LA TELARAÑA: El efecto mariposa

sábado, octubre 31

El efecto mariposa





. Tanto abrir zanjas y remover lodazales, sacudirle los intestinos a la urbe, armar y desarmar el revuelo subterráneo en sus estaciones y parques, aceras y alcantarillas, vías y viales, en el conglomerado metafórico -y mutante- de sus ejes cívicos y hasta en el pálpito irreal de sus horas irremisiblemente muertas no podía quedar impune. Nada queda nunca impune. O no del todo, al menos. Para comprobarlo no vale ni acercarse a la Plaza Serralta. Nos sobra con ojear la diligente usura del Impuesto sobre Bienes Inmuebles de Naturaleza Urbana -hay que ver cuánto se preocupa Aina Calvo por mejorar las infraestructuras tributarias- que nos va a tocar pagar, sin su amable recargo, en quince días y sin rechistar, como en un acto de fe con ribetes resignados, absurdos y quizá suicidas. ¿Existirá nuestra casa para entonces? Quizá sí. O no.

La burocracia tiende a reglar la realidad pero no tiene forma alguna, verídica, segura, fiable, de tomarle el pulso a las cosas. No hay comisión de estudio ni comité de expertos capaz de interpretar el rumor interior de Palma, su sinfonía de nido de termitas incubando no se sabe muy bien qué, pero nada bueno. Quizá el vacío del aire en una burbuja de piedra, el temblor de la casquería urbana al descubierto, el dolor de su vientre desgarrado como un volcán -o una ubre- a punto de vomitar su rabia -o indiferencia- de siglos, su vocación secreta de regresar al polvo del que fue arrebatado, a su sueño antiguo, a su calma ancestral, a su ser o a su nada. A su intimidad.

Por eso no es de extrañar que haya una divergencia insalvable entre la realidad de la burocracia y la de las cosas. Yo puedo -si me place, si no me urge, si me siento dócil, comprensivo y solidario, global o simplemente aburrido- volver mañana o pasado mañana o nunca. Mi escala temporal se reduce al latir de mi sangre. Poca cosa. Pero la naturaleza atiende a otras premisas y urgencias, a otro tipo de proyección temporal.

No es raro que donde, ahora, se levanta un bruñido edificio, al rato sobrevenga un socavón, una montaña de escombros, un géiser de cascotes y vísceras, un vertedero de ilusiones derrumbadas. Pero, aún así, aquí ha fallado algo. O sea, todo. Si el propio consistorio no sabe cuánto le va a durar la voluble argamasa de su pacto de gobierno cómo le vamos a creer capaz de prevenir, con éxito, los desastres exteriores. Ni en sueños.

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