LA TELARAÑA: agosto 2005

lunes, agosto 29

otro fragmento...

La tristeza es una licencia de los sentidos. Cae el telón. Alguien aplaude, con timidez, sin aspavientos. Te esfuerzas en apurar esa brisa de aire fresco. Ese guiño. Esa prueba de afecto. O debilidad. Pero enseguida vuelve el mutismo y entonces atravieso tu soledad, palpando el curioso calor que desprendes. Hay zonas húmedas que asemejan lágrimas o rocío. Hay lechos amplios con una vegetación que abrasa. Hay pasajes cerrados. Me dejo conmover por las heridas y admiro tus cicatrices recubiertas de láminas arrugadas. No volveré a ser orgulloso; en realidad no lo fui nunca, pese a las acusaciones: alcanzo el éxtasis contemplando los despojos del dolor y la humeante multiplicación del contagio, pero siento un asco infinito. Por ti. Por mí. Por todas las mezclas en el vacío, esos juegos malabares que te arrebato y devuelvo — me aturden el eco trastornado por la locura de intentar descifrarlo y la noble obligación de deshacer cualquier posible pacto de usura o lenguaje.

Si nací de una traición he de ser fiel a mis orígenes y vivir instalado en ella. Lo difícil es explicarlo.



***

La Telaraña en El Mundo.

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sábado, agosto 27

el ángel caído

(fragmento)


Este destierro del instante me permite la furia del absurdo. Sin coordenadas, me muevo por instinto y recuerdos, pero la rapidez o la levedad no lo son todo. Sigo deshilachado y vidrioso. Te invado fácil, como si fuera invisible y ocupo tu insólito lugar como si fueras mi hogar de siempre. Tú aprecias ciertas incomodidades - mala cenestesia, dices – pero sin pruebas físicas y concluyentes, sin evidencias palpables, te consuelas con saberte extraña. Me identificas como algo pasajero, sin equivocarte. Soy quebradizo.

[ La inquietud me transporta de cuerpo en cuerpo. Enloquecida cercandanza donde el conocimiento es un pretexto estéril. Pura cosmética. Y aunque la curiosidad sea insaciable y el placer se renueve con suma facilidad, acaba agotando encontrarse tantos distintos puntos de vista, siempre inmersos en las mismas turbulencias. Las conexiones parecen muertas. Bloqueadas. No hay salida en este encierro ]

Hubo un error al principio. El padre no pudo concebir este universo de clones empeñados en rebuscar sus señas de identidad perdidas. Algo falló en los procesos, algo pervirtió las células y malhirió los primeros embriones. Un error en cadena empezó en el fondo de los mares, en el lodo primordial y oscuro. Un desliz que, sin embargo, ha permitido mi existencia. Magnífico error porque yo no debiera de estar aquí y, sin embargo, llevo siglos atravesando multitud de rumores. Mi Gólgota es encontrar algún objeto simple - una aureola en tus muslos, un pliegue en tu pezón o un óvalo en tu sonrisa - que me resuma el mundo en una sola idea. Hablo de ti porque no existes; eres un arquetipo.

[ Tanta materia acumulada en siglos de solemne ignorancia no es comparable a los alaridos del hijo al nacer. El padre estaba borracho de lágrimas y sé que nunca volvió a sentir otra alegría comparable. Ni siquiera, similar.

A ratos, el mundo parece de ceniza. Y una pátina de niebla esconde su aguijón, desdibuja el paisaje: tengo en las manos tus ojos moribundos. Dejaré que se multipliquen como escamas de trigo. La sangre se demorará en las espinas de mi frente. Por eso soy el hijo pródigo, el que siempre retorna
]

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jueves, agosto 25

hoy en Literanta

Aprovecho que el resfriado, la tos y las náuseas me tienen casi postrado para recuperame en estas páginas.

Llevo días encerrado en un nuevo libro. No es mal lugar donde luchar contra la claustrofobia que nunca tuve. 4.300 palabras, unas 14 páginas, de momento. Algo así como el 30 por ciento del total previsto. O algo menos. Estoy barajando algunos títulos. El coño de la musa, por ejemplo. Aquí tendría que hablaros de Román Piña, Antonio Rigo y Emilio Arnao que hace muchísimos años editaron un breve poemario titulado Le con de la muse, número uno de la Bolsa de Pipas, pero no encuentro las fuerzas necesarias. Lo dejaré para más adelante.

Hay otros títulos. Ya los iré dejando caer por aquí. Todo acaba cayendo por aquí. Será que esto es como un precipicio y me atrae el vértigo.


***


Y no olvidéis que hoy es jueves y fin de mes, o sea que El Último Jueves se celebra en la librería Literanta, a las 20,30 horas. Os aconsejo ir.

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lunes, agosto 22

sin city

El mundo es un mal lugar. Mueren demasiadas personas en este mundo.

Algunas tan inocentes como tú. Otras tan silenciosas como yo. O al revés. Tu rostro de sangre no puede ser cierto. Aquella noche recorrimos las sacudidas eléctricas de los alrededores del infierno. Aquella noche golpeamos en todas las puertas sabiendo que nadie iba a abrirlas. Aquella noche perseguimos olores y nos ensuciamos con ellos. La ciudad desierta nos ofreció el filo aserrado de sus navajas. Nosotros sólo fuimos sus cómplices.



