LA TELARAÑA: La ciudad y sus espejos

sábado, enero 15

La ciudad y sus espejos

La respuesta al debate de los sábados en El Mundo: ¿Cree que la mejor solución para el antiguo edificio de Gesa es la demolición?

No. Ignoro si romper un espejo -o una criminal mole de cristales tintados, en este caso- nos depararía siete años -¡siete más!- de bíblicas maldiciones o si, con su demolición, podríamos enterrar todo cuanto hemos ido acumulando en la vida y ya nos sobra, que no es poco, por cierto. Ambas opciones merecerían el mismo estudio parasicológico -como mínimo- que el capricho surreal de Munar -ahora apoyado por Aina Calvo- de declararlo Bien de Interés Cultural. Sí, ya sé, la fascinación y el horror suelen ir de la mano y hasta fundirse en un abrazo. O en nada.

Con todo, mi relación -fallida- con los espejos me obliga a preservarlos por sobre cualquier otro destino. En los espejos uno se descubre como si fuera otro, sin serlo. Nadie lo es, pero aceptarlo nos destruiría. Por eso escrutamos, ávidos y torpes, su fría superficie ingrávida y su espectral interior de aire o luz, de sueños o deseos. ¿Qué o quién no habitaría en los espejos, si ya no pudiera morar en otra parte sino en su exilio físico o su ilusión óptica?

Así, en ellos, hasta creemos reconocernos, pero no siempre. Entre la imagen y su reflejo -ese dual artificio- media un espacio inhabitable, un lugar tan indecible como el enigma que decimos ser, porque lo sentimos propio y, además, lo reencontramos en ese otro que nos mira igual que le miramos, con la misma curiosidad y consciencia expectantes de compartir, al fin, algún misterio común en ese viejo cruce de miradas: miedo, deseo o impotencia ante lo que se nos escapa, porque los espejos anulan el tacto y nublan el ojo y convierten nuestras tres míseras dimensiones en un bosque de imágenes repetidas y distorsionadas. Irreales.

Palma se mira en los espejos reflectantes de Gesa y se asombra. O yo, al menos, me asombro (de verme) y de ver a Palma desparramándose hacia el mar, que la mece y golpea, y hacia el interior profundo del asfalto y las cloacas, las callejuelas, parques y avenidas, el abanillo de los arrabales que van creciendo como si huyeran de una nube sombría y una borrasca, quizá la nuestra, hasta diluirse en un enjambre de imágenes quietas. Ya muertas. Dejen a Gesa como está y conviértanlo, si quieren, en el Palacio de Congresos que no precisamos, en un Club de Fumadores impenitentes o en la sede marmórea y deslumbrante de todas las consellerías habidas y por haber. Lo que quieran, pero no toquen sus malditos cristales.

Etiquetas: