LA TELARAÑA: mayo 2017

martes, mayo 30

El orgullo friki


La Telaraña en El Mundo.





 Algunos conceptos me llaman, poderosamente, la atención. Por ejemplo, el de friki. Según la Wikipedia, y ya es frikismo concederle patente de corso a una enciclopedia digital donde cualquiera puede decir la suya y salir indemne, friki es un término coloquial usado para referirse a una persona de aficiones, comportamiento o vestuario inusuales. Aquí la Wikipedia me decepciona, porque lo usual o inusual no me parecen categorías relevantes. Acudo, pues, al ceremonioso diccionario de la RAE donde leo que un friki es alguien pintoresco y extravagante o alguien que practica, desmesurada y obsesivamente, una afición. Lo cierto es que tampoco me satisfacen estas explicaciones tan simples, estos circunloquios tan palmarios.
 El jueves pasado se celebró el día del orgullo friki. Lo supe por el asombroso revuelo que percibí a mi alrededor; en efecto, vivo tan rodeado de frikis que ignoro si los frikis son ellos o si no es así y soy yo, en definitiva, el gran friki mayor alrededor del cual los demás danzan y cantan: alborotan, cada uno con su propio mapa de intereses, su imaginaria cosmogonía, su manifiesto mil veces reescrito, sus compulsiones éticas o estéticas, su voluntad de ausencia en vez de poder, su forma de mirar (siempre ingenua: tierna o airada) hacia dentro o hacia afuera sin que nadie pueda saber dónde estamos. No es fácil desmadejar este enredo.
 En efecto, no es fácil hablar de lo friki sin citar otras categorías conceptuales que lo complementan. Me refiero a lo geek y lo nerd, pero no pienso meterme en ese lodazal, porque luego me costaría salir. No es fácil hablar de algo, de lo que sea, sin confundir el mundo con las palabras que lo describen, sin caer en la tentación de plantarse en el centro mismo del escaparate, sin subirse a lo más alto del estrado. Por allí campan los que ejercen el poder, los que buscan crear opinión y modificar conductas, los que agitan su ignorancia o mediocridad sin más pudor que envolverse en algún disfraz, en alguna bandería más o menos estrellada (o estelada, que igual así se entiende mejor).
 Mientras tanto, paseo a diario entre los libros y las terrazas del Borne. Entre la cultura y la actualidad, por así decirlo. Me cruzo con un alto cargo de la OCB y le noto a gusto con su disfraz habitual. Deseo suerte a un amigo que firma ejemplares de su última novela y, por un instante, se me despierta la envidia, porque llevo varios años sin libro nuevo, pero me sobrepongo. Uno sólo debe hacer lo que no puede evitar hacer. Muy cerca, una profesora de la UIB presenta, con bastante éxito de audiencia, un poemario. Lo tomo prestado de una estantería, lo ojeo, lo palpo: el papel raspa y lo poco que leo me acaba desesperando. ¿Tantos frikis hay que ya no cabemos?

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viernes, mayo 26

Páginas en blanco


La Telaraña en El Mundo.




 Escribo cien, tal vez ciento cincuenta o doscientas palabras, las leo y memorizo, las selecciono con cuidado y, después, las borro de golpe, fulminantemente. Tengo ante mis ojos, de nuevo, la página en blanco, la imprevisible página vacía de signos y huérfana, tal vez, de palabras, la página que, pese a todo, no está vacía de signos ni huérfana de palabras, porque algo terrorífico resplandece, algo revelador subyace en esa página como en todas; las palabras, las frases que escribimos y luego borramos, las historias que nos cuentan, las que inventamos o protagonizamos con idéntico ardor e inocencia, la vida que nos late con esa otra tinta invisible que es, a su manera, la sangre que tomamos de una herida que no sabemos si es nuestra o de todos. Ese tintero nunca se agota, aunque puede que sólo se culmine en nosotros. En cada uno de nosotros.
 He escrito lo anterior, lo he borrado y lo he vuelto a escribir. Observo la página en blanco mientras escucho una música y un terror lejanos. No sé si canta Ariana Grande, pero creo que no. No sé si Salman Abedi entona a gritos sus malditas, sus martirizantes letanías de odio, pero creo que tampoco. No sé si, en fin, son los niños, los adolescentes, los padres desesperados de Manchester los que claman, heridos de muerte, por una explosión que, justo en este instante, amenaza con rompernos el alma que ya se les rompió a ellos. Los estoy viendo, sin verles, los estoy presintiendo en esta página en blanco entre nubes de metralla, de ira, de soledad absolutamente desquiciada.
 Mis páginas en blanco tienen nombres de ciudades. Manchester, ahora. Pero también Nueva York, Londres, Estambul, Madrid, Niza, Estocolmo, Bruselas, Jerusalén, Copenhague, Dortmund, Damasco, Bombay, París, Múnich... Mis páginas en blanco empiezan a ser como el mundo entero, aunque me temo que no podrían ser de otra forma. Uno no deja nunca de escribir páginas en blanco.
 Otra más. Hoy comienza una nueva edición de la Feria del Libro; esta vez en el Paseo del Borne, junto a las terrazas que tan poco le gustaban, si no recuerdo mal, a Aurora Jhardi. El dogmatismo tiene estas cosas. ¿O será el poder, esa voluntad ciega, esa erótica invencible? Tanto da. Ella quería dejarnos a todos sin esas terrazas, donde nunca me he llegado a sentar no sé muy bien por qué. Sin embargo, me entretiene observar a la gente ahí sentada, como en permanente exhibición; como esos libros que los libreros sacarán hoy a buscarse la vida como si fueran, en fin, páginas en blanco. Lo son, pero hay que saber leer muy bien para acabar encontrando en ellas algún pedacito de nosotros mismos, algún vestigio clandestino del pasado, algún presagio aún sin cicatrizar del siempre incierto futuro.




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martes, mayo 23

Entre Cibeles y Ferraz


La Telaraña en El Mundo.





 Pensé el domingo por la noche que no era mal momento para ir a Cibeles (o a Neptuno, que no sé ahora muy bien) a celebrar la liga conquistada por el Real Madrid. No era mal plan, desde luego, sino fuera por el detalle de que no me gustan las aglomeraciones. Pensé el domingo por la noche, también, que no era mal momento para acercarme a Ferraz (o a la calle Zurita, que tampoco sé yo) a jalear a Pedro Sánchez, porque no deja de ser digno de aplauso que un presunto cadáver político resucite, como El Cid, de entre los muertos, y lo haga entre los mismos que tuvieron a bien asesinarlo hace unos cuantos meses. «Tu quoque, Brute, fili mi?». Pues eso.
 No era tampoco mal plan, sino fuera porque no me gustan los puños en alto y hace lustros, por no decir siglos, que ya no se me ocurriría volver a entonar «La Internacional» porque, por las razones que fueren, me siento incapaz de llegar a sentir en la garganta esa ebullición propia de la sangre cuando se alcanza el punto decisivo de no retorno, ese punto frágil en el que la ira o la indignación derivan en algo más que en un eslogan teledirigido, un pareado etílico, un cántico definitivamente grotesco; en toda una teoría política a la deriva, tal vez.
 Pero el domingo por la noche no estaba en Madrid sino en Palma, en el mullido sofá de mi casa con el mando de la televisión en las manos, haciendo zapping de un lugar al otro, de Cibeles o Neptuno a Ferraz o Zurita, observando la euforia incontenida de unos y otros, asimilándola, intentando comprenderla y hasta hacerla mía. Con el Real Madrid no tengo ningún problema, porque es mi equipo de toda la vida, al menos cuando el Real Mallorca está como ausente, que es como está ahora, aunque aún le queden tres partidos para obrar el milagro de la salvación. Ojalá sea así. Con el PSOE tampoco tengo, por supuesto, ningún problema. Tuvieron mi voto cuando se trataba de modernizar el país y estabilizar la democracia. Lo perdieron cuando se convirtieron en aliados de la estulticia nacionalista, cuando regresaron a las zanjas y las cunetas ensangrentadas del pasado, cuando resucitaron, en algunos lugares más que en otros, la bestia terrible y parda del frente popular.
 Pensé el domingo por la noche que no es fácil acostarse risueño, pero que, pese a todo, merece la pena intentarlo. El futuro no está escrito: lo escribimos nosotros a cada instante, aunque nos falle la brújula, se nos incendie el cielo o perdamos de vista el horizonte. Siempre regresamos al instante en que todo está por hacer. Mientras tanto, hoy toca empezar a pensar en la Champions, por ejemplo. O en cómo reconstruir el PSOE, nada menos. Tendrán que hacerlo gentes como Pedro Sánchez o Francina Armengol. Será de ver.