[ No sé cuándo ni dónde moriré.

Tanto tráfico interior, tantas células, nervios y órganos, tantas vísceras y fluidos, tienen que tener absolutamente organizado su futuro, que es el mío. Nunca descifraré sus razones. Me conformo con auscultar su latir.

Luego están los accidentes, las catástrofes. Y la broma pesada de una mala digestión a la que llamamos azar
]

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viernes, agosto 19

telediarios

Sacas el gazpacho, la ensalada, la carne del horno y enciendes el televisor con el mando a distancia porque es la hora de las noticias. Un gesto tan inofensivo basta para arruinarte el estómago. Otro gazpacho más rojo y denso, otra ensalada más troceada y otra carne mucho más ahumada te dejan a solas con las náuseas.

A esa representación del mundo en diferido, que son los telediarios, le sobra tendenciosidad de uno u otro lado -hay donde escoger- y le falta, entre otras cosas, una pizca de imaginación que sería una hermosa manera de anticipar la realidad. O de recrearla. Pero, al parecer, no queremos ciencia ficción sino la estricta contabilidad de la muerte, la de las bajas civiles o militares, la de las hectáreas calcinadas, la de los accidentes de cada fin de semana.

IB3 sigue la tónica de las cadenas nacionales. Lástima, porque con las corruptelas urbanísticas, museísticas y lingüísticas locales, además de los monjes de La Real exorcizando futuros hospitales, podría ahorrarse la necrológica, pero no. Así las cosas, no se extrañen si a la hora de comer me adentro en los relatos veraniegos de El Mundo - El Día de Baleares. No sólo por haberme permitido iniciarme en el tema sino, sobre todo, por deleitarme, primero, con las ocurrencias de Román Piña y luego de David Torres. Por su relato del jueves pasado me acabo de enterar de que me anda buscando. Igual acabamos analizando por qué la muerte y desaparición del marxismo ha propiciado la resurrección de Dios o, al menos, de sus fanáticos. No es mal tema para una sobremesa.


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La Telaraña en El Mundo.

PD.- Agosto hace estragos en las redacciones:-)

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jueves, agosto 18

el sueño de la razón

[ La imaginación es una realidad anticipada - o el mundo, una representación en diferido ]

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hoy, literarte

Me avisa Ivis Acosta: Ya quedan solamente dos tertulias de este verano, y casi para despedirnos vamos a tener una tertulia de lujo, con un invitado de excepción, se trata del escritor y dramaturgo cubano Abilio Estévez, quien ya nos hizo el honor de venir a Literarte, en el año 2003.


Y sigue: Cuba es más que son y consignas, es la cuna de muchos escritores, y artistas de todo tipo, que (por suerte o desgracia, según se mire) ya sea por falta de recursos o por la propia censura del país no pueden acceder a los medios de comunicación. Para darlos a conocer, este jueves 18 en la próxima tertulia de Literarte, vamos a hablar de todo esto, de cultura y de literatura cubanas. Bajo el título “La Cuba secreta” nos reuniremos a la sombra de Can Weyler.

Así que ya lo sabéis. Se presenta interesante.

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lunes, agosto 15

El duende

La Telaraña en El Mundo.


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Y mi relato (5) en El Mundo... Es el último. Ahora debo retornar a la poesía.


Y aquí:


El duende


Hay seres diminutos que se instalan en nuestro cerebro y nos cobran hasta alquiler. A cambio, nos otorgan poderes de dudoso valor, como recitar correctamente en quechua, cuando no lo distinguimos del chino. Es difícil desalojarlos, salvo que a algún director de cine español le de por montar un docudrama con nuestras habilidades. Entonces desaparecen como rayos y si no aciertas a distraerlos un poco no te dejan ni acabar la película, con lo que te quedas sin royalties y con un vacío inmenso en la cabezota.

Estas cosas pasan. Joshua Picornell Bonfill daba alojamiento a uno que le traía, literalmente, de cabeza. Le obligaba a escribir barbaridades que acababan en un cajón bajo llave y que había jurado no enseñar jamás. Eran textos poéticos y profundos que a Joshua le resbalaban como una buena ducha fría al atardecer. Eso, cuando estaba de humor, porque cuando no, los juzgaba tan repugnantemente retóricos, que se ponía como un basilisco, indignado de que su persona albergase semejantes dislates.

Demasiada buena opinión de sí mismos tienen algunos. Y eso suele pasar factura.

Pero Joshua creía tener motivos dignos. La Universidad de las Islas Baleares le acababa de nombrar Doctor Honoris Causa, por su inestimable labor -según la nota de prensa que tenía ante sus ojos- en defensa de la supervivencia de las iberolenguas en vías de extinción: araucano, mapuche, náhuatl, quechua, chibcha, guaraní, arawak, tucano y tantas otras variaciones lingüísticas. Otra vez el quechua, pensará el lector avispado. Pues, sí. El mundo está repleto de coincidencias. Igual que un pañuelo usado de mucosidades.

Satisfecho, intentó preparar su discurso ante la selecta representación de la sociedad mallorquina, su sociedad natal, abandonada lustros atrás. No lo consiguió. El duendecillo hacía de las suyas y sólo le permitía fragmentos sueltos. Literatura salteada. Breves imposturas que le producían vergüenza ajena e íntimo enojo. Frases que le atormentaban porque no eran suyas aunque surgieran de su pluma, no sabía cómo. O sí que lo sabía. La culpa la tenía ese maldito diablo interior. Había que exorcizarlo. Cuanto antes, mejor.

