LA TELARAÑA: noviembre 2014

viernes, noviembre 28

Invisibles


La Telaraña en El Mundo.
 
 Palma es un buen lugar para ser y sentirse casi del todo invisible sin tener que esforzarse demasiado. Da gusto, en efecto, recorrer las cuestas familiares de las calles sabiendo que, a cada rato, podremos saludar (o dejar de saludar) a un viejo amigo de la infancia, a un vecino de la casa en ruinas de nuestros sueños, a un editor o a un escritor de siempre o de nunca en alguna parte de la memoria indecisa de las páginas que ya no recordamos haber escrito. Hay muchas páginas que no recordamos haber escrito.
 Así las cosas, el martes atravesé el oasis urbano arriba de la Costa de Sa Pols para entrever a Miguel Dalmau y a Román Piña a punto de presentar su libro «La mala puta». Me sentí muy próximo a ellos, pero preferí dejarlos hacer. Hace tiempo que ya no almaceno desilusiones ni tengo ganas de denunciar todo lo que anda mal (y andará peor) en la literatura, como en tantas otras disciplinas donde se mezclan los pálpitos interiores con la cruda realidad de las cuentas corrientes, los balances, el paraíso artificial de la gloria efímera.
 El miércoles, sin embargo, amaneció perfecto. Me pasé por el Institut d´Estudis Baleàrics a recoger el magnífico monográfico sobre Cristóbal Serra que sus amigos hemos pergeñado lo mejor que hemos sabido. Anduve leyendo, sonámbulo, algunas páginas hasta darme de bruces, en un puente sobre la Riera, con Agustín Fernández Mallo. No sé si nos une más la literatura o la timidez esencial del que sabe que vive, pese a todo, gracias a los demás. A su presencia. A su invisibilidad metafísica.
 

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martes, noviembre 25

Verdades y mentiras


La Telaraña en El Mundo.
 
 Puede que la verdad y la mentira no existan por sí mismas, que siempre vayan juntas y muy alborozadas a todas partes y que no haya forma de distinguirlas con certeza. Puede que sean, pues, algo así como la espesura impenetrable de un bosque que hay que atravesar cueste lo que cueste, porque es ley de vida buscar el corazón de las cosas, la escondida hondonada interior donde alcanzar la paz y dejarse mecer, con parsimonia, por la brisa. Por la indiferencia meditada. Por la contemplación atenta, ebria y hasta delirante, del vacío.
 Entre tanto, no dejo de observarle el trasfondo y la coletilla a la mentira (o verdad) organizada bajo el imperio televisivo y feroz de las apariencias. El «selfie» repetido del pequeño Nicolás (Fran, para los amigos) no hace sino difuminar su rostro barbilampiño y aumentar, deformando siniestramente su perfil, el de los que se dejaron fotografiar con él. Del mismo modo, las últimas encuestas que sitúan a Pablo Iglesias (y a Podemos) como fuerza electoral más votada no hacen sino revelar lo mucho que ignoramos de la realidad y lo poco que, por desgracia, queremos acabar sabiendo. Puede que en esa ignorancia basemos todas nuestras esperanzas.
 Me temo, en fin, que no existe ninguna pócima más o menos profana o sagrada, científica o religiosa, que logre transitar de veras, quizá arremolinándose como lenguas de fuego en el interior atrincherado de nuestras venas, desde nuestra palpitante (y subjetiva) verdad interior hasta una intocable (y objetiva) verdad universal. Que tampoco existe, claro.
 
 

 

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viernes, noviembre 21

#SalvemBarAlaska


La Telaraña en El Mundo.
 
 De repente, crece la efervescencia en las redes sociales y sucede, entonces, que Palma encoge y que un único lugar se convierte en su ombligo, su tótem, su icono a defender cueste lo que cueste. Paseo ahora por la Plaça des Mercat y me encuentro, como hace unos treinta años en el no muy alejado Paseo del Borne, con un florido kiosco de prensa y con un escuálido y maltrecho chiringuito de birras, hamburguesas y perros calientes.
 Se trata, por supuesto, del Bar Alaska de toda la vida, con sus cuatro o cinco mesas de jardín del Edén venido a menos y sus incómodas sillas metálicas, su oasis a la sombra, bajo concesión consistorial, de un enorme ficus, la mirada pétrea (ahora desaparecida) de Antonio Maura y el ir y venir medio sonámbulo de una ciudadanía que no deja de dar vueltas alrededor de sus particulares puntos de referencia. Quizá la vida sea ir dibujando el mapa interior de un dédalo de callejuelas sin más artificio que un tesoro escondido donde ya nos gustaría encontrarlo. Pero no hay manera.
 Mientras tanto, unos y otros vocean animadamente según sus preferencias. El Ayuntamiento, por medio de Irene San Gil, ya publicó en Twitter (qué mejor lugar para que la gente se lea los edictos) que Cort no tiene ninguna intención de demoler el Alaska. Habrá que esperar, ahora, a los tuits y retuits de «Orgull Llonguet» y su campaña  #SalvemBarAlaska. Me da que Palma se mece, como tantos de nosotros, entre el clamoroso silencio de la indiferencia y el infernal ruido de la nostalgia. Y no sé qué es mejor ni más armonioso.