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viernes, mayo 19

La guerra informática


La Telaraña en El Mundo.




 Hablar de la seguridad en Internet como si fuera algo distinto o independiente de la seguridad en las calles o la vida es, a día de hoy, un auténtico eufemismo. Un error de concepto. En efecto, todo anda tan interrelacionado que, si colapsara esa red de redes, ese flujo de datos que es Internet, colapsaría, de igual manera, nuestra actual forma de vida. De la parálisis de nuestros ordenadores devendría el caos global. La mayoría de las empresas, los bancos, el sistema económico mundial, los hospitales, las líneas aéreas y también las empresas públicas de transporte urbano, como el metro, quedarían inoperativas: el mundo, entonces, recobraría su tamaño habitual y nos sobrevendría la sensación, tantas veces aplazada a golpe de mouse, de ser tan sólo una pieza más en un engranaje de proporciones cósmicas, una pieza diminuta y frágil, sin más lugar propio en el universo que el lugar definitivamente perdido. 
 Con todo, la informática es una ciencia muy joven. Hace unos veinte años casi nadie podía disfrutar de Internet en sus casas o trabajos. ¿Hará falta que les recuerde aquellos módems chirriantes que iban como a pedales y que se desconectaban cuando sonaba el teléfono fijo?  Disfruté lo indecible esos años luchando contra las tarifas, primero abusivas y luego planas, que venía a ser casi lo mismo, de Telefónica.  
 Años de interminables conversaciones nocturnas a través de los chats de IRC-Hispano y su laberinto de salas en el aire. Años, lustros, casi décadas de aprendizaje impagable a través de las news informáticas (y en la actualidad de los foros vía web) de José Manuel Tella Llop. Hay que saber reconocer a los buenos maestros cuando uno tiene la suerte de haberlos tenido, de seguir teniéndolos.
  Pero a lo que iba. El reciente ataque informático del ransomware WannaCry que ha padecido medio mundo y en España, sobre todo, nuestra principal empresa de comunicaciones, Telefónica, nos ha recordado que Internet será uno de los escenarios básicos de las guerras futuras. Habrá, pues, que tomar más precauciones de las que, al parecer, se están tomando. No es de recibo, por ejemplo, que Telefónica permita que un correo infectado llegue a los buzones de sus empleados o directivos, porque eso significa que sus filtros de seguridad no funcionan como debieran. La cosa empeora si, además, alguno de estos empleados o directivos (que se maneja con una cuenta con rango de administrador, vaya locura) va y abre, curioso o inconsciente, el correo y hasta ejecuta, suicida compulsivo, el archivo infecto en un sistema informático (y esto ya es el colmo) que no está parcheado con las últimas actualizaciones de seguridad de Windows. Tantos errores juntos parecen imposibles, pero ahí están. Así no hay forma de ganar ninguna guerra.



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martes, mayo 16

La hora feliz


La Telaraña en El Mundo.





