La respuesta al debate de los sábados en
El Mundo: ¿
El Govern ha cumplido su compromiso de garantizar la libre elección de lengua?
No. Pero aquí hay un error muy grave, o quizá dos, de
concepto. No debiéramos ser frívolos ni indiferentes al respecto de la libre
elección de la lengua en la enseñanza -pero tampoco en la vida más allá de las
aulas- cuando tenemos a nuestra entera disposición, y casi que de oficio, no
una, sino dos lenguas y que cada una ocupa su lugar especial -el que queramos
darle, como es lógico- en nuestro propio corazón y, asimismo, en nuestra
garganta, en algún lugar escondido por entre las cuerdas vocales. Y no sólo
ahí. También en el cerebro y en su naturaleza única de sólo dar consistencia
real a las ideas, a los dislates, al raciocinio -quizá metafísico, homérico o
hasta silencioso- del día a día, a través del lenguaje. Es decir, gracias a una
de esas dos lenguas o de las dos a la vez y hasta de alguna otra, extranjera,
eso le decimos, que nos agenciamos con no poco esfuerzo. No hay nada, pues, que
no sea, primero, lenguaje y luego, discurso, lengua, gramática, sintaxis,
declinación, tumulto de vocales y consonantes. Morfemas.
Pero el idioma que usamos de preferencia -sea el que sea- no
puede ser, y no lo es nunca, el fruto de una imposición ajena. Los territorios
no tienen lengua. Son las personas, una a una, las que las heredan y hacen
suyas, si quieren, y las llevan a su vida cotidiana y las convierten en
herramientas de introspección y búsqueda, de comunicación. Bajo estas premisas,
uno no puede contemplar nuestro panorama lingüístico sino con el mayor escepticismo.
Y con asco, a ratos.
El Partido Popular, como es obvio, no ha cumplido lo
prometido y poco me importa si Rafael
Bosch dice que son cuatro o cinco las denuncias que ha recibido, o si son
mil o un millón. Hay temas que cuando nacen ya muertos, como la inefable Ley de
Normalización Lingüística -que ellos mismos pusieron en marcha- sólo pueden ir
a peor. Y en el olor de su putrefacción es donde ahora estamos. Cómo apesta.
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