 

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martes, noviembre 18

La resaca del pasado


La Telaraña en El Mundo.
 
 El domingo, al fin, le dediqué una larga media hora de mi tiempo a la intervención de Pablo Iglesias en un programa nocturno de La Sexta. Se trataba de una especie de entrevista, salpicada de publicidad y de presuntas denuncias más o menos retóricas, enfocada por igual al flujo y reflujo de las masas enfervorizadas (o coléricas) de Twitter que a la calma silenciosa y expectante de los telespectadores en la reclusión de sus domicilios, en la previa relajada de sus merecidas horas de descanso, en la víspera, por lo tanto, de los que debieran ser sus mejores sueños. O, en su defecto, los de cada día. Quizá los de siempre.
 La entrevista, por supuesto, no pasó de pisotear el fango alrededor de los tres o cuatro tópicos de rigor. Los desahucios, el milagro de la renta básica, la grandeza catódica de la economía expansiva, las chirriantes puertas giratorias de la casta y muy poco más, porque el resto todavía es indefinición pura y dura, media sonrisa sin cuajar, mero apunte calculadamente ambiguo.
 Con todo, es muy posible que se avecinen tiempos fascinantes y hasta extraordinarios. Días heroicos en los que la crisis (aguda, sangrienta y hasta letal) se mezcle con el cambio, con la revuelta y con la efervescencia de las ideas. Con toda esa prodigiosa metralla que algunos ya vivimos cuando la Transición y que ahora parece regresar como si nunca se hubiera ido. Quizá sea así y no nos quede sino darle la bienvenida al pasado como si fuera el futuro. A la resaca aquella como a un nuevo delirio que perseguir y alcanzar. Otro.
 

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viernes, noviembre 14

El agujero negro


La Telaraña en El Mundo.
 
 A cierta edad, el pasado es un lugar mucho más concurrido que el presente. Por no hablar del futuro y de esa especie de espantada o diáspora general que parece serle tan propia a ese hipotético tiempo verbal que nunca acaba de llegar y que, si llega, es ya otra cosa, siempre otra: quizá material vencido por la avalancha de la arena en los relojes o el cíclico reciclaje de las ilusiones; quizá simples conjeturas que no podemos sino archivar para que, poco a poco, la memoria las despoje de su significado hasta convertirlas en manchas borrosas y etéreas, sombras sin substancia, elementos, al fin, imperceptibles.
 Viene lo anterior por algo que sucedió el martes pasado, a raíz de la publicación de mi columna titulada «Berlín y Barcelona», en mi muro de Facebook; ese muro que, como sabemos, no es mío, sino de Mark Zuckerberg y su red social para exhibicionistas de tomo y lomo o de vuelta y media. Es decir, para gente como nosotros.
 Hay que andar muy escaso de realidad o muy intoxicado de ficción (o ambas cosas) para pasar de los saludos y besos corteses de la calle (de todas las calles reales, incluida la calle Melancolía) a los insultos en Facebook por una independencia de más o de menos. Ya les hablé de las perversiones asamblearias virtuales. Ya de la irrealidad digital. Ya de los mundos que decimos haber visto más allá de Orión, pero que no recordamos. Me gustaría, sin embargo, que no fuera preciso hablarles, también, del agujero negro, negrísimo, en el que nos acabaremos reuniendo. Todos; y mal que nos pese, claro.

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martes, noviembre 11

Berlín y Barcelona


La Telaraña en El Mundo.
 