 Todo es absurdo, quizá surrealista. “No lo declaré, pero informé a Hacienda” dijo Alberto Jarabo refiriéndose al piso que realquiló a turistas en el pasado. ¿Cómo se hace eso de informar a Hacienda, sin llegar a declararlo en los correspondientes y numerosísimos epígrafes de la siempre prolija declaración del IRPF? He de informarme sobre ello, sobre a quién llamar, sobre a quién dar un toque redentor que nos exima de participar en esa especie de mal trago o de gran merienda de negros que suele ser la declaración de Hacienda, la tómbola de los ingresos y los gastos, el pozo negro y también el aire fresco de las devoluciones. Salvo algunos, que pueden informar y no declarar, los demás, la inmensa mayoría, siempre acabamos pagando por adelantado. Y así nos va, por supuesto.
 Otro mal trago, peor que el anterior, si cabe, porque Jarabo ya nos parece, a fin de cuentas, un exquisito cadáver político, es el trago largo, infinito, que ha vuelto a renacer en varios pubs de Punta Ballena, en Magaluf, ese territorio comanche donde el alcohol corre como los ríos de lava enfurecida por las gargantas profundas y las cañadas devastadas de los descerebrados de turno. Nunca una hora feliz podrá tener peores consecuencias ni convertirse en un espectáculo tan deleznable, pero es así como se escribe la intrahistoria de la miseria compartida, de la usura sin medida, de la soledad intolerable, de la inconsciencia absoluta convertida, finalmente, en un auténtico sucedáneo de la locura.
 La oferta habla por sí sola. Entre 5 y 7 euros por una hora de ilimitada barra libre, un esprint de alcohol más o menos destilado que enloquecerá a muchos hasta sumirlos en el coma etílico de las mejores ocasiones. No hay derecho. No hay retorno. No hay balance ni saldo, no hay epígrafes, no hay devoluciones ni beneficios inconfesables, no hay nada que pueda justificar este descarriado viaje (de los turistas, pero también de los empresarios que ofrecen estas barbaridades) hacia ninguna parte.
 No es fácil encontrarle el equilibrio al mercado global en que vivimos. Cambiamos tiempo y talento por dinero. Y con el dinero adquirimos, a su vez, algo más de tiempo y talento. No nos sobra ni lo uno ni lo otro, aunque nos duela reconocerlo. Una hora feliz nos parece poca cosa, porque la podemos pagar y lo que buscamos no tiene precio; no puede tenerlo. Estamos hartos de simulacros, de errores y engaños garrafales. Estamos hartos de casi todo, pero aun y así nada podrá impedir que nos ovillemos a la vida, a sus ciclos productivos, a su ocio regenerador, a sus lados ocultos y más salvajes, a ese gran misterio sin resolver que nos late adentro. Creo que nació con nosotros y que morirá, también, con nosotros.

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viernes, mayo 12

Juguetes contra el estrés


La Telaraña en El Mundo.




 De repente, se pone de moda algún artefacto entre los chavales y no hay forma de sustraerse a su presencia. O a su influjo. Se trata de un juguete antiestrés llamado «Fidget Spinner», una especie de estrella de tres puntas, cada una con un centro giratorio que, a su vez, gira también a gran velocidad sobre un eje central, que sirve, básicamente, para mantener ocupados los dedos y hacernos olvidar, por ejemplo, el pesado y ruidoso manojo de llaves que, en no pocas ocasiones, hemos mantenido dando vueltas entre los dedos de la mano.
 Recuerdo haber jugado, cuando era escolar, a las canicas, la peonza y el yo-yó, Pero esos juegos lo eran, más o menos, de habilidad y no los utilizábamos, al menos conscientemente, para tranquilizarnos, sino para todo lo contrario, para activar nuestra competitividad, para robarle las canicas o la peonza al más torpe de la clase o para deslumbrar al personal (sobre todo, al poco personal femenino que había en aquellos colegios religiosos del siglo pasado) con las lazadas y malabares que aprendimos. Está claro que el bullying actual no es un fenómeno nuevo, pero es que nunca hay nada totalmente nuevo; sólo cambia, tal vez, cómo lo vemos, sentimos o juzgamos.
 No hay tanta diferencia, pues, de aquella nuestra realidad en blanco y negro al amasijo coloreado en que viven nuestros hijos. Hace años, eso sí, que no veo a niños jugando con peonzas y canicas o intercambiando cromos que no sean virtuales. Los niños poseen, ahora, móviles inteligentes y consolas potentísimas, juegan a guerras digitales del pasado como si fueran del futuro y, por desgracia, no leen apenas nada, aunque los haya que acaben siendo expertos en series manga no demasiado bien traducidas. Igual es que los niños habitan, actualmente, en ese lugar difícil que son las redes sociales y ahí sí que el estrés se ceba con ellos y el bullying traspasa la frontera de lo superficial y les agarra muy adentro; y la realidad y la ficción, entonces, se convierten en una pesadilla terrible donde no hay intimidad y la soledad acaba siendo la mejor forma de descansar y alejarse del vértigo, del delirio, de la locura de ser de carne y hueso -débiles seres humanos- en un mundo de silicio y bits, de nubes gélidas donde se almacena todo los que somos y también, ¡ay!, todo lo que seremos, si no lo impedimos. Habría que hacerlo.
 Mientras tanto, no es de extrañar que nos haga a falta a todos, y no sólo a los niños, un buen artilugio mecánico contra el estrés, un gadget ansiolítico que nos devuelva al instante mágico en que el mundo era una página en blanco donde aún podíamos escribir lo que quisiéramos. El mundo sigue siendo esa página en blanco, pero no parece que nos demos cuenta. Maldito estrés.

