LA TELARAÑA: ¿Qué me pasa, doctor?

sábado, marzo 28

¿Qué me pasa, doctor?


La respuesta a la pregunta del debate -¿Cree que el decreto del catalán hará perder profesionales en la sanidad?- en El Mundo.





No. O sí o ni una cosa ni la otra. Me encantan este tipo de preguntas porque me permiten coquetear con la literatura, saborear las relaciones entre la ficción y la realidad y hasta dar rienda suelta a mi natural y enloquecida vena hipocondríaca. La hipocondría es un arte. Exige introspección y angustia, pero también distanciamiento y humor para relativizar la fragilidad que nos encorseta y salir airosos. No somos esa radiografía aterida que nos mira sin vernos ni ese diagrama de líneas y constelaciones, selvas, fermentaciones y flujos de glándulas con las que el médico nos ausculta. Somos algo más, aunque no sea mucho.

Cuando una ley es torpe y estúpida, nadie se preocupa por cumplirla. No hay, pues, apuro. El decreto del catalán no pasa de ser un feto en plena vigencia de plazos de la ley del aborto, un atentado contra la lógica general de las cosas, su naturaleza y su instinto de supervivencia más allá de cualquier perversión ideológica. Es, en fin, un ataque suicida contra la salud pública en sí misma, que no es ese carnaval lingüístico en el que el Govern danza, sino algo mucho más serio: la salud privada de cada ciudadano. La suya. La mía.

Con todo, basta con ojear la estampa de Antich en cualquier foto -la sonrisa y el flequillo flácidos, la mirada acristalada y los brazos siempre cruzados en salva sea la parte- para inferir que no es un tipo duro. Más parece una víctima resignada del pragmatismo, la erótica del poder y de los pactos con los depredadores –lingüísticos unos, ERC o PSM, y económicos otros, UM- gracias a los que gobierna. O eso cree él, porque todo tiene sus límites y la realidad tiende a la supervivencia, a la mejora cuando puede y a la adaptación si no tiene otro remedio. A ese decreto le aguarda igual destino que al Pacto de Govern. La disolución. El olvido.

Vuelvo a la hipocondría. A veces quisiera que mi equipo médico habitual me hablase en catalán en vez de hacerlo, como acostumbra, en castellano. En catalán parece haber menos patologías o, en todo caso, muchas menos palabras con que expresar esos matices técnicos, indescifrables, piadosos o crueles, que adornan, filosóficamente, las enfermedades –sus síntomas y excrecencias, sus diagnósticos, sus remedios y venenos, sus fármacos- convirtiéndolas en algo tan fascinante como terrorífico. Pero enseguida desisto. La complejidad desenmascara la simpleza y sólo así la vida, caprichosa, prosigue su curso.

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