LA TELARAÑA: El teatro de Munar

viernes, octubre 7

El teatro de Munar


La Telaraña en El Mundo. 
 

 La vida podrá no ser todo lo larga que quisiéramos, pero si tenemos la suerte de poder estirarla lo suficiente nos acaba dando para bastantes, para muchas cosas. Nos da para ir creciendo y menguando, casi al mismo tiempo, nos da para la pujanza y también para la decrepitud, nos da para el éxtasis, para la alegría, el dolor y la tristeza, nos da para transitar el fulgor indescriptible de un instante de éxito y la oscuridad repentina de un fracaso que no esperábamos, nos da para perdernos igualmente en un páramo desierto que en mitad de la aturdida muchedumbre. Nos da para detenernos de vez en cuando, hacer un tímido balance y dejar que los pros y los contras de todo cuanto hemos hecho o dejado de hacer nos zarandeen con sus exigencias, sus efectos colaterales, su predisposición a no abandonar una batalla diaria que, pese a todo, no acabaremos ganando. O quizá sí. Todo depende de lo que entendamos por derrota o por victoria.
 Observo la foto de Maria Antònia Munar y reparo en su rostro envejecido y demacrado, en su pelo lacio, mal teñido y peor cortado, en su mirada rota y extraviada. No me creo nada. Hubo teatro, puro teatro, en la Munar que vivía a todo lujo, que repartía los millones de euros que, entre unos y otros, le distraían al erario público, como si fuera la cosa más natural del mundo, que reinaba en toda Mallorca y movía los hilos, todos los hilos de nuestro pequeño universo. ¿Cómo no va a seguir haciendo teatro la mujer que ahora intenta pactar con el ubicuo fiscal de las mil causas que aún tiene pendientes? ¿Cómo no ofrecer a los miembros del jurado, ciudadanos de a pie, personas normales, en definitiva, la imagen mutilada de la decadencia, cómo no intentar, por penúltima vez, embaucar al personal apelando a la compasión, a la piedad, a la caridad, a lo que sea? No sé mucho sobre princesas, pero estoy seguro de que una auténtica princesa ha de ser capaz de pactar, incluso, con el diablo. En efecto. ¿Qué no sabrán, ella y él, de pactos?
 Al cabo de los años, he acabado escribiendo demasiado sobre Munar, lo reconozco. No es culpa mía, sino suya, por supuesto. Yo estoy plenamente convencido de que lo más hermoso que hubiera podido escribir sobre ella hubiera sido un silencio absoluto, sepulcral y eterno, pétreo. No obstante, me hubiera gustado, al menos, haberle sabido dibujar una sombra negra y habérsela dejado a sus pies, intermitente y seductora como una especie de alfombra voladora, para que la buena señora acabara comprendiendo que todo empieza en uno mismo y acaba, también, ahí. En esa soledad íntima, infinita, con la que no se puede traficar.

 
 

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