LA TELARAÑA: septiembre 2013

viernes, septiembre 27

La huelga indefinida


La Telaraña en El Mundo.
 
 Hay que observar el paisaje como quien ausculta una sucesión de cuadros en la tortuosa subasta de la vida; asombrándose cuando corresponde, sí, pero sabiéndose mantener al margen de la puja cuando nada en concreto logra desalojarnos del tedio o de la indiferencia. Suele pasar a menudo, aunque no siempre.
 Vale que una huelga indefinida no pueda sino ser calificada como el lugar exacto de un fracaso colectivo, pero la verdad -intentando ser realistas, sin serlo- es que tampoco es para tanto. Quiero pensar que a los chavales, siquiera sea por lo poco y mal que aprenden y les enseñan durante el año, no les perjudicarán mucho unos días más de vacaciones y que a los profesores, sarcasmos y maldades de lado, tampoco les habrán sobrado estos días de efervescencia social y heroísmo político: no habrán aprendido más inglés del que ya ignoraban, pero al menos se han aireado (de aire) y airado (de ira) como muy pocas otras veces les habrá permitido su monótona (y quizá kafkiana) labor de servicio público. Todos contentos. ¿Todos? Pues puede que no.
 La alegría tiene una consistencia mucho más voluptuosa que el enojo. No obstante, uno no sólo acumula reveses más o menos mayúsculos, sino también pequeños y efímeros éxitos y aunque sepamos, seguro, que a esta huelga le espera el mismo desenlace que a todos nosotros, lo mejor es dejar que la inercia de los días acabe llenando las aulas y los claustros de gentes sin más heridas por curar que la elaboración de un plan de estudios auténticamente enfocado, al fin, hacia el futuro.

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martes, septiembre 24

Mis nacionalidades


La Telaraña en El Mundo.
 
 Me va a salir la vena internacionalista a poco que me ausculte. Es decir, que piense en los míos y los recuerde. Que tome consciencia, en fin, de cómo mis padres me hablaron alguna que otra vez de unos lejanos parientes que vivían en Badajoz, Extremadura: ahí deben seguir, porque nunca llegué a conocerlos. Que apunte, también, que tuve, por parte de madre (o de padre o de ambos, qué sé yo), otros parientes llegados desde Uruguay y, aun otros, venidos desde Larache, Tánger, Tetuán, a los que sí conocí, pero de los que sólo guardo el desvencijado recuerdo de la selva cinematográfica y en blanco y negro de «King Kong» y los labios de Fay Wray en la penumbra del Cine Moderno, calle Fábrica, Palma de Mallorca, años 60, supongo.
 Pero no puedo olvidarme, por supuesto, de la familia más próxima y seguro que querida. El inagotable barrio de Santa Catalina. Las historias, siempre mal contadas, de la postguerra en Campanet. La isla de Mahón. La Mallorca de los domingos entre el 600, las carreteras maltrechas y los arenales infinitos y luego la de la segunda residencia en el chalet de la playa, Cala Blava, junto al abismo del tiempo y las galerías colgantes sobre el vacío de este instante.
 Por todo esto, mientras Oriol Junqueras insinúa que los catalanes podrían obtener la doble nacionalidad, creo que voy a pedirme una sobredosis de nacionalidades. Algo completito. Las diecisiete españolas y unas cuantas más, por aquello de convertirme en un ejemplar ciudadano del mundo y hasta poder demostrarlo con papeles. Faltaría más.

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viernes, septiembre 20

Abierto hasta el amanecer


La Telaraña en El Mundo.
 
 Año tras año, puntualmente, vengo dedicando unas breves líneas -estas de hoy, por ejemplo- a glosar el civilizado simulacro de botellón urbano en que se convierte ese derroche de noche (la de ayer mismo, para entendernos) en que el Arte está abierto metafóricamente hasta el amanecer y casi no hay sino que afilar los colmillos para hincarle el diente, no tan sólo al canapé, tan efímero, sino también a ese objeto que ahora vemos y luego ya no, que ahora palpamos y hacemos nuestro y que es, también ahora, cuando lo perdemos, ese objeto del Arte que es arte en sí mismo y objeto capaz, en fin, de mantenerse erguido con la sola brisa interior de algo así como un concepto, a modo de sostén o médula, y de embriagarnos con él y hasta de trascenderlo, para que cuando volvamos a necesitarlo ya nada sea lo mismo, porque nosotros ya no somos los mismos y algo nos cambió la conciencia, quizá ese concepto o ese simulacro. O ambos.
 Con todo, saciada la sed de sangre, la bestia humana se calma y casi que, al rato, se olvida hasta de sí mismo y de su monstruosa apariencia, del dolor absurdo que desde siempre le causa saberse repetido (y único) en la superficie requemada, pero brillante, de los espejos.
 La nómina de anoche ya la conocen ustedes y quizá hasta la guarden en algún hilillo de luz o sombra entre las alcobas revueltas de su memoria, entre las cañadas doloridas de su garganta, entre los esquejes y las arrugas de la piel rota cada día un algo más o un algo menos. Todo acaba siendo según se quiere ver. O según se mira.
 

