LA TELARAÑA: Los muertos ilustres

martes, noviembre 15

Los muertos ilustres


La Telaraña en El Mundo.

 Me desagradan las necrológicas. Pasa, sin embargo, que hablar de algunos vivos resulta, a veces, poco menos que insoportable. Enciendo la televisión y me tropiezo con varias tertulias agitadísimas en las que los egregios tertulianos habituales parecen querer hablar de Donald Trump, pero sólo alcanzan a hablar, en realidad, de sus propias obsesiones y paranoias, de sus frustraciones personales o sociales, de su mundo convertido, finalmente, en una caricatura ideológica donde el flequillo imposible del nuevo presidente electo americano resulta ser la ola perfecta para tanto surf hacia no se sabe qué arrecifes fatales. No, hoy no voy a hablar de Trump, ni de sus semejantes en las islas: Jarabo, Huertas, Seijas, Bachiller y las guerras domésticas de Podemos con el telón de los presupuestos de IB3 o de la Facultad de Medicina al fondo. Mejor preservarse de tanta mediocre vulgaridad. Mejor hablar de algunos muertos ilustres.

 La noticia, el pasado viernes, del fallecimiento de Leonard Cohen me dejó dolido. «Más que oscuro, negro... Bowie, Cohen. Año Terminal», escribí en mi muro de Facebook mientras hacía trizas las colas interminables de la muerte y dejaba que David Bowie y Leonard Cohen simbolizaran, por sí mismos, esa otra multitud que somos, esa negra lista de espera que habitamos, ese rosario infernal y, a la vez, glorioso de recuerdos, más o menos impostados, a los que rendimos pleitesía convirtiéndolos en pasos lentos y solemnes de una comitiva fúnebre que avanza, se detiene o retrocede, que danza, religiosamente ebria, a la luz indecisa de las velas y exhibe nuestros cuerpos magullados, repletos de llagas cubiertas de sal, sudor y calima crepitantes, bajo la mirada púrpura y cecuciente del tiempo, acaso detenido, ensimismado o ausente, pero que, sin embargo, late y hasta, quizá, palpita; y es así que envejecemos. Pura lujuria. Envejecemos.

 Muere gente, sin embargo, que no conocemos: Leon Russell, ayer mismo, y no pasa nada. Alguien publica un suelto con su obituario y si, por azar, lo leemos echamos la vista atrás y nos acabamos encogiendo de hombros. Imposible recordarlo todo. La vida sigue, nos decimos; y, en efecto, la vida sigue, tanto si decimos algo como si no lo decimos. Leonard Cohen (al que, de hecho, tampoco conocemos) llevaba rondándonos desde el principio de los tiempos con su asombrosa dicción grave, sus seis acordes de siempre y sus libros, no siempre bien leídos ni traducidos, con su imagen sobria, aseada y elegante, con su discurso forjado a base de hermosísimas y repetidas metáforas, a base de fracasos repletos de ternura y de ironía: el imprescindible bagaje de los amores imposibles. Quizá la vida sea una sucesión de amores imposibles y nuestra única obligación sea sobrevivirles. Un ratito, al menos.

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