apuntes
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La palabra escrita siempre deja huella; es su manera de tender un puente entre las ideas propias y las ajenas. ¿Propias? ¿Ajenas? Empecemos desmitificando la propiedad de las ideas. No hay forma sin contenido ni viceversa. La misma cosa no puede dividirse y seguir siendo la misma. Ni la misma y otra. ¿Ambas a la vez? Por supuesto, pero fuera del conocimiento.
El problema es que tenemos restringidos algunos espacios que podrían convertirse en magníficos lugares comunes -de encuentro, pero también de dispersión y crecimiento- y sin embargo, sucede lo contrario. Utilizamos esos templos íntimos, con sus dogmas estremecidos y sus dioses diminutos como si fueran fortines, claustros sagrados, atalayas intocables. Igual lo son. Ahí el aire fresco y la brisa no pueden entrar porque una vida edificada, aparentemente de forma estable, sobre unas cuantas mentiras sociales de cierto éxito no puede aceptar de buen grado -ni a regañadientes- venirse abajo, desintegrarse, tan solo -¡tan solo!- por el motivo revelado de que sus cimientos sean, al fin, en vez de sólidos cimientos de tierra firme, anecdóticas arenas movedizas o pestilentes barrizales de heces en plena combustión orgánica. ¿Cómo sobrevivir sin los antiguos errores de concepto, sin su multiplicación e inercia gratificantes? ¡Todo podría desplomarse en un solo instante de comunicación y entendimiento, de ego abolido, de transgresión absoluta! Ello resultaría insoportable, ciertamente. Pero no ha lugar. El miedo al vacío es, a veces, tan poderoso como solemne y extravagante la concepción excluyente del ego, esa superprotección desmesurada. Infantil.
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