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martes, septiembre 17

La huelga y la náusea


La Telaraña en El Mundo.
 
 «No nos permiten hacer bien nuestro trabajo, nos imponen cómo hacerlo sin contar con nuestra profesionalidad». Ese es el motivo textual -que entresaco de un pasquín en folio tamaño A4, con una cara escrita en castellano y otra en catalán- por el que los docentes dicen que hacen huelga y por la que muchos de nuestros hijos se quedaron ayer mismo en casa, que no es cuestión de llevarlos al colegio para que los trituren allí con el sí pero no de los servicios mínimos, el clamor a jauría no del todo humana de los piquetes y, en general, por el mal ambiente que suelen generar todos estos enredos políticos cuando anclan su razón de ser en el sectarismo (y más si en el sectarismo nacionalista, como en este caso) y no en asuntos de índole general.
 Es decir, la cultura en la multiplicidad casi infinita de sus manifestaciones, el lento y tortuoso devenir del aprendizaje o la siempre difícil búsqueda de la excelencia. Cosas así.
 El niño, y hablo de forma genérica, parece que no tiene, en fin, profesores, pero sí abuelos. Menos mal. No es poca cosa ni tema baladí, sino todo lo contrario, aunque convendría no abusar de la briosa paciencia de los mayores. Resulta que a una generación que apenas sí tiene trabajo (o que lo tiene sólo intermitentemente) se le ha juntado una desapacible ralea de funcionarios públicos que añoran la inercia de los tiempos pasados (esos que les ofrecían seguridad y sueldo vitalicio) y parecen querer perpetuarlos en el sueño tribal y mínimo del nacionalismo catalán. Realmente inaudito. O nauseabundo.
 

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viernes, septiembre 13

La hora feliz


La Telaraña en El Mundo.
 
 Parece que no hay nada mejor ni más hermoso que el gregarismo. La catarsis de esos cánticos uniformes, ese pálpito, esa conmoción de sentirse, al fin, partes de algo, trozos o quizá desechos, lo que sea, ese coro de eslóganes simples, entre eufónicos y ripiosos, esas muchedumbres dándose la mano como si regalándose el alma, ay, como si pudieran. Sonriendo cara al sol del futuro. O al tiempo detenido de esas camisetas del color del azufre, esa bandería, esa hora feliz y sectaria, ese baile al filo último del abismo; si no el de la realidad y su propio músculo interior, el de los arrabales ebrios donde el deseo es gobernado por la intensidad, acaso incurable, de la herida.
 Es en este lugar, medio oculto en el maremágnum olímpico de las cajas de ahorro, los tantos por cientos en la sombra, el fraude sostenido del dinero público, el déficit, los recortes y los fondos de reptiles, donde algunos políticos llevan décadas subastando la existencia a un par de dioses menores y, aun así, selectos: el territorio, la identidad y la lengua. Nada menos.
 Nunca me he sentido más fuera de lugar ni más alejado de la auténtica razón de ser del pensamiento, que entre este tipo de conceptos tan vulnerables y fortuitos. Tan ilusorios y engañosos. Tan trágicos y cobardes. Tan obvios e intangibles, que se diluyen con sólo nombrarlos. Tan irrespirables, en fin, que casi prefiero no tener que hablarles de la providencial pestilencia que, a modo de nubes de argamasa, envuelve a los pueblos y los acaba convirtiendo en tales. Así nos va.

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martes, septiembre 10

Anuncios por palabras


La Telaraña en El Mundo.
 
