El cine, a veces, nos depara sorpresas que ni en el mejor de
los sueños. O sólo en ellos. Abro los ojos (o los cierro, ya no sé) y dejo que
la fascinación me venza. La gran belleza inteligente, caótica y decadente de
Roma me resulta reconocible y me sobrecoge, desde luego, pero son las palabras
de Gambardella, el escritor que ya
no escribe (pero que escribió una vez y se vació, quizá, del todo) las que, en
definitiva, me desarman trasladándome a otro pasado en el que también fui
derrotado; y era joven y me creía inmenso. No hay, pues, dolor ni placer, simetría
o consuelo, en ese viaje, sino sólo una sonrisa agridulce y una única sospecha taladrándonos
las sienes. Nada es, en fin, tal y como lo imaginábamos; pero eso no es
demasiado grave. A veces, hasta es mejor.
Con todo, el tiempo acaba poniendo cierto tipo de orden en
nuestras vidas. A un lado, la pancarta de salida y al otro, la de llegada. Hay
una niebla espesa sobre ambas y algo así como un extraño rumor parece
precedernos, igual que lo vamos dejando atrás. Ni el próximo paso que daremos,
ni el que ya dimos, son seguros. Ni ciertos, ni tampoco fiables.
Puede que la memoria nos engañe ahora como siempre, aunque
creamos, con Gambardella, que a nosotros (como a casi todos) también nos
abandonó una mujer cuando teníamos dieciocho años y el tiempo aún no era un
problema, sino un puente tendido hacia ninguna parte: uno mismo o el futuro,
quizá esas largas frases retóricas que nunca acabamos de decir por completo, aunque
quisiéramos. Cómo no. Qué error, supongo.
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