LA TELARAÑA

sábado, julio 17


Las Islas Quiméricas 
  

(Versión extendida del artículo Ramón y Cristóbal que publiqué en El Mundo.)   
  
  
 
"Métete en hielo y sal candente"
Cristóbal Serra 

 
 
En una isla se puede ser un náufrago pero también el último emisario, el médium, de los secretos de los mares azules. Se puede construir un oasis pero también ser víctima de las arenas movedizas. Se pueden acumular piedras preciosas e incluso perderse en laberintos subterráneos, pero nunca se consigue olvidar que el espacio es limitado, y que finalmente todo se culmina, o debiera, en uno mismo. Los secretos de la isla son egoístas y reclaman su constante presencia en lo más hondo del concepto. Y una isla es un concepto, sólo eso, nada menos. Como todos y cada uno de nosotros. Y no, no hay escapatoria. Siempre nos acompaña ese espacio acordonado de caracolas, esa geometría difusa de estrellas carnosas, artefactos de espuma y, tal vez, cánticos de sirenas. Que nadie olvide que los icebergs muestran mucho menos que ocultan.

En una isla es fácil acostumbrarse a las metáforas, porque uno se sabe, y se siente, doble y admirablemente aislado.

No me gustaría hablar de la literatura mallorquina, ni de ninguna otra, con el resquemor en el cuerpo de tener que resumirla, parafraseando a Ciorán, con un "no haber hecho nunca nada y morir sin embargo extenuados"... No es el caso. La historia de la literatura mallorquina tiene en Ramón Llull y Cristóbal Serra dos personajes únicos sin los que resultaría muy ingrato trazar esos arabescos que el conocimiento siempre deja en el espíritu humano. Su presencia nos ofrece el necesario bagaje de tradición y las suficientes perspectivas como para sentirnos realmente arropados.

Si Llull encarna al hombre del Medioevo en su lucha por lograr la alquímica presencia de la luz y la poesía, la transmisión del misterio y el quimérico descubrimiento de la llamada "quinta esencia" luliana, ese éter indecible; Serra se dedica a exorcizar, también desde la soledad y la atenta vigilia de la quimera, la realidad mística de un mundo que tiene en lo más pequeño, en lo más breve y fragmentado, su más íntima razón de ser. La obra de ambos se resume en la búsqueda de nomenclaturas que plasman la discontinuidad de sus estados anímicos y convierten sus palabras - que aun siendo únicas pertenecen al lenguaje común - en milagrosos lugares de encuentro donde nace otro reto: intentar reconocerse. Algo tan simple como complejo.
 
Desde Péndulo y otros papeles (1957) hasta su culturalmente autobiográfico Las Líneas de mi vida (2000), Cristóbal Serra (Palma,1922) no ha hecho otra cosa que empeñarse, con tozudez y parsimonia dignas de un asno - su animal literario preferido - en ser fiel a sí mismo. No es poca cosa. Por ello tampoco nos extraña que publicase en 1996 una primera entrega de su obra completa, con el título obviamente luliano de Ars Quimérica (Ed. Bitzoc)

Pero dónde situaríamos a Cristóbal Serra en una hipotética y, con premeditación, aforística historia de la literatura. No es fácil. Intentémoslo. Hubo escritores orgullosos como Baltasar Gracián, Quevedo, Blake, Joyce, Pound o Kafka que no siempre transigieron con el lector: no quisieron ser legibles a toda costa. Otros, como los simbolistas franceses, primero, y los surrealistas, después, intentaron atrapar el sinsentido del lenguaje con una fórmula al alcance de todos. Tarea imposible, porque ni la sicología freudiana ni el materialismo dialéctico dieron nunca para tanto.

