LA TELARAÑA: marzo 2014

viernes, marzo 28

Las botas de Armengol


La Telaraña en El Mundo.
 
 Parece que no cesa ni decae, tampoco, la algarabía en los tribunales y que, a cada rato, una nueva imputación viene a completar el peregrino panorama de la corrupción o la política. Ahora le ha llegado el turno a Isabel Oliver, ex consejera insular de Economía y Turismo del PSIB cuando el egregio gobierno del Pacte. Ya saben: los rumbosos años de Antich, Armengol y la cúspide del social nacionalismo (según el adulterado uso actual) vertiendo su torrentera de subvenciones a modo de abono conceptual y derroche o trueque ideológico. Pura empatía familiar de los sentidos, por supuesto.
 Pero no se puede, desde luego, hablar tan sólo de Armengol en estricto pasado. El PSIB anda de primarias con todo el aparato del partido volcado allá donde más le empujen la inercia, la ficción o ambas: Armengol o Aina Calvo. El personalismo de unos y otros intentando preservar su guarida.
 Pero hay más. Tengo a la vista una fotografía a media página (web) en la que Armengol posa junto al líder de la OCB, Jaume Mateu, sobre el enorme telón rojo de un cartel electoral socialista. Ambos sonríen como si fueran los protagonistas de alguna superproducción extranjera (y quizá lo sean) y a Armengol le brillan las ruidosas botas de cuero, al menos, hasta las mismísimas rodillas. Habrá que ver si algún juez decide que ya es hora de que la organización catalanista (y balear, según su denominación de origen) justifique a dónde va, viene o cómo se multiplica la gran cantidad de dinero público que se les atribuye; y no sé yo ni, quizá, casi nadie.

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martes, marzo 25

Los latigazos del odio


La Telaraña en El Mundo.

 
 Duele hablar de las marchas por la dignidad o, más aún, de la dignidad como escenificación o delirio colectivo, cuando nada acaba siendo lo que parece y la representación concluye con la evidencia de que hay grupúsculos de vándalos (pero también, ay, de policías de paisano) infiltrados en el bando que no debiera ser el de los otros, sino el propio. O el único bando posible, el de todos. La indignidad de la violencia nos deja mudos y horrorizados.
 En efecto, de muy poco nos sirven las palabras a la hora difícil de explicar la violencia. Nos abruman las desquiciadas imágenes de una cacería en la que no existe otro discurso que el intercambio irracional de golpes y piedras, el vaivén sudoroso de la sangre por entre las esquinas de la guerrilla urbana, el silencio sucesivo tras el artificio de la victoria o la rendición, el caos tocando el timbal en el quicio herido de la sien, los gritos del acero, el alboroto de la ira o el refugio indigno, quizá, de los cascos y los pasamontañas, el crepúsculo tardío de la fatiga invencible o de la renuncia a los propios sueños o pesadillas.
 La dignidad, como hipótesis, vale mucho más que los latigazos del odio en plena noche madrileña o española. Mucho más que una batería de insultos y descalificaciones sin más metralla que el sectarismo en Twitter o las delirantes tertulias de algunas televisiones. La dignidad, a estas alturas del festejo, es mirar el paisaje (tras la batalla) y reconocer que la ficción en que vivimos, aunque no nos guste, igual es la mejor posible. Quién sabe.

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viernes, marzo 21

Los temblores del Big Bang


La Telaraña en El Mundo.
 
 
 Ahora que los científicos han descubierto los primeros temblores del Big Bang y su alargada sombra sobre nosotros (y sobre este precario instante de tiempo que intentamos, a toda costa, atrapar entre los márgenes de la página antes de perderlo para siempre), sólo nos falta sacudirnos de encima sus pegajosos restos y migajas; eso y alejarnos, tal vez, de la rutina inflacionista de las ondas gravitacionales o de las deformaciones provocadas por aquella antigua (pero no sé si pretérita) gran explosión en el binomio espacio-tiempo.
 Cualquiera diría, pues, que nos persigue la memoria atormentada del universo y que padecemos, quizá, su resaca. Pero tantas metáforas no nos reconcilian con la ciencia ni, tampoco, nos calman. Al contrario. Sólo reconozco lo que incorporo a mi naturaleza, lo que nombro y palpo, lo que me excede y hago mío, tal vez bíblicamente: estas luces iridiscentes que nos subyugan cuando cerramos los ojos, este universo que asume la ciega mecánica de su expansión, igual que nos recuerda, con persistencia, su extraño origen (que es también el nuestro) y nos lo proyecta, una vez y otra, para que sigamos temblando. Cómo no.
 Hubo una explosión al principio; y seguimos explosionando. Quizá esto sea la vida y en su temblor compartido se escondan, a la vez, todos los enigmas del espacio y del tiempo. La fusión lujuriosa y excelsa de la carne y el espíritu en este hermosísimo vals de cada día en que aprendemos a ejecutar los difíciles pasos que van de una aniquilación a otra. O de una crisis a la siguiente.