Repasó sus últimos años. Sintió que la vergüenza y el enojo le asediaban desde hacía tiempo. Que no se reconocía en el luchador infatigable que había sido y que sus últimos artículos, publicados en las mejores revistas, le empezaban a causar pavor. ¡Él mismo era absolutamente incapaz de entenderlos! Le asombraba que otros los alabasen o, peor aún, se entretuvieran rebatiéndoselos, como si ello fuera posible. Ni por asomo. Sólo eran estúpidos trabalenguas, simples juegos malabares con los que acallar la conciencia maltrecha. Pero si ese era su objetivo, su fracaso también era elocuente. Absoluto.

«Piensen en las mariposas durmiendo en sus lechos de seda. En las arañas, que trabajan en la oscuridad de la noche, esperando que el alba les proporcione el sustento. Piensen en el laberinto de sus sueños e intenten descifrar su auténtico mensaje». Era el último texto dictado por el gnomo. Todo aquello le parecía carente del más mínimo sentido. Las tribus a las que defendía sobrevivían ancladas en guetos y reservas infernales, en aledaños marginales de una sociedad empeñada en aplastarlos. No era una cuestión personal; era el progreso que las arrasaba, sin apercibirse siquiera de su existencia. Y él era tan culpable como todos. Pero no más, se repetía. No más.

Su conferencia inauguraba los cursos de verano. Las autoridades políticas consiguieron que se sintiera como el hijo pródigo. Y antiguos amigos le pusieron al corriente sobre la actualidad isleña. Al entrar en el aula se sintió incómodo. Repartió precarios abrazos y saludos. Escuchó cómo el Rector, un personaje muy amable, le sugería leer su magistral conferencia en catalán. Asintió. Unos jóvenes le pidieron lo mismo. Volvió a asentir. Se fijó, entonces, en un viejo con la tez cobriza y la mirada muy negra, que le observaba, en silencio, desde muy lejos, exactamente desde el fondo de la inmensa sala. Su presencia parecía fuera de tiempo y lugar. Su aparente serenidad le produjo escalofríos. Lo reconoció. Era el sátiro en persona. Y tenía que aniquilarlo. Pero, ¿cómo?

Tras las presentaciones subió al estrado. Escuchó aplausos. Observó sus papeles. Reconoció el discurso de siempre. Hizo una mueca. Lo rompió en pedazos. Miró al viejo íncubo. Ahí seguía, inmóvil. Cerró los ojos y dejó fluir un poema que no recordaba:«¡Pachakuteq Taytallay! ¡Kamacheqniy Inkallay! Maypin kashan munaykiki? Maypitaqmi khuyayniki? Mark'aykita mast'arispan Tawantinsuyuta wiñachirganki, auqa sonqo runakunataq llaqtanchiqta ñak'arichinku. Qolla suyoq yawar weqen Inkakunaq unanchasqan, qantapunin waqharimuyku Perú Suyu nak'ariqtin. Maypin kashanki Pachakuteq? Maypin llanp'u sonqo kausayniki? waqmantapas sayarimuy llaqtanchis Suyo qespirinanpaq».

Abandonó el aula de un salto, ante el asombro general, no sin antes girarse un instante para ver cómo desaparecía el viejo duende. Sintió su sonrisa acariciándole y se supo, al fin, libre. Al día siguiente, leyó los comunicados oficiales y supo que la conferencia había constituido un notable éxito. Faltaría más.

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domingo, agosto 14

La hora feliz

Mi relato (4) en El Mundo.



Y aquí:


La hora feliz



Ella me miró y le dije: Me llamo Sissí ¿y tú? No se rían, el método es infalible si la chica tiene sentido del humor y te responde, por ejemplo, Hola, me llamo Rambo. Pueden admitirse otras respuestas, pero no muchas. Hay que ser muy estricto con estas cosas. Los prolegómenos son fundamentales.

Nos pasamos la vida intentando seducir a los otros cuando lo importante debiera ser seducirse a uno mismo. Y conquistarse, desde luego. Lo demás son sólo romances que acumulamos como cruces en una imaginaria agenda que acaba, con el paso de las noches perdidas y los días con resaca, pareciéndose a un camposanto arrasado. O al desolador pero emocionante paisaje tras cualquier batalla. Esas difíciles perspectivas son las que nuestra memoria procura ocultar en un alejado segundo plano - recuerdo ahora el humeante paisaje lunar que Velázquez dejó, para entusiasmo de los eruditos, en su Rendición de Breda - como si no quisiéramos que retornaran. Tarea inútil porque todo acaba regresando. Incluso lo bueno.

No bebo alcohol por sistema. Sólo cuando me apetece. En este mismo instante, por ejemplo. Pedí una cerveza de barril y una copa de tequila. No sé muy bien qué ocurre, porque beba lo que beba, y ya llevo veinte minutos enfrascado en la labor, la camarera no ceja en su empeño de volver a llenarme la enorme jarra y el pequeño vaso de cristal grueso y ahumado. Ya veremos cuando la factura. La gente parece muy animada. Hay alemanes, rojos como tomates fritos maduros, que parecen a punto de estallar. Inglesitas rubias, delicadas y tímidas, que lo miran todo con los ojos como platos, sin parar de reír. Creo que están borrachas. Y algún español desubicado, con la mirada desafiante pero, en el fondo, asustada, como pidiendo perdón por haberse aventurado por la «Bierstrasse». Somos los menos y casi nadie nos tiene en cuenta.

Hace bastantes años, estos locales hubieran constituido lugares privilegiados de caza y pesca, fantásticos picaderos donde los tahúres de la seducción hubieran arriesgado hasta su último as. Y agotado, por supuesto, el inmenso caudal de su estudiado palique. Pero los tiempos están cambiando - no, no suena Dylan por los altavoces, hoy ya casi nadie conoce a Dylan - y el amor pasajero se ha convertido en una lotería peligrosa. Una especie de ruleta rusa. Tal vez siempre fuera así, pero duele ir haciendo inventario y darse cuenta de que apenas nos quedan cierto tipo de ilusiones.

Rambo tenía ganas de marcha. De eso no cabía la menor duda. Parecía extranjera pero hablaba un español perfecto. Le encantaban la cerveza y la tequila y estuvimos entrechocando los vasos y compartiendo los limones. Su tinta invisible siempre me recuerda inocentes juegos infantiles. Nos besamos un par de veces, como por descuido, entre risas. Puse todo el empeño en no hablarle de mí mismo y ella pareció complacida porque tampoco intentó contarme su vida. Qué alivio. Éramos - y por lo visto queríamos seguir siéndolo - tan sólo dos perfectos desconocidos compartiendo el sabor agrio de la tequila y el limón en los labios. Al poco rato se acercó una amiga suya y, tras los saludos de rigor, bastante deshilvanados por la situación caótica en que nos encontrábamos, empecé a sentirme como el general Ferdinand Foch, en plena batalla del Marne. Pensé, como él, «Me acosan duramente por la derecha. Mi centro sucumbe. Imposible maniobrar. Situación excelente, ¡ataco!»

Pero el alcohol es un asesino lento y travieso que gusta de jugar al escondite con nuestras neuronas antes de aniquilarlas definitivamente. O de lanzarnos, a veces, desesperados guiños maquillados de lucidez repentina. Acabábamos los tres de brindar y estábamos aún medio amontonados, pero fue entonces cuando capté entre Rambo y su amiguita toda la verdad que su amistad encerraba. La amistad siempre encierra extraordinarios tesoros ocultos y profanarlos es blasfemia, envidia o torpeza imperdonables. No sé si fue un brillo oblicuo en sus sonrisas; algún requiebro inesperado de sus manos, con las uñas suavemente pintadas; la vibración de algún deseo para mí inalcanzable; el temblor a destiempo de sus pechos o sólo una alucinación transitoria. Poco importa. Me levanté y pagué todas las consumiciones, a un precio que me pareció irrisorio. Las besé, les dije que las recordaría con sincero cariño, antes de murmurar los primeros dos versos de un poema recién rescatado del olvido por el suplemento literario del Times. Dicen que es de Safo de Lesbos: «A los dones, y perfumes, flor de las Musas, / entregaros, Oh niñas, y a la lira». No parecieron entenderme. Salí de un salto a la calle. Era noche cerrada, hacía calor pero la brisa mediterránea que corría me pareció un regalo de los dioses. Oí cómo, adentro, sonaban las campanas que daban por finalizada la hora feliz. Pero yo ya estaba en otro lugar. Y podía seguir siendo feliz, si me apetecía.

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sábado, agosto 13

La turista infiel

Mi relato (3) en El Mundo.


y aquí:


La turista infiel


Añoro las películas color sepia. No me negarán que un detective sin gabardina y sombrero panamá, además del inevitable pitillo entre los labios, no es gran cosa. Lo reconozco. Es una lástima no poder elegir también los escenarios. El calor era asfixiante pero me encontraba a gusto con mi cómodo traje de lino. Un maletín de piel, una cámara digital y unas gafas ahumadas, con la patilla derecha algo suelta, completaban el panorama.

Las cosas, sin embargo, no podían empezar peor. Una vez instalado en el taxi, ya camino de la ciudad, me di cuenta de que había dejado olvidada una pequeña bolsa, con mis flamantes pinquis, junto a un cajero automático de la terminal del aeropuerto. Mi manía de querer comprobar que mi cuenta corriente seguía tan corriente como de costumbre. Detalles así son los que me revelan los augurios que pesan sobre mi persona. Nunca he creído, sin embargo, en el destino. Al contrario, mantengo que si las cosas salen mal es porque uno las hace mal, y ahí se acaban mis elucubraciones. No hay que darle más vueltas.

