LA TELARAÑA: Viaje al desierto

martes, octubre 11

Viaje al desierto


La Telaraña en El Mundo.

 
 La banda sonora de mi vida es ahora, en este mismo instante, una tormenta eléctrica en mitad de un desierto. Debiera haber viajado a Coachella, a la ciudad californiana de Indio, no muy lejos de Los Ángeles ni tampoco del cielo o del infierno, para rencontrarme con los rayos y los truenos, con las descargas pirotécnicas del alma, con las sacudidas letales del cuerpo, con el eco tumultuoso de las explosiones de buena parte de esa desgreñada y polifónica melodía con la que me dejé los tímpanos y acabé aprendiendo idiomas; traduje sensaciones, sentimientos, expectativas. Filosofía. Vida. Metáforas. Como de costumbre, somos una frase sin terminar, un río que nos ve descender por sus cascadas y ascender, mucho más tarde, por sus veredas y túneles, por sus laberintos ocultos.
 Resulta, pues, que en el centro de todas las tormentas han actuado este fin de semana (y volverán a hacerlo el próximo, si la autoridad y el tiempo no lo impiden) gentes como Bob Dylan, los Rolling Stones, Neil Young, Paul McCartney, The Who y Roger Waters, es decir, Pink Floyd, quizá la reedición sicodélica del estúpido muro de Donald Trump en mitad del desierto. Una espléndida reunión de magníficos ancianos apurando sus penúltimas fuerzas, desgañitándose de veras, parodiándose con muchísimo humor y no menos ternura, intentando, en fin, estar a la inverosímil altura de sus propios recuerdos, cuando ya los nuestros empiezan a flaquear, a decaer, a acomodarse tranquilamente en el sofá de casa mientras el vinilo negro y brillante de nuestra existencia sigue aún dando vueltas; y esperamos que no deje nunca de hacerlo. Que no pare la música, aunque ya casi ni la oigamos y sólo nos fijemos en cómo vibra nuestro espíritu, en cómo palpita nuestra sien, en cómo tarareamos ese estribillo invencible que se nos ha colado, no sabemos cómo, en la mollera, en la lengua, en algún lugar que ignoramos y del que, al parecer, no hay forma humana de sacarlo, de silenciarlo. ¿Por qué, para qué íbamos, además, a hacerlo?
 Repaso la nómina y anoto dos únicas y fundamentales ausencias. Leonard Cohen y David Bowie. Aquí la vida o la muerte no importan demasiado, porque no añaden ni quitan melodías, aunque nos provoquen, eso es cierto, algún que otro cataclismo, algún revuelo íntimo de matices, algún ataque fingido (y muy escéptico) de nostalgia y también de desencanto; porque siempre nos queda, eso pensamos, la esperanza de que alguna nueva canción nos despierte una mañana de estas con la resaca renacida en el alma de las miles de noches en que fuimos, efectivamente, felices: en que seguimos siéndolo, porque la felicidad, a fin de cuentas, es sólo saberse despiertos para siempre, aunque estemos durmiendo. Profundamente.


 

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