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martes, marzo 18

Epifanías nacionalistas


La Telaraña en El Mundo.
 
 Puede que la vida sea levantarse al alba, escribir unas cuantas líneas y dejar que se enmarañen solas, como por azar o inercia, quizá por destino. Son las palabras, entonces, las que toman las riendas de la realidad y la nombran y deshacen, igual que nos nombran y nos deshacen, dejándonos a la expectativa de unos hechos que hemos provocado sin imaginar, siquiera, su razón de ser, sus terribles o magníficas consecuencias, su textura de eventos surgidos más allá del límite retórico entre la necesidad y el deseo, el filo dialéctico de un par de sílabas cayendo sobre el mundo y encendiéndolo, al fin brasa y resplandor, la luz en el rostro, el rubor de la ceniza como consumación de los siete días que dura la vida, su viaje al centro de uno mismo y sus circunstancias.
 Hace ya un siglo de la Gran Guerra y oigo, alrededor y adentro, los mismos murmullos sepulcrales, pero enardecidos, de siempre. Será que el mundo es una polifonía infernal que precisa, de vez en cuando, de la pausa y el silencio, la combustión lenta de las palabras y los significados, la digestión pesada de la sangre y, perversa, del horror.
 Nos queda luego, ahora, observar cómo el vuelo rasante de los nacionalismos va llenando de grietas, como zanjas, la página en blanco de las tierras convertidas en campos de batalla. Poco importa si en Crimea o en la Cataluña herida de sí misma y de los políticos que se la han hecho suya. ¿Hasta cuándo seguirá siendo, el mundo, una letanía y un salmo, una epifanía nacionalista, la oscura premonición de una catástrofe?
 

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viernes, marzo 14

El suicidio de los niños


La Telaraña en El Mundo.
 
 Puede que los problemas propios de la adolescencia y la juventud no sean sino un terrible anticipo de lo que habrá de venir poco después: la complejidad de la vida más o menos adulta, su rosario de deberes y responsabilidades sin depurar, su carga de fe irracional en las emociones, su variado catálogo de placer y dolor, de juego y miedo, su poso de té y civilización donde ya no hay ni rastro del futuro; o el futuro se evapora, a marchas forzadas, por entre las crines enmarañadas del tiempo. Los trabajos y los días. Los espejismos nocturnos. La resaca del alba cuando al abrir los ojos nos enfrentamos al hastío de siempre. La asfixia, la ficción de los círculos viciosos.
 Pero observo el panorama y tiemblo. Una niña de trece años acaba de dejarse caer, silenciosamente, cinco pisos abajo hasta el estrépito último de la muerte. Quizá el ancestral acoso escolar o cibernético, ahora llamado «bullying». Quizá mil otras nubes con sus particulares tormentas interiores. El alarido familiar de los canes negros o la mueca desencajada e invencible de la tristeza.
 No podemos, sin embargo, ir mucho más lejos. Hay que ofrecer a los jóvenes alguna alternativa mejor al suicidio. Todas lo son. Alguna forma de diálogo. Algún hilo al que asirse cuando la consciencia se agita, cede o se tambalea. Pero no es fácil. Lo sé. Parece que no nos sirve de mucho haber atravesado los peores desfiladeros sin más objetivo que dejar atrás sus tinieblas y burlar todas las fronteras, incluso (y sobre todo) las prohibidas. Habría que solucionar eso.

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martes, marzo 11

Versos sueltos


La Telaraña en El Mundo.
 
