El pasado domingo aproveché el Carnaval para darme un baño
de multitudes. Algo rápido y disparatado, por supuesto. Me disfracé de mí mismo,
que es el disfraz que tengo más a mano, para intentar reconciliarme con un par
de cosas por las que aún conservo algún interés, alguna ilusión, incluso. Me
refiero a la gastronomía y también a la cultura locales. Con la gastronomía no
hay ningún problema. Tenemos una sobrasada y unos quesos realmente fantásticos,
tenemos unos vinos memorables y también unas ensaimadas de crema, confitura o
cabello de ángel que no son, finalmente, de este mundo. Yo mismo no soy de este
mundo, tampoco, cuando degusto esas salvajes delicadezas que suelo prohibirme
durante el resto del año, pero que en días así, travestido al fin de mí mismo,
no puedo dejar de lado. Qué remedio. Me temo que llevo hambre atrasada.
Si con la gastronomía todo marcha sobre ruedas, con la
cultura, sin embargo, las relaciones son muy distintas. En efecto. Hace ya
muchos años que, por circunstancias de todos conocidas, no parece que los
escritores en castellano, por muy nativos y residentes de las islas que seamos,
formemos parte de la cultura local. Hablo de la cultura oficial, por supuesto.
Muy al contrario, no tienen los comisarios políticos y lingüísticos de turno
ningún inconveniente en catalogarnos como extranjeros, por decirlo suave, o como
traidores y renegados, como invasores o hasta como imperialistas culturales si
les tiramos algo de la lengua. A mí me gusta tirar de la lengua a la gente. Me
gusta tirarme a mí mismo, también, de la lengua.
Pero no escribo estas líneas para quejarme. La cultura oficial
me importa muy poco, porque la cultura es siempre otra cosa, algo que tiene que
ver con la vida, la memoria y la voluntad propias, con las afinidades electivas
que uno va atesorando día a día, con lentitud, arriesgadamente. Cerca de la
Lonja, en un tenderete de la Conserjería de Educación y Cultura, me encontré,
expuestos, bastantes números de la colección de plaquetas “Paraula de poeta”. Las
editan el Consorci per al Foment de la Llengua Catalana i la Projecció Exterior
de la Cultura de les Illes Balears (es decir, el inefable COFUC) y el propio Govern.
Como decía, no tengo absolutamente nada que objetar. Al
revés. No por azar, sino por necesidad, simpatía o cariño cogí dos librillos y
me los llevé a casa. Uno de Ángel Terrón,
con una fantástica foto suya de aspecto retro en la portada, y otro de Josep Lluís Aguiló, donde releí dos
viejos versos sobre el Minotauro, que no pienso aquí traducir, porque no hace
ninguna falta: “El cap de brau és només una anécdota. La meva part pitjor és la
part d´home”.
Etiquetas: Artículos, Literatura
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