LA TELARAÑA: La turista infiel

sábado, agosto 13

La turista infiel

Mi relato (3) en El Mundo.


y aquí:


La turista infiel


Añoro las películas color sepia. No me negarán que un detective sin gabardina y sombrero panamá, además del inevitable pitillo entre los labios, no es gran cosa. Lo reconozco. Es una lástima no poder elegir también los escenarios. El calor era asfixiante pero me encontraba a gusto con mi cómodo traje de lino. Un maletín de piel, una cámara digital y unas gafas ahumadas, con la patilla derecha algo suelta, completaban el panorama.

Las cosas, sin embargo, no podían empezar peor. Una vez instalado en el taxi, ya camino de la ciudad, me di cuenta de que había dejado olvidada una pequeña bolsa, con mis flamantes pinquis, junto a un cajero automático de la terminal del aeropuerto. Mi manía de querer comprobar que mi cuenta corriente seguía tan corriente como de costumbre. Detalles así son los que me revelan los augurios que pesan sobre mi persona. Nunca he creído, sin embargo, en el destino. Al contrario, mantengo que si las cosas salen mal es porque uno las hace mal, y ahí se acaban mis elucubraciones. No hay que darle más vueltas.

No opinaba lo mismo, creo, el señor Sawada, en mi despacho, hace tan sólo unos días. Sus metáforas me produjeron somnolencia. Estoy acostumbrado - me decía - a sentirme protegido por las columnas del arcoiris. Y a que las luciérnagas me ayuden de noche a conciliar el sueño. También a sentir en la palma de la mano el fulgor de los diamantes más puros un instante antes de que se disuelvan en polvillo de carbón. ¿Sabe usted que hasta los juncos más flexibles se quiebran? Le hablo de la vida, por supuesto. Porque la vida tiene su propia lógica y uno debe respetarla. Pero todo tiene sus límites - me miró entonces con fijeza - y estos no incluyen la traición de los amigos. Ya sé que ciertos desencuentros son sólo ligerezas, frutos del roce y la confianza mutuas. También de la estima. Pero no nos engañemos. Hay conocimientos absolutamente prohibidos. Por eso, cuando soplan los vientos sombríos de la maligna hiedra, conviene resguardar la intimidad. Lo sé desde siempre y, aún así, no dudo en abrir a mis semejantes las puertas de mi casa y también las del corazón. El espíritu es otra cosa. Los orientales somos muy generosos, pero sabemos lo que es el pudor. Occidente parece haberlo olvidado. Lo triste es que los amigos, tarde o temprano, se inmiscuyen donde no debieran, se te introducen como punzantes astillas de cáñamo bajo las uñas o algo peor, profanan a tu mujer y acaban enloqueciéndote; primero de dolor y luego de remordimientos por haber vuelto a caer en la trampa más vieja del mundo. Y el mundo es muy viejo y nosotros muy inocentes, querido amigo. Así que vigile a mi mujer. Fotografíela sin descanso. Quiero todas las pruebas antes de tomar las decisiones justas.

Perseguir a la señora Sawada calle Olmos arriba y abajo con los pies adoloridos, porque mis nuevos pinquis escapaban una y otra vez de mi talones, no era tarea grata, pero tampoco difícil. Entrar en los bares y encontrarme cartelitos de Prohibido Fumar precisamente allí donde quería sentarme para continuar mi vigilancia y sacar cuantas más fotos mejor, sin ser descubierto, sí que era un contratiempo. Igual que desdeñar el túnel y lanzarme por las curvas hacia Sóller, como un suicida, y proseguir por idénticas carreteras tortuosas sin un sólo segundo de descanso, hasta encontrarme, horas después, sentado en un taburete del Casino, observando cómo la buena mujer apostaba sin desmayo sus yenes al 29, siempre al 29, sólo al 29. Acabé la noche acomodándome lo mejor que pude en el coche con inmejorables vistas de la playa vieja de Illetas, porque ahí quiso la buena señora sentarse sobre la arena y esperar hasta el amanecer, inmóvil, quién sabe si meditando o dormida. Parecía una mujer frágil, pero resultaba fascinante la perfección con que ejecutaba la difícil postura del loto.

La misma historia, sin apenas variantes, se repitió durante los días siguientes. Si aquella mujer era infiel a su marido no sería yo quién lo descubriera. Cumpliendo órdenes, le llamé, le conté lo sucedido y le envié, por email, un auténtico dossier fotográfico de las solitarias andanzas de su señora.

Al cabo de unas semanas, cuando ya había olvidado el asunto, recibí en mi despacho un paquete postal. Lo abrí. Contenía una breve misiva del señor Sawada:

Estimado Sr. De Forest. Sus valiosas fotos contenían la verdad del cuerpo pero también la del espíritu. En lo que usted no veía estaba lo que yo necesita saber. Ahora todo está aclarado y en paz. Le envío los pinquis que se olvidó en el aeropuerto. Parecen de buena calidad. Le felicito.

Encendí un cigarrillo y dejé que el humo me envolviera. Abrí el periódico por la página de sucesos. Ya nada me sorprende. El mundo no para de dar vueltas.

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