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martes, mayo 9

Pensar (y no claudicar)


La Telaraña en El Mundo.




 A día de hoy no es fácil, en absoluto, pensar más o menos libremente. No lo es, porque todo -desde el guirigay de las redes sociales y el partidismo de los medios, pasando por la caprichosa opinión pública o la asfixiante corrección política de unos y otros, hasta llegar a la sombra ubicua de la crisis económica que no deja de acecharnos- todo parece estar preparado para que acabemos claudicando; quizá por inercia, por fatiga, por rabia o, tal vez, por indiferencia, por pereza, por abulia, por decrepitud, por desidia, porque nada es finalmente lo que parece y nada dura, tampoco, para siempre. Este instante que somos se consume muy pronto; y lo sabemos, aunque no queramos pensar en ello.
 Es así que nuestra egocéntrica percepción de la realidad nos suele colocar, con demasiada frecuencia, en un lugar tan aparentemente poderoso y capital como, a la vez, minúsculo e insignificante. Viene a colocarnos en el centro mismo de un universo que, sin embargo, no tiene centro, que no gira alrededor de nuestro ombligo, que no se detiene a mirarnos a los ojos cuando nos explota sangrientamente en la cara, cuando nos da la espalda, cuando nos otorga, quizá por azar o necesidad, alguno cualquiera de sus múltiples, y no siempre bien comprendidos, dones. Vivir es simplemente aceptar esos dones desconocidos que luego hay que saber exprimir al máximo, cueste lo que cueste. Hablo del placer y también del trabajo, del conocimiento y la ciencia, del amor y la amistad, sin duda de la ternura.
 Pero estamos, queremos estar, nos empeñamos en seguir estando en ese centro nebuloso y ficticio -esa entelequia, esa quimera- que no existe y creemos, tendemos a creer, que el mundo es nuestro y nos pertenece, además, por completo. Nosotros escribimos su historia, eso pensamos, porque los dioses dejaron de hacerlo y nosotros, ahora, somos como ellos: su imagen y semejanza, su holográfica presencia renovada.
 En efecto, hubo un mundo anterior y habrá otro posterior a nosotros, a cada uno de nosotros, como si fuéramos una especie de puente entre las generaciones pretéritas y las futuras. Nuestra sangre, nuestro semen, nuestro ADN anda por ahí a tientas retorciéndose en espiral como sólo puede retorcerse quien busca despertar del todo, desperezarse al alba de un mundo que quisiéramos mejor y más nuestro, si fuera posible. Quizá no lo sea. Presiento que, desvalijado y huérfano de cualquier atisbo de humanidad el centro del universo, no nos queda otra solución que confinarnos, proscritos y quizá perseguidos, en los peligrosos barrios periféricos donde cada día recomienza la épica tarea de recrear la vida, repensándola o reinventándola, reconstruyendo, una vez y otra, nuestra identidad y conciencia perdidas. Lo que sea, menos claudicar.



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viernes, mayo 5

La UIB y el turismo


La Telaraña en El Mundo.