No opinaba lo mismo, creo, el señor Sawada, en mi despacho, hace tan sólo unos días. Sus metáforas me produjeron somnolencia. Estoy acostumbrado - me decía - a sentirme protegido por las columnas del arcoiris. Y a que las luciérnagas me ayuden de noche a conciliar el sueño. También a sentir en la palma de la mano el fulgor de los diamantes más puros un instante antes de que se disuelvan en polvillo de carbón. ¿Sabe usted que hasta los juncos más flexibles se quiebran? Le hablo de la vida, por supuesto. Porque la vida tiene su propia lógica y uno debe respetarla. Pero todo tiene sus límites - me miró entonces con fijeza - y estos no incluyen la traición de los amigos. Ya sé que ciertos desencuentros son sólo ligerezas, frutos del roce y la confianza mutuas. También de la estima. Pero no nos engañemos. Hay conocimientos absolutamente prohibidos. Por eso, cuando soplan los vientos sombríos de la maligna hiedra, conviene resguardar la intimidad. Lo sé desde siempre y, aún así, no dudo en abrir a mis semejantes las puertas de mi casa y también las del corazón. El espíritu es otra cosa. Los orientales somos muy generosos, pero sabemos lo que es el pudor. Occidente parece haberlo olvidado. Lo triste es que los amigos, tarde o temprano, se inmiscuyen donde no debieran, se te introducen como punzantes astillas de cáñamo bajo las uñas o algo peor, profanan a tu mujer y acaban enloqueciéndote; primero de dolor y luego de remordimientos por haber vuelto a caer en la trampa más vieja del mundo. Y el mundo es muy viejo y nosotros muy inocentes, querido amigo. Así que vigile a mi mujer. Fotografíela sin descanso. Quiero todas las pruebas antes de tomar las decisiones justas.

Perseguir a la señora Sawada calle Olmos arriba y abajo con los pies adoloridos, porque mis nuevos pinquis escapaban una y otra vez de mi talones, no era tarea grata, pero tampoco difícil. Entrar en los bares y encontrarme cartelitos de Prohibido Fumar precisamente allí donde quería sentarme para continuar mi vigilancia y sacar cuantas más fotos mejor, sin ser descubierto, sí que era un contratiempo. Igual que desdeñar el túnel y lanzarme por las curvas hacia Sóller, como un suicida, y proseguir por idénticas carreteras tortuosas sin un sólo segundo de descanso, hasta encontrarme, horas después, sentado en un taburete del Casino, observando cómo la buena mujer apostaba sin desmayo sus yenes al 29, siempre al 29, sólo al 29. Acabé la noche acomodándome lo mejor que pude en el coche con inmejorables vistas de la playa vieja de Illetas, porque ahí quiso la buena señora sentarse sobre la arena y esperar hasta el amanecer, inmóvil, quién sabe si meditando o dormida. Parecía una mujer frágil, pero resultaba fascinante la perfección con que ejecutaba la difícil postura del loto.

La misma historia, sin apenas variantes, se repitió durante los días siguientes. Si aquella mujer era infiel a su marido no sería yo quién lo descubriera. Cumpliendo órdenes, le llamé, le conté lo sucedido y le envié, por email, un auténtico dossier fotográfico de las solitarias andanzas de su señora.

Al cabo de unas semanas, cuando ya había olvidado el asunto, recibí en mi despacho un paquete postal. Lo abrí. Contenía una breve misiva del señor Sawada:

Estimado Sr. De Forest. Sus valiosas fotos contenían la verdad del cuerpo pero también la del espíritu. En lo que usted no veía estaba lo que yo necesita saber. Ahora todo está aclarado y en paz. Le envío los pinquis que se olvidó en el aeropuerto. Parecen de buena calidad. Le felicito.

Encendí un cigarrillo y dejé que el humo me envolviera. Abrí el periódico por la página de sucesos. Ya nada me sorprende. El mundo no para de dar vueltas.

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viernes, agosto 12

El jubilado

Mi relato (2) en El Mundo.


Y aquí:


El Jubilado



Agosto es un mes perfecto para buscar fantasmas. Tanto calor favorece los espejismos. Miras a lo lejos y observas cómo brilla el agua donde sabes que sólo hay asfalto. Pero las cosas necesitan ser comprobadas y continúas andando, porque tienes sed y buenas piernas y quieres alcanzar ese oasis. Ya sé que uno puede pasarse así la vida entera sin llegar a ningún lado, salvo a ese lugar complicado que suele ser uno mismo. Igual la Tierra es redonda para que, vayamos donde vayamos, siempre acabemos donde empezamos, justo al principio.

Por eso he vuelto a Mallorca, aunque haya otros motivos. Siempre los hay. Pero permitan que me presente. Nací en Palma hace 65 años, aunque aparento exactamente 48. Ni uno más. Tendrían ustedes que verme. Alto, con el pelo elegantemente escaso, la sombra estratégica de un hoyuelo en la barbilla y la tez cruzada por las arrugas necesarias. Las del pensamiento. Sólo esas. Manejo con soltura algunos viejos trucos del lenguaje corriente, no puedo negarlo, pero afronto la vida con una sonrisa tan suicida, que no sé si soy la envidia o el terror de los jubilados de mi quinta. Porque me acabo de jubilar. Ya era hora.

Mi vida es pura ficción, como todas. Nunca toleré las órdenes, así que me marqué un plan de jubilación a mi aire. Pronto me largué lejos de la isla. Ordeñé vacas en Murcia, limpié góndolas en Venecia y zapatos en Valladolid. Fui tahúr en Marbella y probé suerte en Las Vegas. Caté licores en Florencia y amapolas infernales en un trasatlántico, cerca de Boston. Bailé tangos en Buenos Aires. Ejercí de chofer en Roma y de guardaespaldas en Vitoria. Paseé pancartas en París, 1968, y corrí tras los grises cuando el Uno de Mayo merecía todavía ese nombre. Amé en silencio a Marilyn y me emborraché con Sylvia Plath. Busqué las huellas de Rimbaud por Abisinia y encontré la paz en el cementerio marino de Sète. Fui negro de escritores de éxito, a cincuenta duros la página. Hice cine porno en Praga y pasé días amargos en Tetuán, pero esas historias las dejaré para otro día. No quiero aburrirles.

Al grano. Estoy en Palma porque tengo que encontrar a Mercedes, veintidós años, morena y menuda. Me lo prometí una vez que caí enfermo en algún lugar de La Mancha y nadie quiso cuidarme. Fue mi primera novia, allá por el año 1958. Era enfermera. Y también la primera mujer que me dio un beso de verdad, uno de esos imposibles de olvidar porque te traspasan, evaporando por completo tus mínimas concepciones del mundo. También te asfixian, todo hay que decirlo. Estuve locamente enamorado de ella. Pero un mal estudiante desaliñado no podía competir con los prepotentes medicuchos de la Seguridad Social que la cortejaban. Yo, entonces, no podía comprenderlo -ahora tampoco, pero con la edad se pierde beligerancia- y me enfrentaba a ellos allá donde los encontraba. O me encontraban, porque acabaron dándome alguna paliza notable. Ella curaba mis heridas, escuchaba mis razones y asentía. Pasaba su mano por mi mejilla y, sin avisar, me besaba con fiereza. Seguro que adivinaba quién tenía la partida perdida. Pero, al menos, sabía cómo tranquilizarme.

Los milagros no sólo suceden en los libros. La encontré en la disco del hotel donde me hospedaba. Un lugar infernal, repleto de murciélagos y sombras chinescas, donde la luz y la música padecían epilepsia. Pero era ella, Mercedes, veintidós años, morena y menuda. Apenas había cambiado. Sólo lucía un piercing bajo el labio y una serpiente tatuada en el hombro. Me acerqué y la saludé, emocionado. Hola, Mercedes, te buscaba. Ella me miró sin verme. Hola, dijo. ¿No me recuerdas? pregunté. ¿Debiera? le oí decir tras unos segundos de espera. Saqué entonces la amarillenta foto que siempre llevo en la cartera. Eres tú, querida, y se la enseñé con orgullo. Ajá, dijo ella. Y qué deseas, añadió. Saqué un fajo de billetes que cogió al vuelo. Murmuró algo sobre los cojones de no sé qué viejo. Tengo de todos los colores, coca, tripis... y Viagra, añadió, burlona. Yo no quería saber de qué hablaba. Sólo acerté a balbucear, . Me miró de arriba abajo. Sí, a qué... ¿Viagra? , repetí como un autómata. Al menos sonaba a medicina. Ella desapareció unos minutos y regresó con una bolsita de plástico donde había dos pastillas azules. Las puso en mi mano, con suavidad. Ignoro por qué saqué, de nuevo, otro fajo de billetes y ella me miró con la sonrisa antigua que tan bien recordaba. Ah, deseas utilizarlas ahora mismo... Pues, subamos a tu habitación, dijo cogiéndome del brazo.

Dejé que me preparara una bebida exótica y que introdujera la pastilla entre mis labios. Me sentía aturdido y deseaba que me cuidaran. Nadie mejor que ella. La noche fue larga. Creo que inmensa. Pero no entraré en más detalles. Me desperté feliz. Había reencontrado a Mercedes. Y todavía quedaba una pastilla azul sobre la mesilla de noche.

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jueves, agosto 11

El audífono

Mi relato en El Mundo.

y aquí:


El Audífono


Sin duda podría explicarles, paso a paso, cómo acabó mi audífono en las manos de un adusto ginecólogo de Estocolmo. Y cómo Elizabeth tuvo a bien enviármelo todavía húmedo de sonrisas y jugos vaginales. Podría, pero dudo que ustedes me creyeran.

La hipocondría es un arte. Una manera de percibir la realidad, de pervertir el orden natural de los sentidos, de alterar su funcionamiento y de poner, en definitiva, el mundo patas arriba. No es que me gusten los mundos así traspapelados y sin duda enfermizos, donde nada es lo que parece y todo depende de la perspectiva caprichosa de una fiebre intermitente, pero ya me he acostumbrado a vivir en ellos, sabiendo que no son mejores ni peores que los mundos que llamamos normales.

El sol me produce urticaria. La arena de las playas, dolorosos juanetes. Y se me hincha peligrosamente la ceja derecha cada vez que me sumerjo en el agua del mar. Padezco otras muchas anomalías que ahora no viene al caso enumerar. Ya les llegará el momento. Por eso, cuando mi siquiatra de «Hipocondríacos sin Fronteras» - una ONG sin ningún tipo de ánimo, ni siquiera de lucro - me ordenó pasar unos cuantos días de agosto en Mallorca, pensé que me estaba tomando el pelo.

Eso es imposible, le dije. Y le miré con ansiedad esperando alguna reacción en su rostro. No la hubo. Simplemente se levantó con lentitud mientras me alargaba un pequeño fajo de papeles. Tu manual de supervivencia, murmuró a destiempo, tras darme la espalda y desaparecer dejándome a solas con mi destino inmediato: unos pasajes de avión y una breve lista de instrucciones. También había unas pocas instantáneas de exuberantes rubias en bikini y el nombre de las playas mallorquinas, donde habían sido fotografiadas. Así de sutil era mi siquiatra porque así funcionan las cosas en nuestro grupo. Las tomas o las dejas. Y las tomas, qué remedio. A veces no es malo que otros decidan por nosotros. A veces, incluso, alivia.