 Donde hace veinticinco años cayó un muro de crispación y asfixia, el pasado domingo, 9 de noviembre, había un temblor de euforia: Berlín ya no es la fiesta que fue, desde luego, pero ocho mil globos de luz parpadeaban a la espera de emprender el vuelo definitivo y perderse arriba de los cielos y el horizonte de la noche. A la misma hora, pero en otro lugar bastante más próximo y familiar, el nacionalismo catalán ejemplificaba todo lo contrario: en Barcelona la única fiesta consistía en observar cómo un nuevo muro, con sus alambradas retorcidas, sus coronas de espinas y sus urnas como famélicas alcancías, se había alzado durante un largo simulacro de día, otoñal y tullido, de votaciones fraudulentas e ilusiones manipuladas.
 Veinticinco años no dejan de ser un pellizco de vida demasiado grande y significativo, como para dejarse sepultar vivos bajo la cal abrasiva de la corrupción económica en el poder, de la perversión histórica y el sectarismo cultural. Del vacío convertido en identidad y gregarismo, en señera, en órdago, en sobredosis de aire en las venas.
 Así, pues, pasan las cosas y se acaban enredando en nuestra memoria. Quizá tenga que esperar otros veinticinco años para hablarles, en fin, de cómo somos capaces de echar abajo muros y de alzar, en su lugar, espejismos. O viceversa. En ocasiones, también levantamos muros, que creemos justos y necesarios, y nos acabamos estrellando, sin embargo, contra la frágil y vidriosa realidad de su ficción. O de la nuestra. Es así como aprendemos qué es la libertad y qué no.
 

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viernes, noviembre 7

Un acto de fe


La Telaraña en El Mundo.

 Repaso algunas fotos antiguas de Palma y del Paseo del Borne como si estuviera buceando entre las aguas revueltas de mi memoria. Ahí adentro hace frío y amenaza (tal vez igual que afuera) naufragio, pero recupero el aliento, pese a todo, al rencontrarme con los espectros en blanco y negro del Bar Formentor, la espectacular y decadente cafetería Miami, el desconocido Oriente, el turístico Antonio y la familiar Granja Reus, entre otros. No me olvido, por supuesto, del Kiosco de prensa ni del chiringuito La Tortuga, justo enfrente. Tampoco de la presencia perpetua del Bar Bosch que es el único establecimiento que ha sabido sobrevivir a los años aferrándose al poder de convocatoria (no sé si asamblearia) de las terrazas.
 Supongo que así funcionan las ciudades. Y la vida. O la memoria. A un paisaje urbano le sucede, inevitablemente, otro distinto y, aunque nos pueda parecer excelso sobrevivir a las mudanzas del tiempo, la verdad es que también nosotros cambiamos con ellas. ¿Seguimos siendo, pues, los que fuimos? ¿Somos ya los que seremos? ¿Hay algo en nosotros más allá de la luz intermitente de la voluntad o el deseo, los presagios, los bosquejos, acaso las insinuaciones?
 Es en este paisaje somnoliento y revelador donde incluyo la última encuesta de intención de voto del CIS con la anunciada noticia de la irresistible ascensión de Podemos y la debacle de PP y PSOE. Pero no es hora, todavía, de meterse en los lodazales de la razón sino de recordar que, hoy más que nunca, votar no es sólo un acto de voluntad, sino de fe.
 

 

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martes, noviembre 4

Desayuno al alba


La Telaraña en El Mundo.

 De repente, huele a quemado y el mundo parece que se pone en pie y se despereza. Se reconcentra (el mundo y nuestra percepción del mundo: nosotros mismos frente al extraño vértigo estadístico del bien o el mal, la moral o quizá la ética) en el lentísimo y minucioso catálogo del alba. Unas rebanadas de pan en una tostadora que parece funcionar a su aire. Las pieles retorcidas de algunas naranjas. El grumo dulce y avasallador de la mermelada. La mirada que va cuajando entre los barrotes de la realidad, en su ventana entreabierta, en su nebulosa idea de que unas pocas palabras debieran ser suficientes para calmarnos. O para saciarnos, incluso.
 Luego esas pocas palabras dibujan el frágil horizonte con una economía de medios que no presagia nada bueno. Otra vez, los barrotes de esa cárcel invisible. Otra vez, el techo de esa asfixiante cúpula de cristal que no vemos pero que nos obliga a ir casi encorvados. Es posible que guardemos, en nuestras malditas jorobas de cada día, las herramientas con las que podríamos hacer muchísimas otras cosas. Las que no hacemos. O las que no imaginamos, siquiera, poder hacer.
 Ahora es cuando uno ha de buscar ejemplos con que apuntalar sus construcciones teóricas, sus colmenas ilustradas, su lugar inmóvil en el torbellino imparable del tiempo. Ahora es cuando uno ha de reconocer que le faltan palabras y que esa carencia (personal, íntima e intransferible) es la causa principal de que el mundo le acabe pareciendo un ruidoso fragmento de una sinfonía mayor, tan ambiciosa como indescifrable.
 

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