregario, en el detonante bastardo de una terrible masacre a la que hay que poner bridas cuanto antes. Ya tardamos.

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martes, agosto 22

¿Quién dijo miedo?


La Telaraña en El Mundo.




 Volví a abrir los ojos al horror, el jueves pasado, casi a las cinco en punto de la tarde, y aún no los he podido cerrar. Supongo que las televisiones ya habrán acabado de entrevistar a todos los testigos que no vieron absolutamente nada, cuando La Rambla de Barcelona se convirtió en la autopista de la muerte y no había barreras de hormigón ni jardineras cerrándole el paso. Acabo de ver esas barreras arquitectónicas aquí en Palma, en San Miguel o en Porta Pintada, y he sentido, a la vez, cierta tristeza y cierta alegría, porque nada, a fin de cuentas, pasa en balde y muy pronto habremos aprendido a movernos sigilosamente entre las trincheras y los cadáveres, entre las trincheras y el odio, entre las trincheras y la ficción de esta sucia guerra donde la victoria y la derrota son casi la misma cosa, entre las trincheras, las zanjas, los fosos y el vacío indecible, la indetectable nada absoluta.

 No he dicho, en cambio, ni una palabra, no he hecho ni un solo comentario, no he querido sumarme a ninguno de los coros de un lado o del otro que están arrasando esa especie de rambla ennegrecida y calcinada que son las redes sociales, esa rambla enloquecida y atropellada donde alguna inercia, de la que ignoro su auténtica substancia, parece obligarnos a lanzar constantemente la metralla ruidosa de nuestras opiniones personales, como si fueran piedras, misiles teledirigidos con la peor de las sañas -qué mala baba suele tener la ignorancia- hacia una diana imaginaria, hacia un enemigo que tampoco sé si existe, mientras escondemos, cómo no, rápidamente, la mano.
 «No tengo miedo», clama ahora la multitud envalentonada. «No tinc por», cantamos ahora quienes no paramos de correr cuando la muerte nos estaba persiguiendo a todos y el mosaico de Joan Miró, esa constelación de ladrillos tan irregulares como la vida misma, nos acogía finalmente convertido en un altar de velas encendidas en honor de las víctimas, en un amasijo de plegarias, en un bodegón de flores y peluches; la muerte, por desgracia, nunca deja de perseguirnos igual que nunca nos abandona el miedo auténtico, el miedo humano de no saber qué nos aguarda al final, cuando el cuerpo deja de latir y el frío suple nuestra fiebre de siempre, para siempre. ¿Para siempre? Seré sincero. Creo que tengo miedo, pero que estoy dispuesto, pese a todo, a seguir viviendo como si no lo tuviera, porque la vida, a fin de cuentas, es sólo un juego de tahúres en el que tan importantes son las cartas descubiertas sobre la mesa como los ases escondidos en la manga, las buenas bazas que el azar, a veces, nos proporciona como el perfume embriagador de las flores, esas artimañas, esos faroles deslumbrantes con los que intentamos (y, en ocasiones, hasta logramos) enmascarar la tragedia.




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viernes, agosto 18

Elogio del turismo


La Telaraña en El Mundo.



 Un buen amigo me ha enviado muchas fotos y videos (actualmente, la amistad se mide por la cantidad de fotos y videos compartidos en WhatsApp o Telegram) de la semana de agosto que ha pasado en un hotel para adultos de Magaluf. He sido, pues, testigo indirecto, voyeur privilegiado, de algunos de sus mejores momentos: el delirante desayuno buffet, las horas al sol junto a la piscina de agua dulce, el ceremonioso almuerzo buffet, la frenética cena buffet bañada en champán y confetis, las imágenes casi familiares de la habitación limpia, el balcón con vistas al mar y al vértigo, la inercia de las horas felices en cualquiera de las múltiples barras del singular establecimiento. Realmente en todas.
 Mi amigo es un tipo sensato, más entrado en decepciones que en años, alguien que habla varios idiomas y sabe de contabilidad; que sabe, al menos, que le sale más a cuenta pasar unos días retozando, todo incluido, a unos pocos kilómetros de Palma (cerca del trabajo y el hogar) que embarcarse en la siempre incierta aventura de otro viaje más largo, con su trasiego agotador de maletas facturadas y, tal vez, perdidas, con sus largas horas de espera en los aeropuertos donde la precariedad laboral campa a sus anchas. Vivimos en un mundo tan interconectado que no hace falta que ninguna mariposa bata sus alas en la otra parte del universo, para que los problemas de unos sean también los de los otros; y un gran problema común se cierna sobre todos.
 Mi amigo me envió un video en el que se le podía ver haciendo el tren y también el indio (ambas cosas a la vez) alrededor de la piscina del hotel, entre dos rubias espectaculares, contra el reflectante cielo azul turquesa de la algarabía. La gente, cuando se divierte, parece mejor de lo que es, me confesó luego, en otro mensaje. Mi amigo ha hecho amistad con otros huéspedes, con los camareros y recepcionistas, con la muchacha que le traía unas chocolatinas y una sonrisa tímida cada tarde a la habitación, con los monitores de eventos más o menos folclóricos y hasta con el mismísimo director del hotel. Un tipo sociable, me aseguró.
 En efecto, no hay nada como ser sociable cuando la ficción colectiva va exactamente de eso, de ser feliz, de aparentarlo, de irradiar y contagiar esa misma felicidad que no nos duele, en absoluto, dilapidar porque sabemos, aunque nos duela decirlo, que no existe. El turismo quizá sea la mejor, la más gratificante forma de convertir la realidad en ficción, de convertir nuestros días de jerárquica esclavitud laboral y social en días de metafórica transgresión, de hedónico relax, de tiempo robado a la maldición bíblica y al polvo inerte que somos y que volveremos a ser, pero a su debido tiempo. El polvo puede esperar. La xenofobia de los turismofóbicos, también.

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martes, agosto 15

El chino de porcelana


La Telaraña en El Mundo.



 Domingo. Por la mañana, igual que al mediodía o por la tarde, la calle Olmos está semivacía de viandantes. Corre la brisa cálida mientras observo que la mayoría de los bares están cerrados y sólo quedan abiertas y silenciosas (como suspendidas, tal vez, en mitad de una bruma que no existe, pero que yo imagino porque es así como hay que describir el mundo: otorgándole conexiones ocultas, paraísos perdidos, sensaciones subterráneas) las zapaterías y los bazares de los chinos. En efecto, hay un chino con la edad de la porcelana china dormitando frente al local que vigila desde tiempos inmemoriales; es un chino atiborrado de quimeras impronunciables y también de incontables fatigas: ignoro lo que dura su sempiterna jornada laboral, pero creo que eso no lo sabe ni siquiera él mismo. En los televisores empieza la ida de la Supercopa de fútbol y la calle Olmos gruñe de vez en cuando como si le molestaran las multitudes aullando. ¿Dónde está la saturación turística?
 Lunes. Las tiendas de los chinos siguen, como de costumbre, abiertas y el chino de porcelana sigue dormitando al frente de sus sueños. Los bares han ocupado el espacio que Cort les permite convertir en terrazas, miradores, en pequeños puestos improvisados de vigilia imaginaria, de tertulia. Todavía es pronto (me gusta escribir cuando la gente se despereza y aún huele a café recién hecho, a café molido de vieja cafetera italiana, por supuesto, y no a café de alambique de diseño, a café de pastilla exprés) pero ya empieza la muchedumbre, el gentío, la turba, a subir o bajar la cuesta de Olmos, a convertir la ciudad en un tobogán de ida y vuelta, en un parque temático donde lo que importa es el torso más o menos desnudo y el móvil en ristre, a modo de cámara fotográfica, enfocando, tal vez, los arabescos del Gran Hotel como los contenedores repletos de una insufrible basura. No sabemos quién limpia Palma. Sabemos quién no limpia Palma.
 Martes. El futuro no existe, me digo, y sé que estoy, al menos conceptualmente, en lo cierto; pero si están leyendo estas líneas es que el futuro sí que existe, sí que llega de no se sabe dónde hasta nosotros para alcanzarnos con su lengua de luz y fuego, con su noche de plomo, con su vientre repleto de no se sabe bien qué misteriosas ofrendas: sí que alguien recoge el testigo de nuestras premoniciones e inquietudes. ¿Qué somos si no una mezcla inestable de esperanzas y temores, qué salvo la declinación de un lenguaje, de un abanico abierto de palabras y gestos que más útil se nos revela, por cierto, cuanto menos sabemos en qué coordenadas exactas estamos situados? Yo no sé dónde estoy desde que tengo uso de razón y, sin embargo, nunca seré tan feliz como en este instante de ahora en el que estoy donde quiero. Exactamente.

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viernes, agosto 11

Fuego cruzado


La Telaraña en El Mundo.






 Un día de estos me daré de baja definitivamente de las redes sociales. Borraré todos mis perfiles, incluso los perfiles falsos, de Facebook o Twitter, convertiré en un vago recuerdo mi enloquecido currículo en LinkedIn o las cuatro estupideces que dejé escritas en Google Plus, abandonaré silenciosamente los mil y un foros de noticias de literatura, cultura, viajes y salud, tecnología o informática a los que estoy suscrito desde tiempo inmemorial. Un día de estos diré basta y cerraré todas mis cuentas de correo electrónico y me libraré de auténticas toneladas virtuales de spam ideológico, presentaciones de libros o timos nigerianos de la estampita, de virus o troyanos más o menos criptográficos, de porno sin acabar de codificar (cuánto añoro, ay, aquellas películas porno de Canal+, codificadas en su justo punto de nieve) y de absurdas, delirantes peticiones en Change.org.

Un día de estos, si hay mucha suerte y los coreanos del norte, los venezolanos españoles o los nacionalistas de la Arcadia feliz de aquí cerca no lo impiden, apagaré el ordenador, el móvil, el portátil, el flamante 2 en 1 y la tablet y me sentaré en el sofá de casa, junto a los ventanales, a ver pasar las hordas de turistas perseguidas por los cuatro o los cuatrocientos gatos negros de Arran, Endavant Mallorca o los Joves del GOB, me sentaré a ver pasar las brigadas de limpieza habitacional, antitaurina o lingüística de nuestro inestimable Govern, me sentaré a ver pasar los bellísimos cadáveres famélicos de un fuego cruzado de multas, descalificaciones, agresiones y amenazas que empieza a ser ubicuo, constante y demoledor. Pura metralla en el ensordecedor dial, en la demolición acelerada, sin control, de la realidad. Como de Sa Feixina.

Un día de estos, en fin, me diré, como quien no quiere la cosa, que todo acaba siempre teniendo algún tipo de remedio y que nada ni nadie, por supuesto, dura más de cien años; que, pese a las apariencias, los achaques y el humor variable y, en ocasiones, turbulento de los días, pese a la inercia que en no pocas ocasiones nos confunde o nos ciega, pese a todo ello, los tiempos corren si no vuelan y avanzan (o dan vueltas en círculos o espirales concéntricas, que esa es otra y, sin embargo, la misma) que es una auténtica barbaridad, un torbellino, quizá un tsunami. A fin de cuentas, hace sólo unos veinte míseros y deslavazados años no existían las redes sociales ni teníamos, tampoco, móviles inteligentes que usar como simios recién bajados del árbol. No teníamos Internet tal y como hoy lo entendemos y las noticias urgentes nos las ofrecía la radio, la televisión o incluso la prensa con sus magníficas ediciones especiales en un papel agrietado y solemne que tiznaba las manos no queráis saber cuánto. Muchísimo.

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martes, agosto 8

Me gustan los alienígenas


La Telaraña en El Mundo.




 Si nos alejamos lo suficiente, es decir, mucho, quizá muchísimo, el mundo es dialécticamente simétrico, casi, casi, redondo, absoluta y, tal vez, absurdamente circular y, aunque es cierto que parece estar en constante ebullición controlada no sabemos exactamente por qué o por quién, también parece estar en perfecto equilibrio, pese a las turbulencias que se le adivinan a todo lo que se mueve, y no deja ni un solo instante de moverse, sobre la faz de la tierra. Es cuando descendemos desde las alturas del vértigo a esa mismísima faz de la tierra cuando el mundo se nos agrieta de veras, se nos llena de bancales de humo y de nubes púrpuras de sangre y amor u odio, cuando se nos hace trizas entre las manos y se nos convierte en barro, en lodo, en esa sustancia primordial y viscosa que es, a la vez, magma destructor de fuego y caldo milagroso de vida; quizá no se pueda ser nada en concreto, sino sólo algo en constante evolución y tránsito, en perpetua transformación, en abierta e inagotable crisis.
 No conviene, pues, creerse demasiado nada de lo que, aparentemente, nos ronda. Se aproxima, por ejemplo, el 1-O y, pese a todos los pájaros de mal agüero, no cabe sino esperar, más o menos tranquilamente, a que ese grupito feroz de políticos, que no saben en qué país o en qué Europa viven, decidan suspender definitivamente el absurdo referéndum y convoquen, al menos mientras puedan aún hacerlo, unas elecciones autonómicas con las que afrontar el futuro, ese futuro incierto que siempre acaba llegando. No les queda otra, de hecho, por mucho que embarullen con sus urnas repletas de oxímoros y sus inverosímiles países faraónicos.
 Los titulares de la actualidad, pues, se nos van cayendo, poco a poco, como templos arrasados por el paso vertiginoso de los días. El tiempo es corrosivo e igual que nos convierte en lo que somos también habrá de acabar deshaciéndonos hasta ese polvo bíblico del que, sin duda, provenimos. ¿Qué son, por ejemplo, los recientes brotes de presunta turismofobia, sino el sarpullido ideológico de los que, por los motivos que fueren, no acaban de entender que la realidad es una enorme ficción contra la que todos nos acabamos estrellando? Llevamos décadas luchando contra la insularidad y el aislamiento, lustros acumulando la pírrica prosperidad propia de cualquier sociedad turística más o menos desarrollada, más o menos capitalista, más o menos bárbara para con sus orígenes tribales, sus ritos étnicos y sus cavernas. ¿Nos dolerán prendas ahora por un éxito turístico auténticamente espectacular, por un trasiego inagotable de gentes de afuera, extrañas y hasta alienígenas, en busca de un ocio y un placer lo más exuberantes posibles? Por supuesto que no. A mí me gustan los alienígenas.

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viernes, agosto 4

Calor y zombis


La Telaraña en El Mundo.





 No recuerdo que me hubiera pasado nunca. Llevo dos noches cambiando las sábanas de la cama hacia las tres de la madrugada para no tener que dormir sobre el charco de mi propio sudor. Alto ahí. Es de noche, los sueños campan como desvaríos y la piel es una especie de cortina líquida, una membrana amniótica que podría devolvernos al origen, al útero materno de la existencia donde estuvimos agazapados, escondidos, protegidos. Pero me detengo un instante porque, tras escribir estas líneas, caigo en la cuenta de que en ellas aparecen, al menos, tres conceptos quizá muy sobrevalorados, la memoria, el sudor y los sueños, esas tres excreciones que nos salen de muy adentro para acabar convirtiéndose en algo así como nuestra segunda piel, la que vestimos día a día, la que ofrecemos a los demás para demostrarles que somos como ellos, aunque, quizá, no lo seamos. Tampoco importa demasiado cómo somos.
 No recuerdo, pues, otra ola de calor tan asfixiante como ésta, pero ello, por desgracia, no significa casi nada. Muy a menudo me digo que nunca voy a olvidar lo que, indefectiblemente, acabo olvidando. Olvido acontecimientos y también sensaciones; o no olvido absolutamente nada y son los acontecimientos, de tanto repetirse como si fueran nuevos sin serlo, los que nos acaban aletargando los sentidos, los que nos sumergen en la marea ingrávida de una actualidad que sólo existe porque formamos parte de ella. ¿Es cierto eso, siempre, siempre?
 Pero estos días previos al ferragosto romano muchos de nosotros nos convertiremos, mal que nos pese, en auténticos turistas. En efecto, pasa con frecuencia que nos convertimos en viajeros, que la curiosidad o la necesidad de aires desconocidos y, si puede ser, más refrescantes que los nuestros, nos lleva de un lugar a otro, de una colección de ruinas a otra colección de ruinas, de un abismo del que conocemos sus límites a otro del que, efectivamente, también conocemos sus límites, pero hacemos como si no. Nos gusta imaginar límites por conocer. O por transgredir.
 También pasa, tal vez para compensar una catástrofe con otra, que los chicos de Arran, esa sucursal juvenil de la CUP, ese arrabal escogido de entre los más selectos arrabales, se vienen a las islas convertidos en auténticos bárbaros, es decir, por decirlo con claridad, convertidos en turistas del kale borroka (del euskera «kale», calle, y «borroka», lucha, pelea), en turistas tan similares a los hooligans de Magaluf o el Arenal que nos haría falta un ojo clínico espectacular para distinguirlos. O no, no tan espectacular, porque la violencia de algunos turistas dura unos pocos días al año y la de los chavales de Arran durará lo que les dure este terrible calor en la mollera. Zombis, quizá para toda la vida, qué lástima.


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martes, agosto 1

Dos alcaldes republicanos


La Telaraña en El Mundo.



 Ya sé que las comparaciones, como dice el refrán, son odiosas. No lo discuto o, al menos, no lo voy a discutir aquí y ahora, porque puedo considerar, sin sonrojarme más allá de lo habitual, que el aserto es cierto, que es bastante cierto, al menos, y que todos hacemos cosas similares con resultados, en ocasiones, sorprendentemente distintos. O radicalmente opuestos. Así, por ejemplo, llevo unas horas escrutando los bandos de Enrique Tierno Galván, el alcalde (republicano) de Madrid entre 1979 y1986, para compararlos con la última carta abierta, a guisa de bando, que ha publicado Antoni Noguera, el autodenominado primer alcalde republicano de Palma sobre la financiación de la ciudad. No hay demasiado color, por supuesto.
 Tierno Galván, ese viejo profesor al que tanto quisimos, habla a los madrileños como un padre a sus hijos, dándoles consejos que, por ser expresiones del más huidizo de los sentidos, el sentido común, se convierten en órdenes universales de convivencia, en pautas ejemplares de un civismo que acaba prestigiando a la ciudad igual que a sus moradores y visitantes. Porque Tierno habla de la realidad íntima y transversal de la ciudad (la limpieza de los jardines y fachadas, los botellones de entonces, las basuras, el tráfico, la cultura, la lengua, la educación, la vida y también la muerte) con tanto respeto y cautela que casi no nos lo podemos creer. Sobre el turismo, por ejemplo, dice en febrero de 1982: “el turismo o, lo que es igual, la concurrencia cuidadosamente ordenada de viajeros que, conducidos por la curiosidad y el placer, visitan nuestra patria, es hoy provechoso e insustituible caudal de abundantes bienes tanto para el espíritu, en cuanto fomenta la paz y el entendimiento entre los pueblos, como para el material bienestar de todos, ya que acrecienta la moneda que nutre las arcas públicas y beneficia a la vez considerablemente a los sujetos particulares de esta monarquía”.
 Antoni Noguera, sin embargo, nos envía una carta abierta a lo que no sabríamos qué dirección, qué destinatarios, qué timbre ponerle. Noguera escribe sobre sus obsesiones ideológicas como si fueran las nuestras y, además, debieran serlo. No lo son. O no como él quisiera. La injusta financiación de las islas y el expolio fiscal al que Madrid nos somete una y mil veces, según reitera el bando epistolar de Noguera, no son temas en los que ningún alcalde tenga competencia alguna. La terrible mezcla de conceptos, el turismo, por un lado, y la falta de vivienda social, por el otro, constituyen un discurso tan pintoresco y alejado de la realidad que lo mejor es quedarse anclado al principio del segundo párrafo. Exactamente allí donde asegura que Palma es la capital del país. ¿Pero de qué país nos está hablando este buen hombre?




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