Es verdad que me gustan las mujeres de pechos rotundos y que les tengo tanto pavor a las tetas anoréxicas como a las que tienen vocación de ombligo. Todo tiene su justa medida. ¿Recuerdan la famosa foto de Tom Kelley, en el calendario Golden Dreams, donde Marilyn se despereza, inmensamente blanca sobre una tela roja? Pues por ahí van mis gustos. Nada del otro mundo, o quizá sí, aunque, por fortuna, hay mundos suficientes para todos. Es un consuelo.

El problema - y bien que lo sabe mi siquiatra - es que la proximidad de mujeres como Marilyn altera convulsivamente mi ritmo cardíaco y lo que es peor, me produce una severa sordera que, si no fuera por un sofisticado audífono que siempre llevo conmigo, arruinaría por completo mi vida sexual. No intenten entenderme. Yo no intento entenderles a ustedes.

Exactamente eso, la arritmia y la sordera, empezaron a atenazarme cuando la vi, tumbada en una hamaca deshilachada de la Playa de Palma. Llevaba un ajustado bañador color ámbar y era rubia. Muy rubia. A medida que iba llegando a su altura me empezaron los temblores. Amenaza tormenta, pensé. Pero lo que no podía imaginar es que, de manera inexplicable, iba a tropezarme con algún montículo de arena y caer de bruces exactamente sobre ella. Menudo lugar. Como es lógico, empezó a chillar y a patalear. Intenté calmarla pero fue entonces cuando vi cómo mi audífono desaparecía entre sus pechos. Creí enloquecer mientras ella seguía chillando y yo no oía ni entendía nada. Murmuré alguna disculpa y grité ¡mi audífono, tengo que encontrar mi audífono! Es obvio que debía de parecer un pulpo entusiasmado persiguiendo, sin fortuna, un audífono invisible entre sus curvas de vértigo.

Acabamos en una atestada comisaría del Arenal. Muchos testigos se nos habían sumado espontáneamente y no paraban de consolar a la chica y de adornar, con todo lujo de detalles, mi conducta perversa. Por mi parte, aunque seguía sordo como una tapia, conseguí a duras penas explicar a unos y otros la peregrina historia del audífono. Nadie parecía hacerme demasiado caso. Pero una traductora alemana le iba traduciendo, ignoro si al alemán o al sueco, mis torpes alegaciones a Elizabeth, que así se llamaba la chica. Estalló entonces en unas inagotables carcajadas. Y durante algunos minutos su risa inundó la comisaría. Todos callaron asombrados y en ese preciso instante yo recuperé la audición. Una risa milagrosa, pensé.

Nos miramos durante un instante que me pareció eterno. Me sumé a su risa y ambos acabamos con lágrimas en los ojos. Creo que alargué mi mano y ella me dio la suya. Ya no estábamos en la comisaría. Mi corazón latía normalmente. Pero teníamos que encontrar el audífono y ambos lo sabíamos. Las vacaciones son cortas. No teníamos tiempo que perder.

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lunes, agosto 8

Porque hay que escribir sobre algo. Contar cualquier cosa, con tal de revestir de adjetivos el sedal desnudo. Y hacerlo descender por la brecha, el túnel, el corredor, el pozo. Sólo para demostrar que no puede estar vacío. Preposiciones así son las que arruinan cualquier obra.

La arruinan.




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La Telaraña en El Mundo.

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sábado, agosto 6

con truco

No hagas nunca nada que no puedas olvidar.

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milagros

Algunas canciones nos persiguen durante toda la vida. Dejan su imperceptible huella y desaparecen. Pero siempre regresan y es entonces cuando nos damos cuenta de que la vida puede resumirse en unas cuantas canciones. Bastantes más de las que creemos. Rebusco en la memoria y extraigo al azar unas pocas: Whish you where here, de Pink Floyd, que sabe a beso joven y hambriento; Rock’n’roll suicide, de Bowie, o The End, de Jim Morrison, una canción terminal que, sin embargo, ilustró el principio de una de las mejores películas del siglo veinte: Apocalypsis Now, de Coppola.

Pero fue el pasado jueves en la tertulia Literarte donde se obró el milagro y recuperé una de mis canciones fetiche: Yolanda. Y no, no fue Pablo Milanés sino un cantautor argentino llamado Sergio el que me ofreció la versión más emocionante que jamás había escuchado. A Sergio pueden encontrarle cantando bajo las arcadas de la Plaza Mayor o en San Miguel, en el zaguán de la Banca March. Él, junto al cubano Gonzalo Ponce, pusieron el contrapunto musical a unas tertulias que versaron sobre la locura y les aseguro que Yolanda, en la voz de Sergio, me pareció de autentica locura. Es una lástima que IB3 no fiche a estos cantautores. Será porque ellos no lo piden, como hacen otros, a gritos y con ánimo de ópera bufa.