Proust nunca supo cuál era realmente su siglo. Sthendal, sí. Camus consiguió ser sublime sin ni siquiera parecerlo. Shakespeare prefirió apoyarse en las trivialidades - recuérdese el famoso monólogo de Hamlet - para plantear los interrogantes más conocidos. Eliot, Borges, Juan Ramón y, en ocasiones, Cela, probaron a tensar con relativo éxito las relaciones con sus lectores. A Neruda y Walt Whitman se les entendía todo a la primera pero no supieron gobernar la facilidad y la desmesura de su pluma. Lorca no fue nadie. Lezama Lima se aproximó al concepto pero no pudo escapar a las limitaciones de su destino. Cervantes y también Ramón Llull fueron tan grandes que sin proponerse lo uno ni lo otro, supieron ser legibles sólo cuando les convenía y paródicos cuando les entraba la vena hermética.

He citado demasiados autores, lo reconozco. Y aún así he obviado voluntariamente a unos cuantos que sé que Cristóbal admira: Michaux, Larrea, Milton y Ramón Gómez de La Serna, por ejemplo.

Pero los inventarios son, paradójicamente, lugares vacíos, desiertos cuajados de sol y espejismos. Es cierto; almacenamos tantos nombres y conceptos, que se nos acaban pudriendo en la nevera. Diseñamos con tanta voluntad de precisión los recorridos que para nosotros, quizá, quisiéramos, que acabamos conformándonos con la patética exhibición de sus restos en la estantería repleta de los deseos caducados. Pero habría que ser unos descerebrados para pretender ofrecer la verdad a través de una epistemología cerrada. La verdad no existe, o sí, pero, por fortuna, las cosas no siempre son como aparentan. O las apariencias se multiplican - insólito ardid - para justificar su sinsentido.

La Literatura es una vieja puta sin precio. Para poseerla no basta con pagar unas pocas monedas y ponerse a danzar sobre su vientre. Y aunque eso podría parecer al alcance de cualquiera, no es así. En absoluto. Su objetivo es la evasión que se convierte en búsqueda, la introspección que nos acaba descubriendo el mundo. Escapa a la democracia de los gustos y a la temeridad de las opiniones, al mercantilismo de las balanzas ideológicas, a las tendencias más o menos voluminosas de los cánones, incluido el de Bloom. La literatura tiende a los juegos malabares con la certeza de aproximarse a un silencio que siempre retrocede, tiende a las construcciones que ansían un inmediato derrumbe, evoca un lenguaje que busca consumarse y consumirse, adora los grandes fracasos esculpidos en pocas palabras y los enormes laberintos que nadie puede descifrar sin descifrarse. Sobrevive a las catástrofes y a las anécdotas, quizá porque se alimenta de ellas como de las sonrisas sin tiempo.

En Mallorca somos bilingües, sea cual sea la lengua que utilicemos. Lo sabemos todos, menos algunos políticos. A veces, imagino los textos de Serra en mallorquín y la verdad es que no me resulta difícil. Su castellano es perfecto, pero en una imaginaria Academia de las ideas su agudeza traspasaría los artificiales límites del lenguaje para abrirnos a la diversidad. Babel desaparece donde no hay confusión y sí transparencia.

Quizá, también, las Islas aúnen su conocido destino turístico al de depositarios ilustrados de los mejores viajes quiméricos. Quizá el remolino de culturas que denominamos, con calculada ambigüedad poética, mediterráneas encuentren aquí su origen y su desenlace. Pero los viajes son largos y también lentos, y Serra lo sabe. No hay destino prefijado, sólo voluntad de movimiento y una ligera brisa, salpicada de soplos proféticos, que nos amansa la miopía y nos aclara la voz, la voz interior, la única que puede ser compartida, porque es de todos y quizá de nadie.

Así, Cristóbal Serra, desde el principio alejado de las modas y de los escaparates literarios, nos va descifrando las huellas espirituales de la tribu humana - nómada pero también sedentaria - y las estudia con la minuciosa curiosidad del que nunca se conforma. O con el asombro del que sabe que los laberintos son lugares esponjosos, que siempre conceden alguna revuelta inverosímil o algún espejo donde encontrar reposo. Su voluntad de sencillez y contenido poético, su brevedad e ironía incuestionables, su profundidad y videncia, su estilo lúcido y, sobre todo, su persistencia silenciosa lo convierten en un escritor que, aún vivo y siempre trabajando, pertenece ya a la historia de la Literatura. El hecho de que sea un autor inclasificable sólo nos lo confirma.
 
 

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