 Uno coge la prensa local y, si procede o hay hambre atrasada a papel y tinta, se lee hasta los anuncios por palabras. O, peor aún, se lee tan sólo esos anuncios si lo son de citas pícaras y casi que animadas -ah, la viejísima filosofía del burdel- y si el panfleto, como suele acontecer, no da para mucho más. O no da para nada. Al editor Serra le llueve, desde siempre, la fortuna diaria de la publicidad institucional y la otra, la privada o, mejor, la privadísima -la que ahora no le gusta al PSIB: por machismo o violencia de género, por ambas cosas o ninguna- y como no le resulta fácil distinguirlas y la bolsa suena igual con un dinero que con otro, así va llenando sus páginas de promisorios mensajes que podrían, por su extensión y gramática colapsada, ser de Twitter, pero no lo son. O eso creo.
 No es mala cosa, no, que unas pocas palabras te alivien y reconforten. Te prometan dejarte como nuevo. O te permitan asistir, porque hay que ver cuánto nos gustan los simulacros, al espectáculo de la decepción como si fuese algo excepcional y no cotidiano.
 Pero está fresca la decepción y el elocuente desconcierto posterior. ¿Conclusiones domésticas para un varapalo olímpico? El COI. Madrid 2020. Las rubicundas diadas nacionalistas de estos días. Qué va. Hay un selecto grupo de gente ociosa que parece vivir entre las nubes de una gran tormenta. El pasado. El futuro. Qué grandes, qué intocables e irreales, ambos. Y, sin embargo, qué fácil resulta sublimarlos. ¿Y si nos ciñéramos, tan sólo, al frágil y escurridizo presente?

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viernes, septiembre 6

Los pedantes


La Telaraña en El Mundo.
 
 Cuando el lenguaje hablado -¡y también el escrito!- se atrinchera en la mediocridad de los lugares comunes, especialmente en el apagado crisol de los tópicos, y cuando ciertos discursos -a un lado y al otro del espectro- tan sólo enmascaran la ausencia de conceptos o la tendenciosidad incalificable, pero mefítica, del proselitismo, no parece que esté de más, en absoluto, ahondar y hasta elogiar, si cabe, la maltratada figura histórica del pedante. O de los pedantes.
 Cojo nuestro mejor diccionario, que es el de María Moliner, por supuesto, y leo que define al pedante como «la persona que hace ostentación presuntuosa e inoportuna de sus conocimientos, con especiales tonos de voz y palabras». El asunto huele bastante mal, en efecto. Tanto que casi apesta, pero sólo hasta que seguimos leyendo que el pedante también fue, aunque en tiempos lejanos, «el maestro que enseñaba la gramática a los niños yendo de casa en casa a pie». Seguro que esta nueva revisión del pedante, al fin sustantivado, nos acaba reconciliando con la imagen del hombre gris, siempre sudoroso y algo excéntrico, con su pesada carga de libros a cuestas y su destino marcado de portal en portal. Con su pedestre viaje de clase en clase.
 Reparo ahora en que escribí unas líneas muy parecidas a estas en agosto de 1983. No sé qué motivo tuve, entonces, para mezclar las cosas del espíritu y la vocación con la inercia monstruosa de los que cambiaron su compromiso público de servicio por el andamiaje oblicuo de una estúpida huelga. El de ahora sí que lo sé.
 

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martes, septiembre 3

Vuelta a clase


La Telaraña en El Mundo.
 
 Vuelvo a clase, como a mí mismo. Sabiendo que no hay cátedras de filosofía ni laboratorios científicos suficientes (y eso que no hay nada mejor al margen de esta doble apuesta simultánea por la razón y la quimera) a la hora de explicar el mundo y dejarnos conformes. O saciados. No la hay, porque aunque unos pocos axiomas nos calman, cómo no, la sed, otros muchos nos surgen enseguida arruinándonos la paz, tan efímera y coyuntural, tan imposible. Será que el auténtico tesoro ya sólo puede ser la incertidumbre. Y en especial, sus métodos. O los míos.
 Quiero decir que, enredados en los imprecisos límites del lenguaje, de este lenguaje escrito como en los de cualquier otro, presos, en fin, en sus devastadoras redes y casi que hasta dando saltos, como peces moribundos, contra la asfixia conceptual al igual que contra la sobreabundancia informativa, sólo nos queda otra que asumir, con cierto humor y más aún, con el correspondiente resabio a nada, nuestras magníficas e insuperables insuficiencias. No podemos abarcarlo todo, porque nuestras visiones son sólo parciales, cuando no sesgadas u oblicuas; escandalosamente subjetivas, cuanto más alejadas de nosotros mismos y nuestro ombligo se pretenden. Este fracaso es cierto, pero no tenemos de qué avergonzarnos.
 Hay que dejar, pues, que los cielos nos sigan proveyendo. El maná de la incertidumbre o la ignominia. El de la búsqueda o la vergüenza. El que nos obliga a enviar a nuestros hijos a clase sin saber si el día de mañana serán funcionarios del mundo o de las cloacas.

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