 Parece que a las gaviotas les ha entrado la vena continental y el regusto urbano por el posado solemne al sol sobre las medias columnas, como pedestales, del Paseo Mallorca. Cae el sol sobre ellas y sobre nosotros; y mientras ellas crecen, enormes, al fin, en su envergadura de pájaros gigantes revoloteando sobre los estuarios de tantos ríos que van a dar a la mar, que es el morir, nosotros, en cambio, parece que menguamos con los requiebros circulares del tiempo y el cambio ácido de las estaciones.
 No hay forma, pues, de confrontar nuestra curiosidad de ornitólogos (tan habituados a las jaulas como a las definiciones del lenguaje) con su indiferencia biológica de aves, su quietud luminosa y su vuelo hambriento de espacios abiertos, su textura de mármol o plástico (ambos de imitación) entre una pesadilla de alquitrán y gomas viejas, que van y vienen. El oleaje, tal vez, del pensamiento.
 Será por ese reflujo de las mareas o el pensamiento que Palma regresa, de vez en cuando, al mar torpemente olvidado y se abre, tal y como lo está haciendo ahora, a su propuesta de misterios ocultos y olas y espuma, el olor penetrante de la sal líquida: esa formidable tinta invisible con la que escribimos, de jóvenes, tantos versos sueltos sin más objetivo que perfilar una fachada marítima (interior y propia, contra los arrecifes de la muerte) con un esplendor similar al de la última línea curva del horizonte. En cuanto quiten de en medio los edificios en descomposición de GESA y el Palacio de Congresos prometo volver a intentarlo.
 


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viernes, marzo 7

Panero y aquella resaca


La Telaraña en El Mundo.
 
 Todavía le recuerdo, digo, con la copa en la mano y hablando mucho, hablando para poder existir de que no hay nada mejor que decirse a sí mismo una proposición de Wittgenstein mientras sube la marea del vino en la sangre y el alma. Estoy rescribiendo, claro, el poema «La Canción del Crupier del Misisipi» de Leopoldo María Panero y recordando los días gloriosos en que fingimos asaltar Sa Dragonera o, en su defecto, todos los bares de los alrededores, Sant Elm y el Port d'Andratx. Junio de 1977. Hace una eternidad de nada, de nada, de nada.
 Cincuenta pesetas, recuerdo que me prestó entonces, Leopoldo, ya con el rostro cuarteado por el desencanto, para pagar la enésima ronda de aquellos días preñados de sed y de sol; de versos que recitábamos, aunque aún no los habíamos escrito; de la misma asfixia que ahora, pero de otro tiempo, más infantil y terco, vertiginoso, líquido. Días y, en especial, noches de urgencias metafísicas que ni sospechábamos que nos fueran a dejar alguna huella, pero que lo hicieron: nos dejaron el buen gusto por las causas justas y la resaca bellísima de las hermosas derrotas. Todo lo demás casi que no importa.
 Sobre todo, porque esta mañana me he levantado con la noticia de que Leopoldo ya no está entre nosotros, donde quizá nunca estuvo, y esa dolorosa soledad es lo que más le agradecemos y admiramos. Se ha ido, o se ha vuelto a ir, porque siempre pareció estar de paso hacia ese reino tan suyo, entre civilizado y salvaje, donde sólo sus versos podían sobrevivir y sobrevivirle. Sobrevivirnos.

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martes, marzo 4

Picudos y compulsivos


La Telaraña en El Mundo.
 
 Del noble arte del autorretrato (que era introspección y búsqueda más allá de la máscara diaria) a la compulsión del «selfie», esa foto que uno se hace a sí mismo con el efecto colateral de la cara picuda que se nos queda cuando el fogonazo de la luz, la longitud del brazo y el temple del objetivo no dan abasto y la composición se reduce a un mal gesto y a un guiño, acaso tullido, pero revelador: nos fotografiamos para vernos tal y como nos ven los demás. El resultado no puede ser más horrible ni descorazonador. Pero pelillos a la mar.
 No tuve, la otra noche, la paciencia y el humor necesarios para soportar la ceremonia de los Premios Oscar, aunque este año sí que había algunas buenas películas. Se ve que la crisis espabila a todos y a los publicistas, mucho más. La fotografía que resume la gala es la de Ellen DeGeneres, con Meryl Streep, Brad Pitt, Angelina Jolie o Julia Roberts, entre otros, delante de la cámara de su flamante móvil. Enseguida, la imagen estaba en Twitter y, al rato, ya era la más “retuiteada” de la historia. Así se escribe, ahora, la ficción por entregas de la fama o el terror: vertiginosamente.
 Me da, pues, que el uso indiscriminado y masivo de la palabra y la imagen en las redes sociales no hace sino rebajar de realidad la realidad, diluir el discurso de las cosas y alejarnos del sueño idílico de una república universal de las letras y las artes. Pero no sé si lamentarlo o si poner cara de resignación, mientras disparo una foto tras otra por ver si alguna, al fin, me hace justicia. Qué va.



 

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