También el jueves me enteré de otro milagro. El salto desde un noveno piso en la calle Metge Josep Darder, de Fernando Miranda. Nueve pisos deben rondar los veinte metros. Saltárselos con sólo unos rasguños merece varios signos de estupor. Yo, de momento, estoy haciendo pruebas. Ayer me lancé al vacío desde un silla y salí ileso. Magnífico. Hoy he probado desde lo alto de una escalera plegable, y también, aunque me ha costado lo mío levantarme. Me temo que no tengo quince años ni un ángel de la guarda con paracaídas. Lástima.

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jueves, agosto 4

erotismo y pornografía, el artículo

La Telaraña Cultural en El Mundo.



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Siguen saliendo los relatos -encadenados como si fueran una novela corta- de Román Piña, que se prolongarán hasta el día 10. En este enlace podéis leer el de hoy, que me parece magnífico. Después, del 11 al 15, ambos inclusive, saldrán los míos... Ya avisaré.

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martes, agosto 2

actividades solitarias, las

[ Nos parecemos. A ti te excita sentir cómo te miran por la calle. A mí pensar que alguien acabará leyendo estas líneas. Sin duda, es el mismo tipo de lujuria, de exhibición y deseo plenamente formulados. Abrir tus muslos como quien abre un libro y entretenerse en sus pliegues como entre estas páginas ]

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lunes, agosto 1

el jueves, locura

Recibo este email de Ivis Acosta.



Hola, amigos que se han quedado por Palma este verano:

Este jueves Literarte será una locura... No, no están leyendo mal, sucede que vamos a hablar de este tema en una tertulia que estará cargada de sorpresas y de datos interesantes. Para empezar, la mesa redonda, en la que estarán esta vez Antonio Saura, Rosa Montiel y Eduardo López. Luego leeremos textos de escritores que han traspasado la barrera de la cordura, lecturas que correrán a cargo de nuestros asiduos colaboradores, Rafael, Carlos, Eduardo, Rosa, Montse, y todos aquellos quienes quieran sumarse.

Tendremos música de la mano de un cantante excepcional, Sergio, argentino que muchos conocerán de vista puesto que regala su voz por las calles de Ciutat. Y tendremos, sobre todo, la posibilidad de despegarnos del suelo, de enloquecernos al calor del verano y a la sombra mágica de Can Weyler.

No se lo pierdan, contamos con ustedes, la cita es a las 20:30 el jueves en carrer de la Pau, 5.

Un saludo,
Ivis.

PD: Os adjunto la letra de una canción de Silvio Rodríguez, para ir abriendo el apetito.

LOCURAS

Hay locuras para la esperanza,
hay locuras también del dolor.
Y hay locuras de allá,
donde el cuerdo no alcanza,
locuras de otro color.

Hay locuras que son poesía,
hay locuras de un raro lugar.
Hay locuras sin nombre,
sin fecha, sin cura,
que no vale la pena curar.

Hay locuras que son
como brazos de mar:
te sorprenden, te arrastran,
te pierden y ya.

Hay locuras de ley,
pero no de buscar.
Hay locuras que son la locura:
personales locuras de dos.

Hay locuras que imprimen
dulces quemaduras,
locuras de Diosa y de Dios.


Hay locuras que hicieron el día,
hay locuras que están por venir.

Hay locuras tan vivas,
tan sanas, tan puras,
que una de ellas será mi morir.

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libertad vigilada

Sin duda resultaría imposible averiguar, con exactitud, qué entienden el 70 por ciento de los ciudadanos encuestados estos días por El Mundo-Sigma Dos, por aceptar “cierta” reducción de las libertades individuales a cambio de un aumento de la seguridad. Ambos conceptos son tan subjetivos que la cuestión abruma. Seguro que hay gente que se encuentra muy a gusto en un aeropuerto literalmente tomado por las fuerzas del orden. Seguro. Pero también la habrá que sienta un enorme resquemor -y hasta lógica tristeza por el género humano- ante tanta vigilancia y tanta invasión de la privacidad. No se trata de escapar al fuego cruzado. Se trata de eliminar por completo su posibilidad.

El problema, tal vez, no sea tanto lo que se puede perder en ese catálogo reduccionista que se quiere aplicar a la libertad formal, sino dar por supuesto que corresponde a los Estados decidir qué parcelas de libertad deben, o no, ser expropiadas. A mí eso me huele francamente mal. Sobre todo porque son los mismos Estados, sus gobiernos, los que arman y desarman a unos y a otros, a sus amigos pero también a sus enemigos, según antojos peregrinos que más tienen de connivencia mercantil que de construcción sensata de un panorama internacional en equilibrio. O sea, en paz.

Ambos conceptos -libertad y seguridad- están íntimamente tan interrelacionados que resulta arriesgado y casi suicida pretender pesarlos en una ficticia balanza y creer saber donde se encuentra el equilibrio. Lo más probable es que, en el fondo, ambas palabras sean sinónimos de una misma metáfora: la vida. Pero nadie puede escapar al hecho de que vivir implica asumir bastantes riesgos. No se trata de la asfixia de revolcarse sobre campos minados o de la angustia de esconderse en búnkeres de clausura. La vida es otra cosa. Y a mí, pese a todo, me gustan sus sombras afiladas y también su peligro.

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estatuas y cuerpos

La Telaraña en El Mundo.


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Y el primer relato de Mallorca en corto. Lo firma Román Piña y se titula: La playa nudista.

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