 Mientras el Govern va dando bandazos con su Ley de Alquiler Turístico, Podemos quiere prohibir el alquiler turístico en el centro de Palma. Igual añoran la ciudad bajo el toque de queda del vacío, los negocios cerrados a cal y canto, la urbe convertida en un paisaje lunar de cemento resquebrajado. Valiente panda de inútiles. Pero hay más. Entre unos y otros anda también el GOB, perdido el espíritu transversal que se les debiera suponer, pontificando a golpe de subvención pública sobre los límites sostenibles del turismo y otras estupideces cuánticas. Ruido, demasiado ruido.
 No obstante, acabo de conocer un estudio muy bien pergeñado de nuestra siempre controvertida UIB, quién lo diría. El trabajo (dependiente del Departamento de Economía Aplicada y no de alguna de las iluminadas secciones metalingüísticas de la casa) lo firman José Luis Groizard y William Nilsson, se titula «Mito y realidad del alquiler vacacional en las Islas Baleares. Análisis y recomendaciones de política turística» y, pese a la escasez sumarial de sus 27 folios digitales, viene a brindarnos un resquicio de lucidez en un tema que nuestros políticos se empeñan en desmadejar a oscuras.
 Groizard y Nilsson mantienen la inocencia del alquiler vacacional respecto a la gentrificación, el aumento insostenible de las pernoctaciones turísticas, la falta de viviendas a precio asequible, la evasión fiscal, la destrucción del paisaje o el incremento de la especulación en suelo rústico. El excelente trabajo de la UIB, que les aconsejo leer, desmonta todas esas acusaciones con datos y, sobre todo, con un implacable sentido común. En efecto. En un mundo global todo está interrelacionado. ¿Si la gente no puede viajar a Túnez, Egipto o Turquía, por el terrorismo islamista, adónde van a ir, sino a nuestras islas? Pues aquí los tenemos, sin que pretendamos, por supuesto, hacer ningún tipo de pronóstico sobre cuánto nos va durar el paraíso. Este frágil paraíso.
 Luego está la tecnología, que es esa parte de la vida que funciona a base de reinicios y pruebas, de intercambios puntuales entre personas con intereses distintos, pero complementarios. Tengo lo que quieres y viceversa. Así es como compartimos archivos, cultura, ocio y, en definitiva, conocimiento. Podemos seguir demonizando las aplicaciones P2P (Peer to Peer) o aceptar que Airbnb, por ejemplo, es sólo una plataforma de intermediación más, un instrumento útil para los que desean viajar de otra forma. No hacerlo significa obviar por dónde van los tiros de la economía actual, esa guerra de intereses donde da igual si nos sentimos carceleros o rehenes, porque no se puede escapar de la realidad confinada y en constante mutación en que vivimos: sus patios de recreo, sus corredores de ficción, sus calabozos tan repletos de soledad como de fantásticas ilusiones.




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martes, mayo 2

El bien pagado


La Telaraña en El Mundo.



 Dentro de un rato, unas horas o unos minutos, porque desconozco para cuándo están convocadas las manifestaciones de rigor, unas mil personas (quizá más, quizá menos) tomarán las calles de Palma armadas con banderas y pancartas, el dibujo de un mohín indefinido en el rostro y en el alma, la música destemplada de algún que otro pareado a modo de eslogan entre los airados labios y el silencio afuera, alrededor, tal vez adentro, muy adentro. Viajará con ellos un hálito envolvente, una nube densa, una bruma fantasmal de niebla, un perfume grave y añejo, una idea quizá romántica de la vida, la justicia y la economía que ya no sé si existe o si sólo habita en ciertos libros, acaso en el retórico manual del olvido.
 Podré entonces, dentro de un rato, unas horas o unos minutos, decir que ya ha pasado bajo mi casa la comitiva del 1º de mayo, esa celebración que fue tantas cosas antes de ser la pantomima que es hoy en día. Los sindicatos, en efecto, sólo son una vaga reminiscencia de lo que fueron y los trabajadores, ay, los trabajadores ya no tienen trabajo y el sueldo justo es una entelequia. Yo mismo no tengo otra cosa mejor que hacer que emborronar hojas de papel con la ficción que imagino, añoro o desespero, porque la realidad me duele por lo que es y lo que pudo ser, por lo que quisimos que fuera y ha acabado siendo. A lo mejor me duele, porque no soy capaz de entenderla del todo. Es que no hay manera.
 No puedo entender, por ejemplo, que Ignacio González cobrara 4.500 euros al mes por escribir dos artículos semanales en La Razón. ¿Tan bien escribía este hombre? Pues habrá que estar atentos a sus futuras cartas desde la prisión, desde luego. Mientras tanto, he intentado encontrar alguno de sus pingües artículos, pero no he tenido suerte. Su lectura es de pago (lo que no extraña dado lo difícil que resultará amortizarlos) y no tengo ganas, ahora, de ponerme a bucear por donde los piratas y los buques hundidos, las procelosas aguas turbias donde la luz apenas llega, si llega.
 Yo también escribo dos artículos semanales y les aseguro que, por desgracia, no cobro 600 euros por artículo. Ni por asomo. El presunto agravio, no obstante, no sé todavía de qué clase es. Aún no he decidido si debo indignarme, si debo dejarme vencer, a partes iguales, por la envidia y la resignación o si, por el contrario, debo dejar que la risa floja, que me sale de muy adentro, lo invada todo hasta convertirse en una magnífica carcajada. Quizá esa carcajada torrencial obre el auténtico milagro de poner a todos en su sitio; y a mí en el mío, que de eso y no de otra cosa, trata este viejo oficio de escribir.

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