LA TELARAÑA

jueves, noviembre 13

Señas de Identidad



He leído en unos cuantos diarios algunas idas y venidas, muy documentadas, sobre el tema de las señas de identidad, su existencia o no existencia, las pruebas de hecho y derecho, su razón de ser, la unánime condena de su utilización espúrea... Es posible que, yendo por partes, ninguna de las opiniones vertidas sea, a mi juicio, del todo rechazable ni por completo asumible. Esa es la grandeza del lenguaje. Hay que ver lo mucho que complicamos lo que en realidad es muy sencillo. Yo también lo hago.

No existe más identidad que la que nos asigna nuestra cuota heredada o adquirida de memoria colectiva, ese curioso entramado de vivencias, mitos y extrapolaciones que sostienen todo cuanto somos: nuestra cultura, educación, lengua, creencias, carácter, apariencia física y hasta nuestro adn si me apuran. Lo demás es política o ganas de marear la perdiz, que viene a ser lo mismo.

Decía Ezra Pound que la historia del hombre es la historia de la tribu humana. Y más aún, que los pensamientos cumbres que cada generación y cada etnia expresaron en su lengua propia no debieran siquiera ser traducidos en aras a una exacta transmisión del conocimiento. Bueno, eso es una opinión teórica e inviable, salvo si poseyéramos el don de las lenguas, que no es el caso... Pero sí es cierto que cada traducción - traición - conlleva buena parte de pérdida de exactitud. Y añado yo: el cambio de contexto pervierte el significado de las cosas y las convierte en arma arrojadiza. Ese utilitarismo empobrece el espíritu. Por eso cuando algún político vasco, catalán, mallorquín, irlandés, alemán o eslovaco, tanto da, se llena la boca hablando de lo suyo y los suyos está simplemente intentando imponer a los demás una explicación de la realidad, una más, quizá la suya - a veces la que siente, en ocasiones la que le conviene - y esa explicación, por supuesto, no puede abarcar el inmenso bagaje de matices que tiene la realidad toda.

La Verdad - con mayúsculas - posiblemente no exista, no al menos de manera absoluta y universal, aplicable por igual a todos los lugares y tiempos. La señas de identidad son el rastro que la tribu humana va dejando en su deambular sobre la tierra. Todos recogemos y reconocemos algunas de esas huellas y las hacemos nuestras. Otras las desechamos o ni siquiera las descubrimos, no importa. Hay que ser muy arrogantes - o descerebrados - para ofrecernos la verdad como parte de una epistemología cerrada. ¿Por qué lo hacen los nacionalistas? Pues ellos sabrán, supongo...




******



Prólogo



Me disponía a teclear mis impresiones sobre Marcos Vieytes y su primera entrega a la imprenta, este intenso y a la vez etéreo poemario que lleva por significativo título El que sostiene la palabra cuando se me ocurrió preguntarme ¿Qué se le puede exigir a un prólogo? ¿Qué deben transmitir estas líneas que ocupan un lugar tan privilegiado como injusto?

Porque un prólogo no merece siquiera el nombre de Sala de Espera: aquí nadie se acomoda en amplios sofás de suave piel curtida, ni se dispone a repartir su valioso tiempo entre llamativas revistas del corazón y el indisimulable cruce de miradas furtivas, ese juego de seducción y requiebros, esa picaresca tan ancestral como ambigua.

No. El prólogo es sólo un lugar de paso, una antesala virtual y breve que se olvida rápido porque, de alguna manera, su única razón de ser es conducir al lector al auténtico lugar de encuentro: el poema.

Quizá esta primera definición del poema como lugar de encuentro sea básica en la obra de Marcos Vieytes como en la de todo poeta consciente de lo que se trae entre manos. No hay poema sin tiempo y medida. Sin equilibrio, ruptura o pasión: ese juego mortal, esa rotación de pliegues, ese ombligo de silencio. No hay poema en los renglones cortados por el azar o la desidia, tampoco en la absurda soledad de las palabras solas. No lo hay en la simple enunciación aleatoria de una cualquiera de esas muchas emociones compartidas que tan fácil es dejar ahí suspendidas en mitad del vacío o la nada... No, el poema es algo a la vez mucho más complejo y sencillo.

El poema se sitúa donde el lenguaje no llega con claridad quizá porque las exigencias son desde siempre insalvables. El poema exige estructura - composición, y en ocasiones, cercandanza - y alguna inmensa telaraña sobre la que fijar sus frágiles coordenadas: esa búsqueda de ruinas petrificadas por el asombro o la ceguera, esas lápidas con el dibujo indeleble de tantos - o tan pocos - deseos detenidos en la difícil frontera con la realidad, esos cadáveres que ya sólo son sonrisas o sombras hastiadas de tanto - o tan poco - buscar con desespero su origen y con temor su desenlace...

Así avanza el poeta en su misión de conocimiento y nos va, con mesura, descubriendo sus pautas: El que carece de palabras Alza la voz, nos dice Marcos, sabiendo que la anécdota tiene doble filo. Todos carecemos, en ocasiones, de palabras o las que tenemos no nos sirven; parece entonces que la realidad se nos quisiera escapar, pero no es así... No puede serlo. La realidad del poema reconstruye la otra realidad, la que los sentidos no alcanzan, la que las explicaciones no culminan, la que sólo a la poesía le está permitido desvelar.

Este libro acaricia de la mejor de la maneras - con lucidez - la resbaladiza superficie de las cosas para repetir el paradójico prodigio de la creación. Y el poeta, ya confirmado plenamente como médium, aniquila el lenguaje y pone fin a este prólogo.



Etiquetas: