LA TELARAÑA: julio 2017

viernes, julio 28

El club de los 27


La Telaraña en El Mundo.





 Ya puedes llamarte Jim Morrison, Janis Joplin o Kurt Cobain, que morirse a los 27 años es, sin ningún género de dudas, una gran desgracia. También lo es si te llamas Jimi Hendrix, Brian Jones o, incluso, Amy Winehouse. Lo es, lo sigue siendo, lo será siempre, aunque te acaben incluyendo en el más fúnebre y aciago de los grupos, el club de los 27, ese grupo, artificio y marketing mediante, de artistas más o menos conocidos que tuvieron, al parecer, muy poca paciencia con el largo y tortuoso viaje de la vida y que, justo a los 27 años, se encontraron con la hermosa Dama de la muerte y se fueron con ella. O ella, esa Arpía desdentada, se los llevó presos o enamorados a no sabemos dónde: a algún lugar de nuestra memoria colectiva, a algún rincón polvoriento, tal vez, donde acumulamos deseos e ilusiones, todas esas benditas o malditas quimeras que, poco a poco, van madurando con nosotros hasta que caducan y tenemos, entonces, que abandonarlas o pudrirnos con ellas. No hay mucho más donde elegir.
 Pero todo esto venía, porque leí que un cuadro del neoyorkino Jean-Michel Basquiat había sido robado (o algo así) y recuperado, después, en Pollensa. No sé si ustedes conocen a Basquiat. Murió en 1988 a los 27 años de edad, como no podía ser de otra forma, de una sobredosis de heroína y toda su obra puede reducirse, quizás, a un atormentado viaje de unos siete años de duración por esa parte infantil y sucia, inmadura, embriagante, del infierno (o de la naturaleza humana) donde las palabras y lo que las palabras significan no son, todavía, independientes, sino que forman parte del mismo magma, el mismo dolor o placer impostados, la misma incomprensión, el mismo espanto, la misma impotencia que da, finalmente, en intentar expresar el mundo sin saber qué hay o qué no hay de uno mismo en lo que somos. O en lo que no somos.
 Los cuadros de Basquiat valen actualmente millones de dólares. Eso demuestra que el dinero no vale absolutamente nada y que las leyes del mercado -del mercado del arte como el de la vida misma- son sólo el escenario, la madera carcomida donde crujen los pasos de los protagonistas mientras aplaude a rabiar la claque, donde tiembla hasta el apuntador cuando el telón púrpura de la muerte sube o baja, el viejo escenario, decía, de una absurda pantomima donde la oferta y la demanda ejercen como anfitriones de la usura, esa ceremonia de la confusión en la que nada es lo que parece. Miro el cuadro de Basquiat y me gustan esos garabatos, esas palabras perdidas, tullidas, abandonadas, esos seres monstruosos y contrahechos, esas sombras maléficas que se expanden igual que se contraen, esas tinieblas mías -absolutamente mías- que yo imagino que él pintó, aunque realmente no lo hiciera. ¿Cómo podría haberlo hecho? ¿Lo hizo?




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martes, julio 25

Las diez y diez


La Telaraña en El Mundo.





 España siempre ha sido surrealista. El dictador Franco se pasó los cuarenta años de su dictadura (porque la dictadura duró cuarenta años, aunque algunos hablen de ella como si siguiera vigente, tal vez incorrupta) llevando de un sitio para otro el brazo incorrupto, este sí, de santa Teresa de Jesús o de Ávila. En realidad, el brazo era un trozo de mano a la que, en pleno éxtasis descuartizador, habían arrebatado el dedo meñique, pero eso no importa, porque las reliquias de los santos han cotizado siempre al alza en este país de países donde la muerte se conserva putrefacta y serenísima, como si la sal ácida del ambiente fuera capaz de detener el tiempo y convertir el muñón de la santidad en el sacrosanto e incombustible amuleto del poder. El poder tiene estas cosas: levita cuando menos te lo esperas y se alza sobre sí mismo (y sobre todos los súbditos) como si fuera una nube de plomo. Suele serlo.
 Lo del brazo incorrupto de santa Teresa se lo oí glosar a Salvador Dalí, cuando dejaba fluir su verborrea y sus encendidos elogios al caudillo nos parecían tan impostados y dalinianos que, igual que eran elogios, no lo eran, no podían serlo, y entonces pensábamos que eran una forma surrealista de rebajarle, de convertirle en la lamentable caricatura que Franco fue. Que Dalí fue. Que ambos fueron. Con todo, no me extraña que toda Cataluña y toda España -por no hablar del mundo entero y de las galaxias donde aún hay vida inteligente- hayan recibido con júbilo la noticia de que, tras la exhumación de sus restos, por prosaicas razones que ni nos van ni nos vienen, el bigote de Dalí siga enhiesto e incorrupto marcando las diez y diez como pidió antes de morir. Está bien que los muertos vean cumplidos sus deseos. Está bien que las colectividades vean enhiestos e incorruptos sus mitos y leyendas, sus reliquias convertidas, al fin, en algo física y moralmente tangible, incuestionable, evidente.
 Así están, pues, las cosas. Cataluña se ha quedado varada en un reloj blando que marca insistentemente las diez y diez, no sabemos si de la mañana o la noche, pero el nacionalismo en el poder no se inmuta por nada, de momento, caigan truenos o rayos y hasta centellas, porque las diez y diez, no sabemos si de la mañana o la noche, les parece una hora muy razonable y vertical, muy de andar por casa: muy de detenerse y refugiarse en el pasado, en las reliquias de una inteligencia que puede mantenerse incorrupta, en efecto, un cierto tiempo, pero no más, si el reloj del tiempo está detenido y la muerte se esconde en un bostezo como si fuera en un grito, en un alarido que sólo podremos oír cuando la farsa finalice y el soberanismo y el populismo cutres regresen a sus cuarteles de invierno y la vida florezca de nuevo y para siempre. O casi.

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viernes, julio 21

Bares de Palma


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 Cerca de mi casa había tres grandes bares hasta no hace tantísimo tiempo. O quizá sí, porque el tiempo (o nosotros en su nombre) pasa terriblemente deprisa. Me refiero al Bar Moka, el Niza y el Cristal. También estaba mi favorito, el Bar Mian, hacia el final de la calle Olmos, pero esa es, desde luego, otra historia muy distinta. De los bares que he citado ya sólo queda el Bar Cristal y parece que será por muy pocos días. Después de agosto, ni se sabe. Los bares son como las personas o, si hay mucha suerte, como las familias, crecen, se desarrollan, se multiplican y renuevan, alcanzan su madurez y resisten contra las vicisitudes de las leyes del mercado inmobiliario, contra las inclemencias del tiempo y, sobre todo, contra el paso marcial del tiempo mismo hasta que toca apagar la cafetera y también las luces, bajar el telón metálico de los sueños y cerrar, finalmente, los ojos.

 Los abro ahora y observo el paisaje actual de Palma. Muchos bares, sobre todo los que estaban mejor situados, se convirtieron uno tras otro en magníficas oficinas bancarias hasta que la crisis económica y los efectos de la corrupción convirtieron los bancos en lugares de dudosa reputación y cerraron y hubo bares, entonces, que revivieron un rato o quizá dos, porque vivir y revivir acaban siempre siendo la misma cosa. De los bares que he frecuentado desde joven ya sólo quedan, apenas, un par: Can Vinagre, por supuesto, aunque le llovieran, no hace mucho, cascotes y hubiera que apuntalar y reformar su envejecida fachada, y las lejanas, pero omnipresentes, terrazas expandidas como bancales, enormes, de aquel antiguo y diminuto Bar Bosch, ese lugar mítico en el que no pocos tuvimos el buen humor de montar, aunque ya haga una eternidad de ello, nuestra primera (e impostada, virtual) oficina.

 Me he preguntado, en no pocas ocasiones, qué tienen de especial los bares que siempre acaban dejando algún tipo de huella en nuestras vidas. Se me ocurren bastantes respuestas, tan ciertas como incompletas, tan anecdóticas como insoslayables. Vamos a los bares (o íbamos, porque suele haber un tiempo para cada cosa) porque necesitamos, tal vez, prolongar la calidez y la seguridad del propio hogar más allá de sus cuatro paredes familiares y replicarlo, de alguna manera, entre las seductoras esquinas y las peligrosas curvas por las que nos perdemos casi sin darnos cuenta. O dándonos cuenta, voluntariamente, como debe ser. Qué suerte perderse y luego encontrarse. Vamos a los bares (o íbamos, ya digo) porque la propia casa se nos caía encima o porque la soledad es siempre una ruina de compañía o porque conviene, en fin, buscar un lugar neutral donde reunirse con los amigos y fortificarse contra uno mismo o contra quien sea. Mejor contra nadie, por supuesto.



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martes, julio 18

Matar al mensajero


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 Un turista español ha sido agredido en Rusia -seis salvajes puñaladas de xenofobia en estado puro, de odio incontrolado a los extranjeros, a los otros, a los distintos, a los que ocupan el lugar que ya quisiera ocupar el presunto agresor, ese desequilibrado, ese hombre sin más futuro que el resentimiento, el resquemor o, quizá, la envidia- por un ruso que no podía soportar a los turistas, porque, según dijo al ser detenido, «los turistas vivían mucho mejor que él». Todos parecen vivir mucho mejor que uno, cuando uno es el último de una interminable fila y el turno no te llega ni te va llegar mientras vivas, porque no hay ningún premio para los más desgraciados, para los parias que no han comprendido que la vida trata tan sólo de dar y recibir, de intercambiar opiniones, de calibrar voluntades, de aquilatar hechos, de conjugar, tal vez, ficciones.
 Con todo, historias así me sugieren preguntas que no sé si tienen una respuesta fácil. ¿Viven los turistas mucho mejor que nosotros? Pues no sé yo, en efecto. El domingo pasado estuve en una pequeña cala, en una playa que alguna vez fue familiar, pero que ya no lo es, donde los turistas se apiñaban como podían sobre la escasísima arena y las cortantes y voluptuosas rocas, esos cráteres heridos por la erosión y la brisa acerada del tiempo. Olían a crema solar, a algas muertas, a sal reseca y a una especie de penetrante sudor ácido que no me acabó de parecer muy propio del paraíso, sino todo lo contrario. Es más, creo que hubiera salido corriendo de ahí, si mi mujer me lo hubiera permitido. No lo hizo y supongo que hizo bien; así les puedo contar mis desventuras.
 Más tarde, cogí el periódico o abrí Facebook, o hice ambas cosas a la vez, porque con las nuevas tecnologías uno hace clic y tiene acceso inmediato a todos los voceríos habidos y por haber, y me acabé enterando de la penúltima acción legislativa de nuestro incomparable Govern, una iniciativa que, pásmense ustedes, no tiene absolutamente nada que ver con el caos turístico general o con el colapso del tráfico en las carreteras isleñas, con la limpieza imposible de nuestros bosques, por no hablar del hedor de Palma en verano, o con alguna nueva promoción de la lengua única en las aulas, no, nada de eso.
 Se trata de la imposición de una multa de 3000 euros y, lo que es peor, de la estigmatización como homófobo, acosador y no sé cuántas otras salvajadas más, del colaborador de esta misma casa, Juan Antonio Horrach. Obviaré los detalles (las nimiedades, las excusas) para entretenimiento y solaz de los abogados, que para eso están, por supuesto. A mí todo este asunto -este intento de matar al mensajero que es, desde luego, un diáfano aviso a navegantes: oído, cocina- me parece sencillamente bochornoso

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viernes, julio 14

Olas de calor


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 Desde mediados de junio, a una ola de calor le sucede otra mayor. Un sinvivir, por supuesto. Se dispara el mercurio en los termómetros mientras mis rutinarios paseos por Palma empiezan a decaer, porque no me acostumbro a deambular entre una multitud de turistas, que no sé si lo son de verdad o si sólo son un espejismo, una humareda apocalíptica, la avanzadilla conceptual de un mundo, no sé si futuro o pasado, donde todos desfilaremos entre las ofertas subvencionadas del top manta, los chirridos de los músicos callejeros, la monótona letanía de los postulantes de todas las causas perdidas y la sonrisa radiante de las chicas jóvenes, monísimas, que nos invitan, insistentemente, a degustar, por fin, el helado definitivo, el helado de nuestros sueños. ¿Por qué no? Sabe estupendamente.
 Así parece, pues, funcionar todo. Los desastres se van encabalgando los unos a los otros sin que nadie considere que ya es hora de bajarse de ese caballo de carrusel, de ese tiovivo de luces parpadeantes y música de acordeón que gira una vez y otra, que nunca deja de girar, circular y endemoniadamente, sin llevarnos a ninguna parte, salvo al maldito lugar de partida. Ahí estamos desde siempre. Observando lo que hay. Observándonos.
 La verdad es que tengo curiosidad por saber qué Ley del Alquiler Turístico se va a aprobar (o no) en el Parlament la semana próxima. Los detalles furtivos que se filtran, interesadamente, a la prensa no hacen sino demostrarnos la falta total de cintura política y la alarmante carencia de ideas propias (o ajenas) del Govern respecto al mundo en el que nosotros, seguro, vivimos y ellos, se supone, también. Con todo, es muy posible que nadie viva en el mismo mundo que los otros. Ello explicaría muchísimas cosas, en efecto, pero no sé si todas, francamente.
 Las últimas propuestas filtradas, concebidas por las privilegiadas mentes de Podemos, hacen hincapié en la voluntad de multar con cantidades de hasta 400.000 euros a las plataformas de internet que se dediquen al alquiler vacacional y comercialicen ofertas ilegales, sea eso lo que fuere, que ya se sabrá algún día, supongo. Al final, entre la ecotasa y las multas a Airbnb, a Homeaway o a quién haga falta, incluyendo a Google, que todo se andará, el Govern podrá amasar dinerito suficiente como para enviar, por ejemplo, a la incineradora de Mac Insular los residuos de obra que ahora deposita, fraude ecológico mediante, en un solar de su propiedad. Es decir, de nuestra propiedad. Parece obvio que el alquiler vacacional se ha convertido, a falta de cualquier otro tipo de autocrítica, de política de desarrollo o de inteligencia lógica aplicada, en la madre putativa de todos los desastres habidos y por haber. Es tremendo. Y lo que es peor, es falso.




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martes, julio 11

Vivir en el paraíso


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 No sé si escribo sobre lo que conozco, sobre lo que imagino o sobre lo que sueño, pero casi que tanto da. Hace mucho calor y la tinta se espesa como el tiempo en un reloj de arena. Es del todo cierto y demostrable que todos los hoteles, hostales y apartamentos turísticos de nuestras islas son tan elegantes y lujosos como el Four Seasons George V, de Paris o el Plaza Athenee, de Nueva York. Todos los bares, bebederos y chiringuitos de Mallorca, Ibiza, Menorca o Formentera son exactamente tan selectos y refinados, tan voluptuosos como The Nightjar en Londres o Black Pearl, en Melbourne, Australia.
 Pero hay más. No podemos olvidar, por supuesto, que la popularísima milla de oro de Palma, sin ir más lejos, es mucho más que un rinconcito simbólico en los alrededores del Paseo del Borne: es la ciudad entera convertida en un privativo bazar propio de las mil y una noches donde todo lo que se vende es único, auténtico y exquisito, pura exclusividad bañada en el maná áureo con el que tan sólo los dioses se diseñan a sí mismos. ¿A quién iban a diseñar si no?
 Está claro, además, que todos, absolutamente todos los isleños -sobre todo los mallorquines, claro- vivimos en palacios tan inigualables como el de Marivent, por citar uno modesto, con sus frondosos jardines botánicos y sus cuidadísimos museos de arte conceptual al aire libre. Bien mirada, Palma entera es un auténtico oasis, un recuerdo afrodisíaco del paraíso que otros, tal vez, perdieron, pero no nosotros, qué va, una composición infinita de espacios verdes y zonas lúdicas o deportivas, una sucesión interminable, alejandrina, de bibliotecas y teatros, de cines abiertos hasta más allá del amanecer, un enjambre cuántico de tranquilas y seguras calles peatonales y ordenados carriles bici donde ser otra cosa que feliz es casi, casi, del todo punto imposible.
 Debe ser por esto, para no desaprovechar, en definitiva, nuestras inigualables y ecológicas instalaciones turísticas y de todo tipo que el PSIB-PSOE se ha propuesto, según leo, limitar el turismo que nos llega (que llega a las islas ebrio y en tanga y ebrio y en tanga pasa sus días amarrado al run-run de las olas y los barriles de cerveza, al sol terrible y la resaca, al valor añadido de esa especie de salvoconducto virtual que es una pulsera de plástico con un chip averiado y el todo incluido: la hora feliz perpetua, abrumadora, insaciable) y dejar, tan sólo, que sea el turismo de «alto standing» el único que nos visite, porque no en vano es también el único capaz de apreciar, realmente, la grandeza sutil, incuestionable, de nuestros tesoros culturales, económicos, medioambientales y hasta lingüísticos, si se tercia. ¿Clasismo a la vista? No, es que vivir en el paraíso es algo muy serio. Claro que sí.




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viernes, julio 7

El artículo 155


La Telaraña en El Mundo.



 Asisto al discurrir de los acontecimientos en Cataluña con inquietud, sí, pero, sobre todo, con perplejidad, con el asombro y la sorpresa invencibles del que observa la realidad y no acaba de creérsela. Me pasa igual en Baleares, con Noguera en Cort o Picornell en el Parlament, pero ya me ocuparé de ellos otro día. En efecto, no es normal lo que parece estar ocurriendo en Cataluña. No es asumible que una minoría más o menos cualificada y más que menos revuelta, por muy cercada que se sienta por los tribunales, se pase por el forro de sus caprichos toda la legalidad democrática para buscar la salida del asfixiante laberinto de la situación actual con la celebración de un pintoresco referéndum de autodeterminación y la inmediata declaración de una independencia que, se mire como se mire, no puede ser de ninguna de las maneras. Para un golpe de estado de ese calibre harían falta armas mejores y también - ¡ay! - más contundentes.
 Mientras tanto, ignoro qué va a hacer el gobierno de Rajoy de aquí al 1 de octubre. No sé si va a seguir sin hacer otra cosa que encomendarse a los designios puntuales del Tribunal Constitucional o si, finalmente, tendrá que acudir, como mínimo, al artículo 155 de la Constitución para intentar, no suspender la autonomía catalana, que ese no es el fin del artículo, sino obligarla a cumplir íntegramente la ley. Sin duda, es un texto muy complejo ese artículo 155.
 La semana pasada, Pedro Sánchez instaba a Rajoy a dialogar y negociar con Puigdemont y compañía. Es una buena declaración de intenciones, en efecto, pero necesitaríamos que Sánchez tuviera a bien detallarnos de qué se puede dialogar y negociar, de forma efectiva, con los independentistas o con quienes, como la CUP, les cubren, de momento, las espaldas. ¿Hasta dónde puede la estupenda “nación de naciones”, que según Sánchez es España, negociar con sus naciones interiores, cuando estas le salen ariscas y con ganas de tomar las de Villadiego? La verdad es que no tenemos ni idea, pero nosotros no somos políticos ni vivimos de gestionar las vidas ajenas; con la nuestra nos basta y hasta nos sobra.
 Hace unos días, Felipe González, Aznar y Zapatero -es decir, la mismísima trinidad presidencial al aparato- rondaron ese tenebroso artículo 155 y otros conceptos, entre ellos el del autoritarismo, sin atreverse a confesar, ninguno de ellos, que buena parte de lo que está ocurriendo ahora es fruto, tal vez, de sus respectivas políticas en el pasado. Cuando un problema no se soluciona a tiempo se acaba enquistando, se infecta, se gangrena, se pudre. A ver, ahora, cómo cauterizamos esa herida (o extirpamos ese tumor) sin que el cuerpo entero del enfermo se nos caiga a pedazos. Urgen pócimas milagrosas. Ungüentos mágicos. Urgen ideas.

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martes, julio 4

La Religión en las aulas


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 Niego tres veces todo lo que soy y me rencuentro, acurrucado como un niño que aún no ha nacido, en ese fracaso repetido que es siempre la vida. No puede ser otra cosa. Pienso en las piedras fundacionales de Roma, en las asfixiantes catacumbas como en las ruinas tullidas al aire libre de Atenas, en las aguas en llamas del Ganges surcando los cielos como en las dunas blancas, sedientas, del desierto infinito donde algunos buscamos a Dios sin acabar, por supuesto, de encontrarlo. La religión y la filosofía vienen a ser lo mismo, el mismo río que se bifurca y desdobla, el mismo río que riega, en fin, las tierras y desemboca en los mares, en el líquido amniótico donde, seguramente, nacemos igual que morimos.
 Nunca he sido muy religioso ni me han llamado la atención los alzacuellos, las tocas y  velos, los escapularios, las cruces y rosarios, las largas túnicas o sotanas -negras, blancas o grises- del hábito religioso, ese uniforme que va, como tantos otros uniformes, de profesar un oficio, de conjurar una vocación o una fe; de seguir un camino más o menos trillado con su jerarquía piramidal, su estricto funcionariado, el esplendor altivo de sus núcleos de poder y el horror próximo de sus imperdonables fracasos y debilidades: el rumor constante de su extraña pero, tal vez, admirable manera de estar en el mundo sin acabar de formar parte de él.
 Parece que en Baleares la consellería de Educación permite el veto a la asignatura de Religión, mirando hacia otro lado (hacia su ombligo ideológico, su vacío existencial o el muro de sus caprichos) cuando, por los motivos que fueren, los centros escolares incumplen la obligación de ofrecer a los alumnos la posibilidad de su enseñanza. Hay que ser muy sectarios y cortos de miras para permitir que se prive a los más jóvenes de conocer, aunque sólo sea superficialmente, una de las materias más importantes de las humanidades, la médula, el corazón y hasta el vórtice mismo (por no hablar, ay, de algunas de sus consecuencias) de nuestra actual forma de vida.
 Nunca fui muy religioso, ya lo dije, pero con pocos libros he pasado tanto tiempo como con El Libro de Job, el Apocalipsis o el Génesis, los poemas de San Juan, Teresa, Dante o Milton, los textos de Mircea Eliade, Cioran o Georges Bataille, el Bhagavad Gita, algunos Upanishad o los relatos de Sherezade, con todos aquellos textos donde se asume, en definitiva, el misterio de la existencia, donde late la agonía incalculable de quien se sabe incompleto y busca algo que no sabe muy bien qué es, porque sólo sabe que lo ha perdido y siente, desgarrado, que se lo han arrancado de sí mismo. Seguro que nuestra consellería de Educación, feliz y orgullosamente laica, no tiene estos problemas ni los tendrá nunca. Faltaría más.

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